Ritual
La llama se extinguió con la misma velocidad con que se había encendido, dejando solo dos brasas bailando en la penumbra. El aroma del tabaco, ocultó tímidamente el acre olor a sexo reciente. Las dos ascuas brillaron con intensidad momentánea, para luego regresar a un estado más relajado. Un par de ahogadas risas acompañó a las exhalaciones.
—Creo que no hay electricidad —comentó Laura.
—Nos olvidamos la cafetera encendida —dijo riéndose Cacho—. Seguro saltaron las llaves térmicas cuando se quemó.
—¡Qué vergüenza, señor jefe de seguridad! —se rió Laura con ganas. Sintió a su amante hacer un movimiento que equivalía a alzarse de hombros.
—Y bueno... o se quemaba la cafetera o se me explotaba algo a mí —dijo Cacho, también divertido por lo irónico de la situación—. Por suerte la ingeniera de mantenimiento va a arreglar todo después.
—Sí, claro —dijo Laura, divertida—. Porque yo sé muchísimo de cafeteras eléctricas. Mejor me comprás una nueva, no seas rata.
—Pero, vos ganás más que yo —ironizó Cacho y recibió como respuesta un pellizco en las costillas que lo hizo ver las estrellas—. ¡Pará, pará! Que con el ejercicio combinado con la Mirada me quedó muy sensible ese lado. Me duele todo.
—¡Uy, me olvidé! Perdón —dijo Laura un poco preocupada.
—Tranquila, solo estoy bromeando.
—¿Pero no te dolió usar la Mirada?
—Sí, pero fue distinto, uno de esos «dolores dulces». No puedo explicarlo.
—Espero que no me estés comparando a cuando te sacás una uña encarnada, Cacho. Porque te mato.
—No ¿cómo te pensás? —Cacho hizo una breve pausa y continuó— La uña encarnada cuando te la sacás es mucho más placentera.
—¡Sos un pelotudo bárbaro!
La conversación de almohada siguió unos minutos más entre risas y bromas. Para los dos era un alivio después de tanta muerte y miseria. Por esos breves instantes podían ser un poco felices, aunque sabían que no duraría demasiado. Todavía faltaba terminar con el Familiar; y aunque Pascual estaba seguro que era posible, nada era seguro en ese mundo de misterios en que Cacho y ahora también Laura se hallaban inmersos.
La luz del amanecer comenzó a colarse por las rendijas de la ventana de la habitación. Apenas habían dormido un par de horas; pero era tanta la paz que sentían, uno al lado del otro, que era como un bálsamo reparador. Estaban muy relajados.
Se levantaron cerca de las siete de la mañana, se ducharon juntos para ahorrar tiempo y además para mirarse bien, conocerse. La noche anterior había sido todo muy rápido y en la oscuridad. Cacho todavía no caía que esa mujer tan hermosa y delicada se hubiera fijado en él. Mientras que Laura pensaba de él que no era tan feo en realidad, solamente estaba muy descuidado y era evidente que no le importaba su aspecto. De hecho, a la ingeniera nunca le habían atraído los hombres como Cacho, su pareja de más duración era casi una señorita con los cuidados estéticos que tenía. Mientras que el jefe de seguridad era todo lo contrario, rústico de tan masculino, no tenía un ápice de femenino, pero no por eso dejaba de tocarla con delicadeza. Era algo fuera de serie, ahora comprendía mejor por qué le resultaba tan atractivo.
Luego del baño, desecharon la cafetera quemada y restablecieron la electricidad. Prepararon café instantáneo y algunas tostadas. Se miraron en silencio a través de la mesa de la cocina. Sabían que los momentos felices de la noche anterior estaban por terminar, que debían salir de nuevo al mundo.
—Esta noche —comenzó Cacho, se estiró para tomarle la mano a su compañera— no quiero que vengas.
—Quiero ir —dijo Laura, un poco titubeante por el miedo—, tengo miedo pero quiero estar.
—No hace falta que te arriesgués así.
—Cacho... si esto fuera al revés y vos me pidieras lo mismo ¿lo harías? —argumentó Laura. El otro bajó la mirada apesadumbrado.
