Padre del Monte

Estévez chillaba como un cerdo, se tomaba la mano ensangrentada. El disparo casi se la había seccionado a la altura de la muñeca, y le colgaba inerte en una posición antinatural. El Contrato yacía en el piso, intacto, pero manchado de la viscosa sangre de su propietario.

Sofía se incorporó trastabillando, pero aun apuntaba a Estévez. Caminó hacia el Contrato y lo pateó lejos del hombre. Después se alejó para mantener una saludable distancia, no quería más sorpresas desagradables aunque el otro estuviera malherido.

Laura estaba recuperando de a poco el aliento. Caminó lento hasta el Contrato y lo levantó del piso. Observó el objeto entre fascinada y asqueada por la sangre que lo empapaba. Era una especie de tableta de piedra gris oscuro, chata y cuadrada, de cinco centímetros de lado, tenía tallados intrincados símbolos que brillaban con un tenue color verde. Pero también la rodeaba una especie de halo de aire negro como el del Familiar.

Cacho se acercó a las mujeres rengueando. No sin antes aplicar la Mirada en su colega Armando; estaba estable aunque fuera de combate. El brigadista superviviente no terminaba de sorprenderse, apenas había comenzado con el RCP y el viejo profesor despertó como si nada; aunque se lo veía macilento y más muerto que vivo. Esquina pensó que cuando todo terminara tendría muchas cosas que explicar a ese muchacho, Lalo, o tal vez hacerlo olvidar sería lo mejor. Alejó esos pensamientos por el momento, tenía otras cosas que averiguar y ya estaba alcanzando a Laura.

—¿Cómo estás? —fue lo primero que dijo.

A Cacho se le ensombreció el semblante al contemplar los moretones producidos por los golpes y pequeños cortes que tenía la ingeniera. Le tomó el rostro entre las manos con delicadeza y la observó con detenimiento, no faltaba nada. Los ojos llenos de amor y compasión de Cacho fueron demasiado para Laura. Lo abrazó con fuerzas, quería besarlo y decirle que no se preocupara, pero no podía arriesgarse, tenía dudas y sabía que él también. Eso no quitaba que se amaran en silencio, aunque doliera.

—No puedo, Cacho.

—¿No podés «qué»? —susurró el otro, acariciándole el cabello con delicadeza.

—No sé cómo voy a vivir si el resultado sale positivo.

—No pensés en eso. Vos sos fuerte, muy fuerte.

—Quiero que me prometas algo —dijo Laura, retirándose un poco y mirando a Cacho a los ojos.

—No me gusta prometer sin saber qué es.

—Si el resultado sale positivo... quiero que uses la Mirada por última vez conmigo. No quiero recordarte.

Cacho guardó silencio un instante, usó la Mirada y observó el torbellino de emociones que envolvía a su amada. Era una miríada de colores, desde los hermosos hasta los más horrendos y suicidas. Tomó una decisión.

—Lo voy a hacer. Te lo prometo. Pero ya te dije que con vos y Sofía, por algún motivo que desconozco, siempre terminan recordando algo o tienen una sospecha.

—No me importa. No quiero saber la verdad. A la sospecha me puedo reponer. Toda mi vida sospeché que algo raro ocurría con mi pasado —dijo Laura, recordando la historia de Leonor.

—Quisiera recordarte de esa época. Sabría si de verdad somos...

—No lo digás. Es como llamar a la desgracia. Yo sé que estuviste, y que me sacaste de un lugar terrible. Nunca voy a poder agradecerte. Y ahora, además voy a dejarte solo con todo esto, si yo lo olvido.

—No te preocupés, en unos años más ya no voy a recordarte tampoco. El tapao me roba todo lo hermoso de mi vida —dijo Cacho, aunque no estaba seguro cuanto demoraría en olvidar a esa mujer. Sentía que estaban unidos por más que una circunstancia de la vida, y no creía en las casualidades.

—¿Ya terminaron, tortolitos? —preguntó Sofía, con sorna pero también con un toque de sana envidia.

—Sí, claro —contestó Cacho, separándose aunque no quisiera, del abrazo de Laura.

