Reunión
Armando se desplomó en una silla bajo el aire acondicionado de la habitación de Cacho. Soltó un bufido complacido al sentir el aire fresco, se desajustó un poco el nudo de la corbata y la gordura sonrosada de su cuello pareció tiritar de placer. Cacho Esquina lo miraba de reojo con una sonrisa dibujada en el rostro, mientras acomodaba la maleta del viejo profesor en su ya atestado armario.
—Tené cuidado Armando. Demasiado aire frío y te vas a enfermar —recomendó, sabiendo de antemano que era en balde.
—Me tendrás que disculpar Cacho. Pero prefiero morir de una gripe que de éste calor nauseabundo —el fastidio del viejo académico se reflejaba en su voz aflautada.
—Si vos lo decís —contestó el otro con un ligero alzarse de hombros, ya conocía lo testarudo que podía ser Armando.
Golpearon la puerta de entrada con firmeza, pero sin violencia. Cacho abrió y el enfermero Vélez entró con paso grácil. Armando lo observó e intuyó con ese sexto sentido tan particular que había desarrollado con los años. El enfermero lo miró también, midiendo sin disimulos al profesor, que terminó sonrojándose.
—Cacho, vine a avisarte que la policía se está llevando el cuerpo del chofer —informó Vélez.
—Perfecto. Era de esperarse —contestó el jefe de seguridad, luego se percató que no había hecho las presentaciones de rigor—. Ah, Gregorio, te presento al profesor Armando Lafuente, de la Universidad Nacional de Salta. Armando, el señor es Gregorio Vélez, nuestro enfermero de campaña titular, con más de treinta años de experiencia.
—Encantado —dijo Armando mientras su mano regordeta estrechaba la delicada mano del enfermero. Y de verdad que el profesor estaba encantado porque demoró en soltar la mano del otro hombre. Cacho sonrió divertido, suponía que esto podía pasar.
—Un placer, profesor Lafuente —respondió Vélez, con mucha educación y también demorándose un instante antes de retirar su mano.
—Bueno, Gregorio. Si hay alguna otra novedad, por favor comunicámela —cortó Cacho, dando por terminada la presentación—. Y por favor, a nadie de los otros gerentes les des mayor información sobre el profesor ¿Estamos de acuerdo? —advirtió Esquina, sabiendo que no era casualidad que el enfermero apareciera a informarlo de algo tan trivial. De seguro le habría causado curiosidad Armando y quiso averiguar, uno de los defectos que Esquina veía en Vélez.
—Por supuesto, Cacho, por supuesto. A nadie —replicó el enfermero, algo compungido por la acusación implícita.
—¿Y por qué no tienen que enteraste los otros gerentes, señor Esquina? —preguntó Laura desde la puerta abierta de la habitación, el «señor» había sonado sumamente acusador.
—Mejor me voy —dijo el enfermero Vélez y salió raudo. Laura entró y cerró la puerta con fuerza inusitada.
—Le repito, señor Esquina ¿Por qué no tienen que enterarse los otros gerentes? —indagó nuevamente Laura, con los brazos cruzados sobre el pecho, y con su mejor cara de muñeca asesina. Cacho y Armando se miraron con complicidad.
—Había una vez... —comenzó Cacho, mirándola de esa forma tan extraña que tenía.
Hipólito Costa Carreras IV no estaba contento. Se rascó histéricamente el lunar que parecía una verruga, lo tenía al costado derecho de su aquilina nariz, era la marca personal de la familia desde su ancestro más antiguo. Le picaba como los mil infiernos cuando estaba nervioso, pero en su familia estaba prohibido removerlo u ocultarlo. Además la camisa blanca inmaculada de algodón se le estaba pegando por todo el cuerpo a pesar que el aire acondicionado estaba funcionando bien y a máxima potencia.
Estrelló más que apagó el caro cigarro cubano en el cenicero de su escritorio. Era un vetusto pero lustroso armatoste tallado en caoba que había pertenecido a su primer antepasado homónimo, el fundador del ingenio a fines del siglo diecinueve. Casi todo lo que había en su oficina había pertenecido a un antepasado, todo el lugar rezumaba a viejo y ajado pero de forma agradable. Desde las alfombras persas con sus motivos erráticos en rojo y negro hasta los ribetes con flecos en hilo de oro; el piso de nogal lustrado que chirriaba suavemente cuando lo pisaban; las bibliotecas de nogal mexicano repletas de libros igual de viejos que apestaban con ese olor particular de la celulosa decrépita; y los sillones amplios con apoyabrazos, también de caoba tallada y con cojines de seda roja.