—Tenés razón, pero tenía que intentar convencerte.
—Además, no te preocupés tanto por mí. Yo voy a estar afuera con Goyo. Preocupáte por vos.
—Espero que funcione —suspiró Cacho—. Encima Armando no contesta el teléfono. Me gustaría tener más opciones que la de Pascual.
—¿Le preguntaste a Sofía si sabe algo de él?
—Sí, le mandé mensajes. Me dijo que lo estaba buscando.
—¿No será que se escapó? —indagó Laura.
—No. Armando no es así —aseguró Cacho, pero más que convicción, parecía una declaración para reafirmar algún temor. Laura decidió cambiar de tema.
—Repasemos un poco lo de esta noche ¿te parece?
—Me parece bien —contestó Cacho, visiblemente más cómodo—. Hoy es luna llena. Según el Viejo Pascual, que conoció al abuelo de Hipólito, es ideal para atar de nuevo al Familiar a un contrato.
—Todavía no puedo creer que el Familiar del ingenio exista —comentó azorada Laura.
—Según Hipólito, la última persona de su familia en usarlo fue su abuelo. Su padre, aunque era una mierda, rechazó usarlo y ocultó el contrato en la biblioteca durante años. Creo que tenía miedo.
—No es para menos —comentó Laura—. ¿Qué crees que pasó con el contrato?
—Ni idea. Según lo que dijo Hipólito, la bruja de Leonor lo quemó. Pero algo no me cierra de eso.
—Leonor es una mujer ambiciosa ¿es posible que ella esté dirigiendo el Familiar?
—Puede ser. Pero hasta donde tengo entendido, y según lo que dijeron Pascual e Hipólito, solo los hombres Costa Carreras pueden manejarlo.
—Resumen, convocan al Familiar en la iglesia del pueblo. Como es un lugar sagrado, es mucho más probable que se someta, Hipólito renueva el contrato y le ordena destruirse.
—Básicamente... sí.
—No parecés muy seguro, Cacho.
—En estas cosas, nada es sencillo.
El cura Herrera se encontraba de un humor ambivalente. Por una parte despreciaba todo lo que estaba ocurriendo, pero por otra ansiaba medirse con las fuerzas del Mal. Pensaba que cualquier sacerdote, en el fondo, aspiraba a lo mismo. Era la demostración de su superioridad, de la capacidad para defender a la humanidad de todo lo impío. Herrera ya fantaseaba con invitaciones al Vaticano, imaginaba al Santo Padre leyendo con avidez su informe de la batalla y victoria sobre los engendros del infierno.
Pero también tendría que mentir un poco acerca de cómo lo había enfrentado. No podía mencionar que usó la iglesia como trampa para que el dueño del ingenio se vinculara de nuevo con la bestia de su familia. «Todo sea por la gloria de Dios» pensó Herrera en un arranque de fe ciega, aunque también pensaba en algún ascenso, por lo menos a obispo.
La policía ya había acordonado la cuadra y evacuado a los vecinos de la parroquia. Los seis azules preparaban sus escopetas con munición viva mientras miraban con temor la fachada de la iglesia. El subcomisario González se acercó al sacerdote con actitud contrita. Se sacó la gorra y se la puso en la axila.
—Padre Herrera ¿una bendición para mí y los muchachos? —solicitó humilde el gordo policía. A todas luces estaba muerto de miedo.
—Por supuesto, faltaba más —contestó el cura, complacido—. Arrodíllense.
Los cinco policías masculinos y la única femenina hicieron lo que les pedían, no les importó que hubiera barro para ensuciarles los uniformes. Rezaron en silencio y con devoción mientras Herrera recitaba en latín, para darle más solemnidad a la situación. El cura siempre había tenido una veta teatral. Así estaban, cuando escucharon el ruido de varios motores acercándose. Uno parecía de vehículo pesado.