Tomó el Contrato de las manos de la ingeniera. Lo recorrió un estremecimiento parecido al que sintió cuando atravesó la puerta de la Salamanca. El objeto zumbaba con ritmo constante, era suave al tacto, tibio, como piel de algún tipo, aunque el aspecto era de una roca extraña. Un conocimiento atávico le indicó muchas cosas incomprensibles, era como si algo inhumano le hablara a su mente en un idioma que no entendía pero comprendía de forma instintiva. Desconcertante.

—¿Qué pasa? —dijo Armando. Se había acercado, respiraba con dificultad, parecía más gordo que antes de la batalla.

—Esta cosa... me habla.

—¿Y qué te dice? —preguntó Armando, con gesto de sorpresa. Las mujeres estaban igual.

—Cosas horribles —contestó Cacho, entrecerró los ojos, preso de gran concentración—. Me amenaza. Pero en realidad tiene... miedo.

—Lo que nos faltaba —bufó el profesor—. Una piedra con miedo.

—No saben nada —se mofó Estévez, arrodillado a unos metros, la cara desfigurada por el dolor. Había logrado vendarse la mano recurriendo a una de las mangas de su mameluco. No era sorprendente. Después de todo era el jefe de la brigada de emergencias, sabía ocuparse de esas cosas.

Cacho y Armando leyeron las intenciones de Estévez. Eran un remolino de venganza, de traición y regocijo. Nunca antes habían podido leer así al jefe de los brigadistas. Las veces que Esquina lo hizo, siempre veía lascivia y banalidad, nada peligroso. Era claro que el Contrato lo ocultaba.

«¿Será posible? ¿Este Contrato tiene que ver con el Tapao?» reflexionó Cacho, pero mantuvo sus sospechas ocultas a los demás. No quería alarmarlos en exceso. La piedra extraña seguía enviándole imágenes de muerte y destrucción. Observó a Goyo, Aldo, la niña y su bebé asesinados de forma brutal.

—¡Vamos! ¡Rápido! ¡Hay que ir al hoyo! —ordenó a los demás— ¡Llevemos a ese hijo de puta de Estévez! ¡Algo hizo!

Ni siquiera cuestionaron la orden. Hasta ahora Juan Esquina los había guiado por buen camino, siempre un paso adelante. Entre él y Sofía ataron a la espalda las manos de Estévez con un grueso precinto, que le arrancó un grito de dolor porque se incrustó en la muñeca herida. A empujones y patadas lo subieron a la caja de la camioneta de la policía, donde además le precintaron los tobillos, inmovilizándolo casi por completo.

Partieron a toda velocidad, Cacho al volante porque conocía mejor la zona. Sofía de acompañante, recargando como podía la escopeta y su pistola reglamentaria. Armando y Laura en el asiento trasero, agarrados de lo que pudieran porque el vehículo saltaba con violencia a campo traviesa, cruzando el cañaveral para acortar camino.

Aldo terminó de vaciar la sexta lata de combustible en el hoyo, ya había arrojado veinte grandes atados de cañas secas. El pozo era profundo, apenas sintió un ruido lejano cuando los manojos golpeaban el fondo. No sabía si alcanzaría, pero quedaba mucho material alrededor para abonar al fuego si es que hacía falta.

Las luces y el ruido de un vehículo llamaron su atención y por precaución, corrió a esconderse. Pero el motor se detuvo y los faros se apagaron. Al poco rato vio aparecer en el claro al enfermero Vélez, acompañado de la niña de su pueblo con el bebé en brazos.

—¡Aldo! ¿Estás ahí? —llamó Goyo, un poco afligido. El nuevo chamán salió de su escondite al encuentro de los recién llegados.

—Estoy.

—Le están dando duro al Familiar —comentó con alegría Goyo—, tal vez no sea necesaria la trampa.

—Esperemos —musitó el indio, no muy convencido. Cerró los ojos, aspiro profundo y aguzó su percepción; los disparos y gritos eran cada vez más espaciados, de a poco se estaban apagando—. Preparemos todo... por si acaso.

Gregorio Vélez también escuchó los ruidos de la pelea apagarse. Rogó que los demás estuvieran vivos, pero no había tiempo que perder. Si los otros fallaban, solo quedaba la opción de Aldo. Pero sería muy difícil si Estévez no le ordenaba al Familiar quedarse dentro del hoyo.

