Palabras en la oscuridad

Los gritos de espanto no cesaron hasta varios minutos después. El complejo deportivo había quedado casi vacío, a excepción de unas cuantas personas que estaban demasiado paralizadas por el miedo, y otras que eran demasiado valientes o incrédulas para dejarse llevar por el pánico. En experiencia de Juan Esquina y Armando Lafuente, estas últimas eran las más vulnerables cuando se enfrentaban a lo incomprensible. Sus mentes en lugar de reaccionar con un sano miedo, directamente se quebraban sin remedio al no encontrar una explicación lógica a lo que estaban presenciando. Era paradójico, pero tampoco particularmente sorpresivo, que una de esas personas fuera Herrera, el cura del pueblo. Se lo podía escuchar vociferando desde una cuadra, acusaba a los pueblerinos de ignorantes, y con verdadero desprecio por sus supersticiones. Ni siquiera se dignó a dirigir un rezo comunal para tranquilizar a los presentes, porque a su entender no eran dignos cristianos. Para el cura Herrera creer en un ente demoníaco era negar la existencia del Dios que decía adorar. En realidad solamente adoraba el poder y la impunidad que le brindaba la iglesia. Los gerentes del ingenio habían desaparecido como por arte de magia con la mayoría de la muchedumbre. El subcomisario y el intendente se encontraban afuera del complejo, en teoría coordinando a sus efectivos para restaurar la tranquilidad. Curiosamente los dueños del ingenio se habían quedado cómodamente sentados en su mesa, bebiendo y comiendo casi con aburrimiento. Mientras que Laura y Goyo Vélez se esforzaban por ayudar al doctor Sánchez, que recorría el salón ayudando a las personas que habían quedado heridas, pisoteadas y asfixiadas durante el pánico. La ingeniera miraba cada tanto hacia la banca donde estaban sentadas las personas que habían perdido un poco el juicio, entre ellas estaba su amiga Sofía, con los ojos perdidos mirando hacia ninguna parte. El amigo de Cacho la atendía y trataba de que reaccione hablándole suavemente. Juan Esquina había desaparecido a los pocos minutos del desastre. Laura lo había visto por última vez después de ayudar a Sofía.

—Se fue a buscar una camilla y un botiquín para trasladar a los heridos —adivinó Vélez al observar como la ingeniera miraba para todos lados. El enfermero en ese momento estaba inmovilizando el cuello de una voluminosa mujer en el piso, improvisaba la maniobra con una campera que había encontrado tirada.

—¿Qué le pasó a la oficial Bonelli? —indagó Laura, con sincera preocupación. El enfermero dudó un poco antes de contestar, meditando detenidamente la respuesta.

—Creo que está atravesando un estado de shock emocional intenso —contestó con toda la experiencia y el profesionalismo del que solía hacer gala, pero a Laura le pareció que había algo de incertidumbre en el experimentado enfermero.

—Parece como... ausente.

—No se preocupe, ingeniera. A veces las personas reaccionan de maneras impredecibles al stress, pero la mayoría se recuperan en poco tiempo —agregó el enfermero tratando de tranquilizar a la mujer—. Además el doctor Sánchez ya terminará de ver a los heridos en el piso y podrá atender a los que están sentados. Por otra parte, la está cuidando Armando, que es un buen hombre.

—¿Qué pasó en la pista exactamente? Estaba demasiado lejos y había demasiada gente en el medio para ver algo. De un momento para otro, todo el mundo corría para todas partes, huyendo despavoridos.

—No sabría explicarle —respondió el enfermero.

—¿Qué es eso que gritaba la gente? ¿Pata i'cabra? —continuó indagando Laura.

—Nada, una superstición local —contestó Vélezvisiblemente nervioso—. A veces la gente cree cosas increíbles y se asustafácilmente por estos lares —agregó, pero a Laura no terminó de convencerla. Enlo poco que conocía al enfermero, pero por las veces que lo había visto enacción, sabía que era un profesional experimentado. Pero ahora le temblabanligeramente las manos y transpiraba profusamente. La ingeniera solo lo habíavisto reaccionar así, una vez... cuando entró a la cabina del camión, el día del accidente.