Todo indicaba lujo antiguo y que no era del Hipólito actual, hasta el cenicero de bronce que usaba era de su padre. El único aporte moderno era la computadora portátil, que desentonaba a pesar que estaba personalizada en un motivo de madera oscura. Por la abierta puerta ventana de algarrobo rojo entraba la brisa matutina, con ese calor aberrante del trópico y un poco del olor nauseabundo de los residuos del proceso azucarero.
El padre del actual dueño, le había enseñado a su hijo a no despreciar ese olor. Ya que después de todo era el aroma fuente de su riqueza, aunque oliera un poco a muerte. Hipólito atravesó la puerta ventanal hacia el balcón y buscó con la mirada entre los que caminaban abajo. Encontró a su objetivo: una jovencita preciosa de unos veinte pocos años, cabellera rubia y lisa recogida en una cola de caballo, que caía libremente hasta la mitad de la espalda, y todo montado en una figura que sería la envidia de más de una modelo de revistas.
—¡Graciela! —Rugió Hipólito desde el balcón, haciendo que la mayoría de los otros transeúntes desaparecieron como por arte de magia—. ¿Dónde mierda está Cacho Esquina?
—P-p-p-oli... —tartamudeó la rubia llevándose una mano afligida a la boca—. No lo encuentro..., por favor no te enojés, se te sube el azúcar.
—¡Lo quiero ya en mi oficina! ¡Rápido! —vociferó, con esa facilidad para la grosería de los que se saben impunes. Luego volvió a meterse en su oficina murmurando—. Y se me baja el azúcar, no se me sube, rubia tarada.
—Pero linda, así todo se perdona ¿O no, Bonelli? —acotó jocosamente el subcomisario González. El sargento que lo acompañaba sonrió cómplice, mientras que Sofía blanqueaba disimuladamente los ojos en señal de asco y hastío.
Hipólito no sabía qué le desagradaba más: el calor sofocante, la policía sentada de nuevo en su oficina con sus cuerpos grasientos y hediondos de alcohol barato, o que el imbécil de Cacho Esquina no apareciera cuando se lo necesitaba.
Hizo caso omiso del subcomisario pero sin dejar de mirar fugazmente a la joven policía que se refería el seboso. Disimuladamente la desvistió con la mirada, era más oscura de piel que sus gustos habituales pero tenía una fiereza en todo el cuerpo, una cosa salvaje que le hacía burbujear la sangre. Pero después de un momento se lo pensó mejor y descartó la idea porque estaba muy por debajo de sus estándares familiares. No había que mezclar demasiado la sangre con lo que sus antepasados llamaban —y aún llaman— «nativos». Se dirigió al mini bar de su oficina, destapó la botella de bourbon importado que siempre tenía a mano y se sirvió una medida doble, que apuró de un solo trago.
—Le voy a aceptar una medida, señor Costa —dijo divertido el subcomisario tratando de congraciarse y mostrarse cómplice. Hipólito ni se dignó a mirarlo, concentró la mirada en el fondo de su vaso ancho y vacío.
—¿No está trabajando, subcomisario? —preguntó el dueño, más por preguntar que por verdadero interés, le fastidiaba el sujeto.
—Bueno, sí. Pero una medida no es problema si estamos entre amigos ¿O no? —Respondió el descarado policía, pero al ver que Hipólito ponía mala cara acotó enseguida—. Además no voy a manejar ningún vehículo. Para eso están mis subalternos.
Hipólito no sabía si reírse o llorar. Por eso despreciaba a los nativos, no tenían decencia ni respeto por el trabajo ni por ellos mismos. Siempre arrastrándose para conseguir una ventaja de parte de sus mejores, por mísera que esta fuera. Decidió no contestarle y se sirvió otra medida doble que lo acompañó mientras se sentaba en el sillón de caoba de respaldo alto de su escritorio. Tomó muy lentamente un sorbo sin dejar de clavarle los ojos al subcomisario, que al cabo de un momento se puso nervioso y buscó un cigarrillo para encender.
—¡Acá no se fuma! —gritó Hipólito, y pudo notar que la mujer policía ahogaba una risa cuando el subcomisario casi se traga el cigarrillo por el susto.
—Pero..., usted estaba fumando —llegó a balbucear el subcomisario González antes de callarse por temor a la mirada asesina de Hipólito.
—¡Graciela! ¿Dónde mierda está Juan Esquina? —vociferó de nuevo el dueño, desesperado por hacer que esa gente saliera de su espacio privado.
—Si seguís gritando así te vas a quedar sin garganta ¿Cuántas veces te dije? —respondió Cacho mientras entraba por la amplia puerta del nada pequeño despacho del dueño.
Sofía observó con atención y haciendo uso de todo su entrenamiento policial a los dos hombres enfrentados. No podían ser más distintos, sin embargo eran extrañamente familiares.