Colocaron a la niña con el bebé a unos metros del borde del gran pozo, opuesto a la dirección de donde tendría que venir el Familiar. Aldo la empapó con una pócima que Pascual le había enseñado a preparar, en teoría espantaba a los malos espíritus, en la práctica tenía un olor tan espantoso y una consistencia tan viscosa que repelía hasta los insectos más voraces. El bebé estalló en un llanto dramático cuando sintió el hediondo ungüento por todas partes.

El chamán revisó por tercera vez los dibujos y amuletos que había distribuido alrededor del claro, estaban en orden. Pero igual no estaba tranquilo. Pascual le enseñó los rituales a la perfección, pero dependía mucho de la confianza del que ejecutaba el rito. Si Aldo creía, las cosas ocurrían, siempre había sido así. Pero usualmente tenía tiempo de practicar hasta dominar, esta sería la primera vez. Tenía que repetir la maniobra de Pascual en la Iglesia para inmovilizar al Familiar. En teoría, el efecto sería más poderoso porque estaban en plena naturaleza, y el Padre del Monte respondería mejor fuera de la casa del nazareno.

Los sonidos de gritos y disparos ya se habían apagado hacía unos minutos. Aldo percibió el cambio en el aire. Era distinto, más pesado y también dulce, pero muy sutil. Si no estuviera entrenado, seguro no lo habría notado. Le hizo señas al enfermero, que armado con un machete, esperó utilizando su propio cuerpo como escudo para la niña y el bebé, que no paraba de llorar por la hediondez de la pócima del chamán. A decir verdad, a Goyo le saltaban las lágrimas también por el fuerte olor.

El aire negro atravesó el cañaveral a toda velocidad, ingresó al claro casi con furia, chorreaba una cosa viscosa y negra que dejó manchadas todas las cañas por donde pasó. El viento silbó una voz inhumana que clamaba «Muerte... Muerte... Muerte». El Familiar se abalanzó sobre Goyo, que cerró los ojos y puso los brazos delante en un fútil pero instintivo intento de protegerse. La bestia pasó por encima del hoyo que era su madriguera y sintió el grito de Aldo a sus espaldas. Era una orden en el antiguo idioma indígena. Las zarzas parecieron cobrar movimiento, o crecer de golpe enredando a la criatura aunque fuera intangible.

¡Padre del Monte! ¡Detén esta abominación a tu reino! ¡No te olvides de tu pueblo! —cantó en chorote Aldo, con vehemencia, la mano derecha clavada como una garra en el suelo y el dorso de la mano izquierda sobre su frente, con la palma apuntando al objetivo.

El Familiar se retorció con salvajismo. Su habilidad intangible se anulaba por fracción de segundos mostrando su verdadera naturaleza detrás del aire negro. La pequeña madre chilló horrorizada cuando vio la criatura.

—¡Está funcionando! ¡Está funcionando! —festejó Goyo.

—¡El fuego! —pidió Aldo, desesperado. Pero eso rompió un poco su concentración.

Eso fue suficiente para que el Familiar zafe un poco su monstruosa cabeza. El mordiscón le agarró la cabeza y los hombros al enfermero, lo zamarreó en el aire con furia hasta cortarlo a la altura del pecho. El resto del cuerpo y los brazos seccionados cayeron desparramados alrededor del claro, una nube carmesí tiño el cañaveral próximo.

Aldo redobló sus esfuerzos, que ya no eran muchos. Estaba bañado en sudor frío, el lacio pelo negro pegado a la frente y los costados. Sin dejar de cantar, le hizo señas con la cabeza a la niña-madre, que a pesar de estar aterrada huyó cañaveral adentro. El joven chamán no sabía cuánto resistiría el embate del Familiar, pero haría lo posible por darle tiempo suficiente a que los demás lleguen. No sabía si alguien hubiera sobrevivido. Pero Aldo Padilla, era testarudo, no se rendiría jamás.