Juan Esquina esperaba a la entrada del pueblo, con la puerta abierta y a un costado de la camioneta, el micrófono de la radio enrollado en la mano. Los minutos se estaban haciendo eternos en su espera, pero por fortuna había conseguido comunicarse con la brigada de emergencias del ingenio antes que también salieran para unirse a la fiesta patronal. Estévez estaba en camino con las camillas y equipos de emergencia para auxiliar a los heridos, también varios vehículos de apoyo para trasladar heridos al hospital a la ciudad más cercana. Cacho sabía que Hipólito le recriminaría por disponer discrecionalmente de los activos de la empresa, pero le explicaría que era buena publicidad para el ingenio, sería una venta dura pero si se ponía demasiado complicado, Juan sabía que podía contar con la Mirada para terminar todos los argumentos. Hasta ese momento nunca la había usado con Hipólito, de hecho la usaba solamente en casos en que no podía solucionar las cosas por vías normales, era una regla no escrita a la que tanto él como Armando habían adherido desde la Tragedia. En las últimas semanas se había visto obligado a usar la Mirada en más oportunidades que en varios años, eso le daba a Cacho la certeza que había fuerzas desconocidas movilizándose, pero todavía no estaba seguro si era contra él o contra otros objetivos. Además no veía la conexión entre los sucesos anteriores y lo de esa noche. Recordó que hablaba con Armando y Vélez, que había una multitud haciendo una ronda, arengando y aplaudiendo a una jovencita preciosa que bailaba sola en el medio de la pista. De repente, Armando y él sintieron el clásico dolor cuando usaban la Mirada de forma defensiva o agresiva, pero multiplicado por diez. Luego el griterío y el pánico de la multitud, las corridas desesperadas, gente llorando en el piso tapándose los ojos. Armando y Cacho recorrieron el lugar con la Mirada pero sin bajar sus defensas, ahí la vieron. Sofía avanzaba como un autómata, se resistía a duras penas, una mancha borrosa se encontraba en su trayectoria. No era precisamente una mancha, sino una distorsión de la luz que deformaba todo a su alrededor. De repente fue consciente que esa distorsión también los estaba buscando con su propia versión de la Mirada. Cacho sintió a Armando jadear, percibió su miedo atávico, él mismo se estaba mordiendo los labios hasta casi hacerlos sangrar por la tensión que le provocaba lo que fuera que estaba ahí. Sospechaba qué era esa cosa, Armando ya se lo había advertido. Un ruido de estática entrecortada lo sacó de sus ensoñaciones, era la radio de la camioneta.

—Jefe... estamos llegando... —era la voz de Estévez, que hasta por radio se escuchaba melosa.

—Copiado Estévez... que la mitad de los vehículos se dirijan al complejo... sobre todo los que tienen camillas y suministros médicos... el resto que se quede conmigo... —contestó Cacho, haciendo las pausas necesarias para que el mensaje se escuche fuerte y claro.

—Copiado... cambio y fuera... —cerró Estévez, los otros vehículos también contestaron uno tras otro.

—Cambio y fuera... —cerró Cacho, arrojó el micrófono adentro de la camioneta, encendió las balizas y las luces para que lo divisaran desde lejos. Después encendió un cigarrillo y dio una profunda bocanada. Si sus sospechas se confirmaban, las sorpresas no habían terminado por esa noche.

La columna de doce vehículos entró a Rincón Quemado con todas las luces encendidas, la mitad avanzó hacia el complejo como se les había ordenado, específicamente la ambulancia que usualmente conducía Goyo Vélez. Otros seis se detuvieron en proximidades de la camioneta de Cacho. Los hombres del ingenio descendieron de los vehículos y se aproximaron con cierta cautela. Juan Esquina podía leer en sus rostros el temor atávico, seguramente ya les habían llegado los comentarios de lo ocurrido en el baile. Estévez se acercó con su habitual sonrisa de anuncio de dentífrico y tranquilidad fingida, como era su costumbre estrechó fuerte la mano de Cacho, era de esos hombres frívolos que querían demostrar su superioridad mediante la fuerza. Juan Esquina no terminaba de confiar en su subordinado, por una parte lo consideraba un alcahuete de la patronal como Morales, y por otra notaba que no mostraba todo su potencial. En cierta forma se hacía subestimar, lo mismo que Cacho. Eso no lo hacía una persona imbécil y podía respetarlo.

—Jefe —saludó Estévez. Cacho devolvió el saludo con un alzar de cejas y después se dirigió al resto de los presentes, eran operarios del ingenio de varios sectores.

—Buenas noches a todos —dijo Cacho y todos devolvieron en murmullos el saludo—. Como ya varios sabrán, ocurrió un episodio de pánico en el complejo donde hubieron muchos heridos — los murmullos aumentaron de intensidad.