La comitiva del ingenio atravesó Rincón Quemado como si fuera una procesión fúnebre. La mayoría de los pobladores sabía o intuía lo que ocurría, era imposible guardar un secreto en un pueblo tan chico. Los lugareños miraron con miedo y recelo la columna de vehículos que se dirigían lentamente hacia la plaza central y la iglesia.
Eran cuatro camionetas y un camión con caja descubierta. Todos los vehículos ligeros eran conocidos por Rincón Quemado. El que iba en cabeza era el de los dueños del ingenio, importado, negro y brillante aun en la noche más oscura. El segundo era del jefe Esquina, gris, sucio de barro, a quienes los pobladores tenían cierta consideración pero también le temían. Seguía la ambulancia blanca y roja con Gregorio al volante. Y finalmente la camioneta roja y amarilla con balizas de la Brigada de Emergencias del ingenio. El camión era manejado por alguien de la brigada y venía cargado con muchas personas.
Los faros alumbraron brevemente la fachada de la iglesia antes de detenerse. Cuando los motores se apagaron un silencio sobrenatural pareció apoderarse del lugar, por fortuna los perros del pueblo comenzaron a llorar para romper el efecto. Aunque a la mayoría de los presentes les pareció un poco escalofriante.
El cura Herrera se sorprendió ante la cantidad de personas que Hipólito había convocado. Esperaba que fuera algo más íntimo. Además no esperaba a dos personas que le parecían igual de desagradables. «Esquina y ese indio sucio de Pascual» pensó con un desprecio que le deformó el ceño con asco.
Eran más de cuarenta: Hipólito había descendido escoltado por dos guardaespaldas armados con subfusiles; Cacho Esquina, Goyo Vélez y Laura García; Enrique Estévez con sus seis brigadistas armados con hachas para incendios; y finalmente el Viejo Pascual con más de veinte peones portando machetes.
Hipólito se acercó al cura, escoltado por Cacho y Pascual unos pasos por detrás.
—¡Qué hace este indio sucio acá! —se anticipó Herrera, escupiendo cada palabra. La mirada cargada de prejuicios.
—Buenas noches, primero —dijo Hipólito con cierta reprobación en la voz, sacó un cigarrillo de su bolsillo y lo encendió. El cura lo miró con ojos envenenados.
—¡No voy a permitir que ese... ese... indio, entre a mí Iglesia! —continuó Herrera, esta vez acompañando sus palabras con un dedo acusador.
—¿No se supone que la iglesia es comprensiva y abierta para todos? ¿Amor y paz? —dijo sarcástico Cacho, una media sonrisa dibujada en la cara.
—¡Vos tampoco vas a entrar! ¡Sos ateo! —acusó el cura, cada vez más desencajado.
—Ay, Herrera. No tenés ni puta idea de lo que soy —contestó Cacho, después se dirigió a Hipólito—. Te comento que no lo necesitamos para esto.
—¡Qué decís! ¡Porquería! ¡Basura! ¡Soy la Palabra del Señor en este pueblo de mierda! —estalló el cura, fuera de sí. No estaba nada acostumbrado a que le lleven la contraria.
—Sí, pero no es para nosotros —dijo Hipólito muy despacio, mientras el cura insultaba y gesticulaba, señaló con los ojos a los demás—. Todos están cagados de miedo, estamos. Aunque Herrera no es la mejor opción, es la única que tienen muchas personas.
—¿Vos querés que hable de tu «misión evangelizadora» en Villa Azúcar?—amenazó Pascual, que hasta el momento se había mantenido, curiosamente, al margen— ¿Muchas veces a la madrugada?
—¡Indio de mierda! —se indignó Herrera, y aunque estaba pálido por la amenaza no se amilanó— ¡Es mi Iglesia y no vas a entrar!
—Es «mí» Iglesia —dijo Hipólito con firmeza y con una sonrisa cruel. Se puso frente a frente con el cura, lo miró con sus ojos gélidos—. Nunca te olvides quién es tu dueño.
Eso dio por zanjada la cuestión. Herrera se tragó sus palabras. Para disimular se fue a preguntar a los brigadistas si querían una bendición. Pascual soltó una risita despectiva.