Demoraron cinco minutos frenéticos en llegar al claro. Cacho siguió el reguero de sangre del Familiar a través de las cañas y eso hizo las cosas más fáciles. Se detuvieron detrás de la ambulancia y bajaron a toda velocidad. Apenas entraron al claro vieron al Familiar que estaba luchando por zafarse, y casi lo lograba. Aunque todos veían solo un aire negro agitarse, Armando y Cacho podían ver la cola prensil de la bestia que se agitaba con fuerza, cada vez más cerca de la cabeza de Aldo; si lo golpeaba era muerte segura. Pero el chamán seguía concentrado, tratando estoico de cumplir su cometido.

Esquina se plantó al borde del claro y comenzó con la canción de Belinin. Las ondas de choque hicieron retroceder a la bestia y reforzó el ritual de Aldo, que estaba al borde del desmayo. El Familiar comenzó a meterse dentro del hoyo, a la fuerza, para escapar del aprisionamiento al que se veía sometido. Y eso era lo que ellos estaban esperando.

Sofía juntó algunas cañas secas, las empapó con alcohol del botiquín de la ambulancia, y las encendió en una antorcha improvisada. Se acercó con cuidado al hoyo, a prudente distancia porque la mitad superior del Familiar todavía se asomaba y debatía. El aire negro que ella veía dos veces le pasó cerca.

—No... puedo... más —musitó Aldo con voz que se apagaba, antes de desmayarse.

El Familiar se sintió libre, aunque todavía lo golpeaba el canto de Belinin de Cacho. Se agitó para escapar o cercenar los cuerpos de todos los que estuvieran cerca. Sofía arrojó la antorcha pero rebotó y quedó cerca del borde del hoyo. Se descolgó la escopeta del hombro y disparó, sin mucho éxito pero al menos molestaba a la criatura. Tenía que acercarse para empujar la antorcha. La bestia arrojo un zarpazo mortal, que la policía logró esquivar a duras penas saltando hacia atrás y cayendo al piso, pero la garra destrozó su escopeta. La cabeza de la criatura avanzó sobre Sofía pero un golpe del canto de Belinin la hizo retroceder, volvió a intentar, enloquecida por la furia. La policía, sentada en el piso, desenfundó su arma reglamentaria y disparó a la cabeza de su objetivo hasta agotar el cargador, pero era inútil, cerró los ojos esperando el final.

La llamarada de tres metros que salió de la madriguera fue casi una explosión, pero sin sonido. El Familiar chilló enloquecido, otros tres golpes de la canción de Belinin lo empujaron más adentro del hoyo. Laura se alejaba arrastrándose del lugar después de haber empujado la antorcha, aprovechando la distracción de la criatura.

—¡Sí! ¡Por fin! —gritó Sofía, pero observó que algo no andaba bien.

—¡No se quema del todo! —exclamó Laura desde el otro lado, también preocupada.

—¡Armando! ¡El conjuro de Júpiter! —pidió Cacho tratando de no romper su concentración. Pero en ese momento se dio cuenta de lo que ocurría.

El viejo profesor estaba arrodillado delante de un cuerpo ensangrentado, sin cabeza ni brazos. El pantalón y los zapatos eran inconfundibles. Cacho sintió la culpa atravesarlo de parte a parte, Gregorio Vélez estaba muerto.

—No puedo... ya no puedo —contestó Armando, la voz quebrada.

A Cacho no le quedaba más remedio que seguir sus instintos. Era una jugada arriesgada, y no entendía bien por qué su mente procesaba así la información que tenía. Debía indicarle a alguna de las dos mujeres que hicieran lo que les pedía, sin solicitar explicaciones. No podía hablar mucho o rompería el canto de Belinin y estarían todos muertos. Esquina sacó del bolsillo el Contrato y se lo arrojó a Sofía con una sola palabra: destrúyelo.

La policía no perdió el tiempo, atajó la extraña piedra en el aire. Recargó una bala en la recámara de su pistola y le disparó a quemarropa. El Contrato se partió en varios pedazos con un destello verdoso.

El Familiar se materializó por completo. Las llamas envolvieron su cuerpo peludo hasta la cabeza. Era una antorcha en forma de serpiente gigantesca que se removía mientras el fuego lo devoraba con avidez. Los gemidos lastimeros de la bestia duraron casi un minuto, hasta que quedó quieta y comenzó a hundirse en el hoyo hasta desaparecer. Un hedor acre y dulzón a carne quemada inundó las fosas nasales de todos, era el olor de la victoria. Habían vencido al Familiar.