—¿Es cierto que apareció el Pata i'cabra? —preguntó uno. Todos callaron expectantes a la respuesta.

—Lo único que sabemos con certeza es que hay muchos heridos. Ya están atendiendo a los que quedaron en el complejo. Pero muchos otros deben estar heridos por las calles o en sus casas. Por eso nos vamos a dividir en equipos y recorrer el pueblo tratando de auxiliar a quien lo necesite —explicó Cacho tratando de hablar por encima del miedo de esos hombres curtidos, que ahora estaban asustados como niños con un cuento de viejas.

—¿Y si aparece de nuevo? —preguntó otro, con visible angustia. Y era un hombretón de al menos un metro noventa y ciento veinte kilos. Lo siguieron más murmullos de aprobación por la pregunta.

—¡Manga de maricones! —estalló Estévez con su característico don de gentes, o carencia del mismo— ¡No existe el "pata i'cabra"! ¡Brutos supersticiosos de mierda!

—¡Estévez! —reprendió Cacho, era una de las cosasque no le gustaba de su subordinado, pero en este caso había surtido efecto.Los hombres se habían sentido demasiado humillados para contestar, pero Esquinasabía que muchos ahora guardaban un secreto rencor para con Estévez— Señores...no sabemos qué ocurrió en el complejo. Los hechos son que hay gente herida quenecesita ayuda. Si se encuentran en alguna situación que los supera, por favormanténganse en contacto por radio. ¡Vamos! ¡A moverse! —ordenó Cacho y se subióa su vehículo cerrando con un violento portazo, ni siquiera hizo el intento demirar a Estévez, estaba demasiado furioso, después arreglaría las cosas con él.

El llamado de auxilio llegó cerca de las tres de la mañana, era el ayudante de Estévez a los gritos por radio, completamente aterrado. No se entendía nada lo que decía, apenas se podía escuchar que sollozaba un padre nuestro que estás en los cielos. Juan Esquina ladró por instrucciones pero el hombre no podía contestar, pidió a algún otro vehículo que se acercara pero nadie quería hacerlo porque estaban demasiado asustados, así que solicitó que alguien le dijera donde se encontraba el vehículo de Estévez. Contestaron después de un largo medio minuto. Estaba casi a las afueras del pueblo, en un barrio recientemente inaugurado con viviendas entregadas por el gobierno. Cacho encendió las balizas y partió a toda velocidad hacia el lugar, no le importó el pitido insistente del tacómetro que le indicaba que había sobrepasado con mucho el límite permitido de velocidad. Ni siquiera se detuvo en las esquinas, tocaba la bocina de la camioneta como un endemoniado. Demoró menos de tres minutos en llegar al lugar. Era una casita de barrio igual que las otras cuarenta, amarillas, cuadradas con techo de chapa, pero eran nuevas. La camioneta de Estévez estaba atravesada en la calle con las luces encendidas y la puerta del conductor abierta. Una mujer estaba acurrucada contra una de las ruedas traseras, opuesta al frente de la casa, que también tenía la puerta abierta y la luz blanquecina de un fluorescente interior iluminaba parte de la vereda de acceso. Esquina estacionó detrás derrapando con la frenada hasta casi golpear el paragolpes del otro vehículo, y se descolgó a toda velocidad del lugar del conductor, corrió hasta la otra camioneta.

—¡¿Dónde está Estévez?! —gritó al ayudante que estaba acurrucado en el asiento del acompañante, rezaba como en un trance— ¡Eh! ¡¿Dónde está Estévez?! —repitió con urgencia.

—Muerto... muerto... padre nuestro que estás en los cielos... —atinó a decir el ayudante, pero apenas se le entendía. Cacho apretó los dientes por los nervios. Miró a la mujer que estaba acurrucada y también rezaba. Era sencilla como la mayoría del pueblo, algo regordeta, traía un pantalón deportivo algo raído, una remera con agujeros y estaba descalza, seguramente había estado durmiendo porque estaba muy despeinada. Esquina se acercó con cuidado de no asustarla más.

—Señora... señora... ¿me escucha? —preguntó con suavidad, agachándose a su lado, pero sin atreverse a tocarla. La mujer seguía sollozando y rezando, pero asintió con la cabeza.

—Ave María purísima...

—¿Dónde está el hombre del ingenio que manejaba la camioneta?