Comenzaron los preparativos, apilaron las bancas de la iglesia a los costados de la nave. Reservaron un par para trancar las puertas desde adentro, para impedir que el Familiar escape. Aunque a los presentes les pareció que era para evitar que la gente huya espantada.
Los peones que había traído Pascual eran todos indios o criollos fuertes y jóvenes, el cabecilla era el aprendiz de Pascual, un indio inmenso y cara de pocos amigos de nombre Aldo. Este dirigía a los peones para que dibujaran con carbón un círculo y muchos símbolos que parecían patas de araña, las hermosas baldosas de la iglesia quedaron teñidas de negro, para más horror del cura Herrera y ante la mirada reprobadora del Cristo de plata quemada, que colgaba de su cruz como impotente.
Acto seguido, a una orden de Cacho, los brigadistas comenzaron a hacer leña con una de las bancas de madera y la apilaron en el centro del círculo. Los policías custodiaban la puerta y el altar, miraban todo con ojos de espanto, después de todo estaban haciendo brujerías en una iglesia, y ellos eran parte. Los dos guardaespaldas de Hipólito se mantenían alertas, como los buenos profesionales que eran, pero se los notaba un poco inquietos.
Estévez miraba de soslayo a todos, el hacha reposando sobre sus hombros y las manos descansando en cada extremo. Pero especialmente miraba con frialdad a su jefe Cacho Esquina. Todavía no habían hablado sobre lo ocurrido, era una conversación que a ninguno de los dos les gustaría. Todavía le dolía la mandíbula, dos muelas partidas y un moretón en el mentón era el saldo de ese encuentro. El brigadista pensaba en varias formas de hacerle pagar a su jefe. La mejor sería seducir a la ingeniera, porque estaba seguro que a Cacho le gustaba, pero Estévez no estaba seguro de lograr su cometido. Decidió que tendría que ser una paliza, en lo posible pública. O hacerlo despedir, pero eso estaba complicado mientras Hipólito siguiera siendo el dueño. Por algún motivo que desconocía, esos dos se respetaban y hasta cuidaban las espaldas. Era extraño, pero él tenía a la Leona.
—Llegó la hora —anunció el Viejo Pascual.
Hipólito asintió con gesto adusto, hizo una seña a sus guardaespaldas, que remontaron sus subfusiles. Los policías los imitaron, y la iglesia se llenó del chasquido metálico de los cartuchos entrando en recámara.
—Me gustaría bendecir antes de comenzar —intervino Herrera, estaba más tranquilo pero en los ojos guardaba un rencor que no sería fácil de apaciguar.
El dueño del ingenio lo miró un momento y sopesó todo. No venía mal un poco de ayuda moral extra, porque estaba seguro que el cura no tenía ninguna habilidad o conocimiento que pudiera ayudarlos en ese momento. Asintió con la cabeza y el cura arrojó agua bendita sobre las paredes y el círculo, también a aquellos que se lo permitieron. Los peones solo algunos aceptaron la bendición.
—Cuidado. No borre nada de lo escrito —advirtió Pascual, preocupado.
El viejo chamán tenía sus dudas al respecto de todo el procedimiento, pero no se las había mencionado a nadie. Era un ritual que había escuchado de su maestro cuando era niño, era para convocar un familiar, no para atarlo de nuevo. Lo había adaptado como se le ocurrió que era apropiado, pero no había garantías. Ahora tenía que seguir hasta el final. Lo que había conseguido de Hipólito era mucho, y estaba seguro de poder conseguir más si todo salía bien.
Pascual habría preferido hacer el ritual en el cañaveral, igual que Cacho. Pero Hipólito seguía siendo católico —a su manera—, y estimaba que suelo sagrado era la Iglesia. No hubo forma de convencerlo de otra cosa.
El cura terminó de hacer sus pantomimas y se retiró al lado del altar, junto al subcomisario y Estévez.