Desde el cañaveral, sintieron aplausos.

—¡Bravo! —dijo el gaucho, saliendo de entre las cañas— ¡Espectacular! ¡Fabuloso! —sonreía de manera inquietante.

—¡Te conozco! ¡Vos...! —comenzó Sofía, alarmada. Pero un movimiento de la mano del gaucho, la inmovilizó por completo. De una forma muy similar a como lo había hecho Cacho cuando le revelaron la Mirada. Pero esto se sentía diferente, más invasivo.

—Sí, querida. Claro que nos conocemos —dijo el gaucho—, casi todos acá nos conocemos —agregó, pero esta vez su aspecto era el de un hombre alto, de largo cabello negro y muy apuesto; después volvió a cambiar a un aspecto calvo, sin cejas ni pestañas de ningún tipo, los ojos amarillos como gato.

—¿Quién es? —preguntó Laura, sobrecogida por la presencia del ser. Cacho le hizo señas que se fuera del lugar, pero no hablaba.

—Ah, caramba. ¡No lo puedo creer! ¡Esto sí que es una sorpresa! ¡Una de mis pertenencias robadas hace tanto tiempo! ¿Dónde estás?

—¿De qué habla? —dijo Laura, susurrando. Se había acercado a Cacho y le tomaba la mano, con miedo.

—Cacho... Armando... dejemos de jugar a las escondidas. Sé que están aquí. Y también uno de mis juguetes perdidos. Sorprendente. Voy a tener que pedir ayuda.

La Cosa que no es Hombre se deslizó sobre el suelo, como si no lo tocara, pasó por el lado de Cacho y Laura sin verlos. Armando estaba de piedra. Aldo estaba despertando cuando apareció y se quedó inmóvil, observando.

Un grito despavorido se sintió en la camioneta de la policía, un golpe seco, como de algo voluminoso arrojado al piso. La Cosa volvió al centro del claro arrastrando a Estévez de la cabeza, dos dedos incrustados en la base del cráneo. El jefe de los brigadistas pataleaba espasmódicamente, como si no tuviera control de sus extremidades. La criatura hizo una pantomima de sentarse en el aire, y colocó a Estévez sentado sobre sus rodillas, como un muñeco de ventrílocuo. La cara de Enrique era algo indescriptible, dolor y locura.

—Cerdito, cerdito, ¿quién fue el más puerquito? —canturreó la Cosa, clavándole las garras en la columna a Estévez que gritó hasta que casi se le salió la garganta— Enrique, querido, te has portado mal. Te advertí que no quisieras matar a Cacho. ¿Qué dije sobre eso?

—Que no habría tercera —gimoteó Estévez, que lo único que podía hacer era mover la boca y los ojos.

—Me imagino que querrás resarcirte a mi ojos —tentó la Cosa, con su voz melodiosa y cruel.

—¡Lo que sea! ¡Lo que sea! —rogó Estévez.

—¿Quién está con Cacho y Armando? ¿Es una mujer de unos... veintinueve o treinta años? Describímela —pidió el Adversario, y Estévez no dudó. Lo hizo con lujo de detalles. Cacho y Armando cayeron en la cuenta que por algún motivo, la Cosa no podía ver a Laura.

—Ella y la policía de ahí son las únicas que no cayeron. ¿Por qué? Vos me prometiste. Era el trato que teníamos.

—Silencio —dijo la Cosa, le incrustó sin esfuerzo la mano en el cráneo y le arrancó la mandíbula hasta sacarla por la nuca. El sonido fue indescriptible. Estévez no llegó a gritar antes de estar muerto a los pies de su asesino.

Armando vomitó, y los otros estuvieron a punto de hacer lo mismo, o desmayarse de la impresión. La Cosa se desplazó a toda velocidad hacia el profesor, con un dedo largo y lleno de sangre probó el vómito, degustando con placer.

—Armando, Armandito. Siempre tan débil. ¿Ya le contaste a Cacho de tu trato conmigo? ¿O le cuento yo?