El dueño del ingenio era un hombre de unos cuarenta, alto y en muy buena forma física, rubio y de ojos como zafiros, una nariz aquilina que sería la envidia de muchas esculturas clásicas; exquisitamente vestido con ropas blancas y tonos de beige, una voz varonil que se notaba culta aun cuando decía groserías; y hasta el lunar que tenía al costado de la nariz era realmente muy sensual. Pero había algo cruel y despreciable en todo el sujeto, y no era el aire de superioridad con que se dirigía a todo el mundo. Sino que era consciente de su condición de poder y le gustaba abusar del mismo. Era la crueldad misma nutrida desde la cuna, y no tenía remordimiento alguno.
Su contraparte, Juan Esquina, era casi lo opuesto: bajo y con algunos kilos demás, su aspecto era improvisado como si no le importara, tenía una voz suave casi susurrante pero que insinuaba una fuerza contenida, no era exactamente feo pero tampoco lindo. Era de esas personas que tienen lo que Sofía denominaba «momentos de belleza». Estos consistían en gestos particulares, pequeñeces que hacían a las personas singularmente atractivas aunque en realidad no lo fueran. Sofía había descubierto que casi todas las personas tienen dos o tres de estos «momentos», pero Cacho Esquina estaba plagado de ellos.
Además había algo desafiante entre esos dos. Se notaba que en el fondo se despreciaban pero se toleraban, un mutuo respeto que no esperaba del dueño del ingenio para con uno de sus empleados.
Sofía tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano para no soltar una carcajada cuando Esquina se sentó al lado del ventanal que daba al balcón, e inmediatamente sacó y encendió uno de sus arrugados cigarrillos. El subcomisario González que intentó decir algo con la cara desfigurada por el odio. Pero bastó una dura mirada de Hipólito para que ni siquiera lo intentara.
—Bueno, ¿qué sabemos, Cacho? —indagó Hipólito, ya mucho más calmado.
El otro soltó una voluta de humo que le ocultó el rostro un instante, tomó aire o suspiró mientras se tocaba ligeramente la nariz. Sofía analizó que Juan estaba por mentir o estaba bastante enojado.
—Lo mismo de siempre Hipólito, trabajan demasiado y se duermen al volante. Te dije mil veces que no se puede permitir que trabajen doble o triple turno.
Había en la frase de Cacho un cansado reproche, que no era demasiado insistente porque sabía que no llevaba a ningún lado. Pero igual lo intentaba. Hipólito entrecerró los ojos y las pupilas azules se clavaron en Juan. Juntó la punta de los dedos de las manos delante de su rostro y pensó un segundo antes de contestar.
—Nadie los obliga mi estimado Esquina —dijo levantando una ceja y acompañando la expresión con una media sonrisa cruel—. Sabés bien que son prestadores de servicios externos, no están sujetos a nuestra reglamentación interna. Además..., cobran muy bien por su servicio.
—Somos responsables solidarios mientras están en nuestras instalaciones —acotó Juan, mientras apoyaba la cara en el puño cerrado. Sofía interpretó que estaba presenciando un argumento de larga data.
—Cuando se los contrata saben a lo que se exponen y que la empresa no se hace responsable de ese tipo de cosas. Ya lo hablamos muchas veces —replicó Hipólito con serenidad y dando por sentado el asunto.
—Si vos lo decís... —finalizó Esquina también dando por concluida la conversación.
—Bueno, entonces podemos dar por finalizada la entrevista —acotó el subcomisario con una sonrisa complacida—. Fue un accidente de trabajo.
—Claro que sí ¿Qué otra cosa podría ser? —respondió visiblemente molesto Hipólito.
—Y bueno, la gente habla en el pueblo. Usted sabe... —deslizó el policía bajando la voz en las últimas palabras, buscando una vez más la complicidad del dueño.
—La verdad..., no tengo tiempo para andar recolectando rumores de pueblerinos, soy un hombre de negocios bastante ocupado ¿No le parece? —Contestó Hipólito con el habitual fastidio con que se dirigía a Gonzalez, pero había una nota de curiosidad también y continuó— Ahora, ¿me puede decir qué se habla en esa cochambre de muertos de hambre que llaman pueblo? —Al comisario pareció que le abrieran la puerta de par en par a una intimidad muy buscada, se reclinó un poco hacia adelante en la silla y habló en voz muy baja.
—La gente dice que es El Familiar.
Sofía se llevó automáticamente la mano a la frente mientras sacudía la cabeza con incredulidad ante la ridiculez. Observó que Hipólito Costa Carreras IV se quedaba rígido un momento para luego soltar una carcajada algo forzada, pero bastante auténtica. El sargento y el subcomisario se rieron acompañando al dueño del ingenio.
La oficial Bonelli no pudo evitar sonreír ante lo ridículo de la situación. Pero su diversión no duró mucho, porque notó que Juan Esquina fumaba, y escondido entre su voluta de humo no se reía en lo absoluto.
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