Hipólito ingresó al círculo, se detuvo delante del montículo de madera, los peones la rociaron con abundante nafta. El dueño del ingenio sacó un billete verde del bolsillo, lo encendió con un fósforo y lo acercó a la pila. Prendió con fuerza, un estallido de llamas que al principio fueron verdes. Pascual ingresó también, colocándose al lado del terrateniente. Puso una rodilla en tierra, con una mano tocó el suelo y con la otra se tomó la frente. Comenzó a hablar en chorote, era una letanía repetitiva y espeluznante, algunas palabras estaban en español. Llamaban al Padre del Monte a protegerlos. El cántico subió en cadencia e intensidad hasta que fue un grito. La fogata estalló de nuevo en llamas verdes y se calmó. El aire estaba saturado de electricidad estática, y olor a miedo.
—Yo... Hipólito Costa Carreras, el cuarto del mismo nombre... te invoco como a un hermano... como a un padre... como a un hijo... —comenzó a recitar el dueño ante el crepitar de las llamas— Como Familiares que somos... nos ayudamos en todo... vos me das... yo te doy...
Las llamas se agitaron como si algo las soplara, pero todo estaba cerrado. Todos se pusieron en alerta. Cacho se preparó internamente para usar la Mirada. Entre el silbido del repentino viento parecieron oírse palabras.
—¿Qué busca mi «hermano»? —dijo el viento helado.
—Riqueza de la tierra y del hombre —dijo Hipólito. A continuación sacó una bolsa de azúcar y la vació sobre las llamas, luego un peón le alcanzó varios trozos de caña verde y también los arrojó al fuego. El olor dulce a caramelo quemado no tardó en invadir la estancia. Otra vez el viento de ninguna parte agitó las llamas.
—¿Y qué me da mi «hermano»? —susurró el viento.
—Alimento... —continuó Hipólito e hizo una seña a Pascual.
El chamán sabía que esa era la parte difícil. Tenían que alimentar al Familiar. Lo ideal hubiera sido sacrificar a alguien, un peón o empleado del ingenio, pero no estaba dispuesto a eso. Además no sabía si con un solo sacrificio alcanzaría, estaba en terreno desconocido. Lo que Hipólito estaba diciendo era algo que aproximadamente se parecía a lo que el mentor de Pascual le había comentado hacía más de cincuenta años. Al final decidieron que sería más prudente hacer un sacrificio de sangre de varias personas.
Los peones comenzaron a desfilar al lado de la fogata, se hacían cortes en los brazos y arrojaban un poco de sangre a las llamas, que crepitaban casi con placer a cada donación. Pascual esperaba compensar con esa ofrenda, todos lo esperaban.
La fogata pareció perder fuerza, un humo negro que no era humo comenzó a brotar y cobrar una forma alargada, difusa. Como una serpiente de aire negro que se retorcía hasta el techo, cuatro metros más arriba.
—Con esta ofrenda, renuevo el Contrato con mi Familiar —dijo Hipólito, un poco titubeante.
El humo negro terminó de salir de la fogata, se alojó en el techo, se movía suavemente lejos de las miradas y la luz mortecina del fuego.
—Delicioso, pero... —dijo el humo negro con una voz horrible desde el techo— ¿Nuevo Contrato? ¿Por qué? —esta vez acompañó la pregunta con una risa inhumana.
—¡Yo soy el último Costa Carreras! ¡Te ordeno que me obedezcas! —sentenció Hipólito con toda su voz de mando.
Las ironías de la vida.Hipólito siempre había sido un hombre odiado por todos, su poder provenía deldinero no de la personalidad. Pero en ese momento, el dueño del ingenio pudopercibir las miradas de aprobación y hasta admiración de los presentes. Se estabaenfrentando al Familiar para que deje de matar a sus empleados, paradestruirlo. Se sintió más poderoso que nunca. Le ordenó nuevamente a la bestiaque obedeciera, con la firmeza de aquellos que saben están haciendo lo correcto.El humo se agitó y lanzó un grito horrible, pareció solidificarse por partes.Descendió a velocidad increíble, algo como una cabeza perruna de ojos rojosincandescentes abrió una boca enorme y le arrancó la cabeza, un brazo y partedel torso a Hipólito. El resto del cuerpo se desplomó sobre las llamas.
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