El profesor se quedó pálido, inmóvil. Miró a Cacho no sabiendo qué explicar.

—Tu amigo Armando hizo un trato conmigo, hace muchos años. Yo lo salvaba de morir y él me debía un favor. ¿A que no adivinás cuál fue ese favor?

—Basta —dijo Armando. La Cosa siguió el origen de la voz hasta quedar frente al profesor, tanteó el aire hasta que tocó su cabeza. Lo acarició de forma espeluznante.

—Basta nada. Fue tu mejor momento. Una pena que después me traicionaras.

—Basta, tu problema es conmigo, no con Cacho —siguió Armando, muerto de miedo pero decidido.

—A mí me parece que preferís morir antes que Cacho sepa que los entregaste a todos en El Zorrito ¿o me equivoco? —terminó la Cosa, agregando al final una risa inhumana.

—¿Es cierto, Armando? —preguntó Cacho, hablando por primera vez. La Cosa se acercó volando hasta quedar frente a Cacho, también tanteó al aire hasta encontrar la cabeza, se estremeció de placer.

—Claro que es cierto. Ese día maravilloso me iba a cobrar un favor y también una retribución. El favor de Armando, y lo otro con vos Cacho.

—¿De qué mierda estás hablando? —preguntó fastidiado Esquina, pero haciendo señas a Laura que se alejara.

—Vos no te acordás. Pero ya nos conocíamos de hace mucho tiempo. Vos y tus amigos me robaron algo preciado. ¡Oh hermosa casualidad! Según Estévez está acá con nosotros.

—No sé de qué estás hablando —replicó Cacho, temiendo no solo por su seguridad, sino por la de Laura. No entendía, pero intuía que la Cosa estaba diciendo la verdad.

—Qué curioso. Siento unas asquerosas oleadas de amor de tu parte para con mi objeto robado —dijo la Cosa, y Cacho trató de bloquear toda emoción aunque sabía que era imposible—. Te lo dije Cacho, cuando me estabas hundiendo en la casa de mis enemigos. ¡Nunca podrías amar a nadie de nuevo!

—¿Qué querés? Dejanos en paz —se rindió Cacho, tenía que negociar de alguna forma.

—Quiero lo que es mío. Eso que robaste de El Zorrito. El tuyo y el de Armando...

El Adversario notó el movimiento a sus espaldas, no pudo verlo pero vio el cañaveral moverse, y pasos alejarse. Se rió a carcajadas. Armando había aprovechado la ocasión para escapar.

—Parece que tu amigo el Profesor decidió entregarte y salvarse. Muy propio de él.

—Querés el tapao. Ya lo sé. Pero no entiendo cómo puedo dártelo.

—Hay unas palabras para liberarlo.

—Tengo una sola condición —anunció Cacho—. Laura y Sofía salen de acá sin que las mates.

—¡Cacho, no! —gritó Laura. La Cosa se desplazó hacia ella, husmeó el aire con una sonrisa casi orgásmica.

—Deliciosa. Te ama.

—¡Dejála! Ese el trato. Te doy el tapao. Hacé lo que quieras conmigo, pero a ellas no las tocás —reafirmó Cacho, decidido.

—Ay Cacho, siempre el héroe —se rió la criatura—. Me encantan tu tipo de humanos. Son muy graciosos. Trato hecho.

—Las palabras —pidió Cacho.

La Cosa se las susurró dos o tres veces hasta que logró entenderlas. No estaban en ningún idioma, eran sonidos que parecían palabras, siseos, chasquidos, aspiraciones. Cacho intentó dos veces y falló. A la tercera, algo se agitó en su interior, un dolor intenso le atenazó todo el pecho. Una pelota comenzó a subir por su garganta, hasta que vomitó una esfera de cinco centímetros de diámetro. Era muy parecido al Contrato del Familiar, intrincados dibujos lo decoraban y parecía de piedra pero no lo era.

—¡Ah! ¡Por fin nos vemos de nuevo, Cacho! —dijo la Cosa, levantando el tapao de entre el vómito— La vida te trato mal. Qué feo.

—Cumplí mi parte. Ahora cumplí la tuya —sentenció Cacho un poco aturdido, sus recuerdos estaban volviendo como una catarata incontenible.