—Se fue... Padre nuestro que estás en los cielos... —atinó a contestar. Cacho utilizó la Mirada para calmarla, era la cuarta vez en menos de veinticuatro horas, sentía como si el torso se le fuera a reventar de dolor pero aguantó. La mujer se tranquilizó un poco.

—Señora... ahora que está más tranquila... ¿me puede decir qué pasó? —indagó de nuevo, la mujer pareció recomponerse y sacar fuerzas de donde no tenía, miró a Cacho como obnubilada.

—Esa cosa... mató a mi José... salí a la calle a pedir ayuda. El hombre de la camioneta corrió adentro de la casa. Sentimos un grito, y una masa oscura salió corriendo por el costado de la casa hacia el monte. El hombre salió corriendo por detrás... esa cosa era El Familiar —completó la mujer, y a Cacho se le erizaron los vellos desde los brazos hasta la nuca.

Juan Esquina corrió al interior de la casa, adentro era un desorden descomunal de muebles rotos, pero lo peor era uno de los dormitorios. El techo y las paredes estaban cubiertos de sangre y músculos arrancados. En la cama un cuerpo sin rostro y mutilado en casi su totalidad. Boca arriba contemplaba desde unas cuencas vacías hacia la nada, la mandíbula abierta con la lengua cortada en un grito mudo de espanto. La ventana de la habitación daba hacia un costado de la casa, tenía los vidrios destrozados y con rastros de sangre. Cacho pensó en el idiota de Estévez, había perseguido algo para lo que no estaba preparado. De hecho, ni siquiera Juan Esquina sabía si él estaba preparado para enfrentar algo semejante. Pero no lo pensó dos veces, salió de la casa por donde entró y comenzó a avanzar hacia el monte a toda velocidad. Pronto la oscuridad lo envolvió, estaba ciego por la reciente luminosidad de la casa, tendría que esperar un momento para acostumbrar la vista a la oscuridad, pero no tenía tiempo. También podía usar la Mirada, pero ya estaba bastante agotado y no sabía si la necesitaría de un momento a otro. Tampoco quería usar la linterna de su celular para no delatar su presencia. Decidió rápidamente que no le quedaba más remedio, debía avanzar a ciegas.

En su rápida carrera se tropezó dos veces y por poco se rompe una rodilla al golpear contra una piedra, aguantó el dolor apretando los dientes y murmurando maldiciones. Cada tanto se detenía tratando de escuchar pero sin resultados. Finalmente sus ojos de aclimataron, no tenía idea de donde se encontraba, rodeado de monte y selva. Fue entonces que vio un destello a unos cuantos metros, era un fulgor enceguecedor en esa oscuridad, pero Cacho supo reconocer la pantalla de un teléfono celular tirado en el piso con la pantalla hacia abajo. Se acercó con cuidado y tratando de no hacer ruido, pero era tal el silencio que podía escuchar hasta su propio corazón desbocado. A un metro del celular estaba tirado Estévez, cubierto el pecho de una mancha oscura. Cacho se acercó rápidamente y desplegó la Mirada sobre Estévez, esta vez el dolor pareció extraerle varios años de vida. El subordinado de Esquina estaba estable, herido pero sobreviviría si lograba conseguir ayuda a tiempo.

Un ruido de cadenas y pasos pesados lo sobresaltó. Algo enorme y oscuro se movía alrededor de Cacho, podía presentirlo más que verlo. Además tenía un olor nauseabundo. Todas cosas que ya había sentido en el taller cuando ayudara a Laura. Pero esta vez lo sentía diferente, más fuerte y peligroso que la vez anterior. Juan Esquina estiró su brazo izquierdo mientras se concentraba, dibujó imaginariamente un círculo de protección alrededor suyo y de Estévez. Creyó escuchar un bufido ¿o sería una risa?

—Brujo... —dijo una voz bestial entre la negrura, apenas inteligible— débil... —agregó con amenazante placer, acechando a su presa.

—¡Propellit aut mori bestia! —desafió Cacho aplicando lo poco que le quedaba de energía en la Mirada. Del otro lado la respuesta fue un gruñido de fastidio y sorpresa.

—Brujo... ladrón... —contestó la oscuridad.

De a poco la presencia siniestra se fue retirando, con sus ruidos de cadenas y olor nauseabundo. Recién entonces Cacho aflojó la tensión, sangraba de los ojos, las orejas, la nariz y la boca. Se dejó caer al piso y ya no supo más.

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