—Por supuesto. Soy un ente de palabra, después de todo —hizo una pausa dramática, mientras admiraba el tapao entre sus dedos—. Sofía, matá a la mujer llamada Laura. Gracias.

La policía gritó desesperada que no podía contenerse, levantó la pistola. Cacho saltó para interponerse. El disparo impactó en la garganta de Laura, le atravesó limpiamente el cuello y le seccionó la columna. Cayó al piso como una marioneta que le cortaran los hilos.

—Te dije que no las mataría... yo —se rió la Cosa.

—¡Supay! ¡De acá no salís! —gritó Aldo desde un costado, repitiendo el ritual contra el Familiar.

Cacho sostenía en sus brazos el cuerpo inerte de Laura, todavía tibio. La boca delicada manchada de sangre, las pecas de la nariz brillantes, los ojos almendra ya apagados. Había muerto rápido, y su rictus lo mostraba, era sorpresa pura, incredulidad. El hombre que la amó, sollozaba como un niño, presionándola contra el pecho, inconsolable.

Sofía llegó trastabillando, también incrédula ante lo sucedido. El ataque de Aldo la había liberado de lo que fuera que la Cosa le había hecho. Se arrodilló al lado de los otros, tiró la pistola lejos, quiso tocar el cuerpo de su amiga, pero Cacho le sacó la mano con violencia.

—¡Andáte! —le gritó— ¡Andáte que acá no quedará nada vivo!

La Cosa avanzaba con dificultad, rompiendo las zarzas que Aldo convocaba de forma espiritual. Para el Adversario no era una amenaza, apenas una molestia. Ya había cumplido dos de sus cometidos, estaba rebosando felicidad. El tapao estaba en su poder, su objeto perdido muerto, y próximamente liquidaría de forma muy lenta a Cacho Esquina. Nada podía estar mejor.

Cuando el chamán supo que ya no podía contenerlo, trató de escapar corriendo, pero la Cosa estiró uno de sus largos brazos y le hizo profundos cortes detrás de las rodillas. Aldo cayó al piso gritando y maldiciendo. Era el fin para él.

—Delicioso —comentó como al pasar la Cosa, acercándose al chamán.

—¡Deliciosa es la paliza que te voy a dar! —gritó Cacho desde el centro del claro, estaba cubierto por la sangre de Laura.

El Adversario lo miró con diversión, pero había algo en él que lo hacía dudar. Descartó al chamán, era un premio menor. Se deslizó sonriendo hacia Juan Esquina, los brazos abiertos con las garras preparadas para destrozarlo. De pronto, Cacho cayó de rodillas, incrustó ambas manos en el suelo y gritó, las vibraciones de su voz agitaron el cañaveral alrededor con un tamborileo ensordecedor.

—¡Kernunnos! ¡Padre del Monte! ¡Señor de las Bestias! ¡Protector mío! ¡Yo, Cacho, te invoco en mi hora de la muerte! ¡Así sea!

La Cosa se paró en seco. Aterrada. Algo monstruoso rugió en el monte cercano, las cañas se abrieron en un surco amplio y un ser primigenio, parte barro, árbol y animal, lo atravesó a toda velocidad, desplazándose en cuatro patas. Embistió al Adversario de lleno y lo derribó. El primordial se erigió en las dos patas traseras, levantando las delanteras para caer en un golpe demoledor, así erguido superaba los cinco metros de altura. La Cosa gritó horrorizada. El sonido de las patas al aplastar fue como una trituradora, que ahogó los gritos de su presa en una marea de sangre negra. Al cabo de diez golpes similares, en el piso solo quedó una pasta irreconocible, como aceite mezclado con trozos de carne blanca.

El primigenio observó a Cacho un momento, como entendiendo o aprobando. Después desapareció por el mismo lugar que había llegado, y con igual rapidez.

Cacho se acercó al puré de espanto que había sido su enemigo. Rebuscó con el pie hasta que encontró lo que buscaba. Levantó el tapao y lo guardó. Caminó hasta el cuerpo de Laura, y siguió llorando hasta el amanecer.

Ahora lo recordaba... todo.

FIN

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