Otra reunión

Decir que Rincón Quemado fue un hervidero de actividad, histeria colectiva, y miedo atávico en los días siguientes al festival, es casi un eufemismo. La novedad llegó hasta las noticias nacionales, y más de un equipo de televisión e incontables streamers viajaron hasta el pueblo o sus aledaños. Todos haciendo las mismas preguntas, filmando los mismos lugares, recabando las mismas entrevistas, y así hasta el hartazgo. Pero al menos los habitantes estaban haciendo una buena cantidad de dinero con todo el movimiento turístico. Por ejemplo, doña Jimena, la dueña de la única pensión del pueblo, recaudó tanto con las visitas como para dejar de trabajar cinco años. Así que, muchos trataron de prolongar lo más posible la bonanza inventando historias inverosímiles. Pero como todo en el mundo súper conectado del siglo XXI, fue una fama efímera, a las dos semanas ya nadie se acordaba del hecho. Excepto Juan Esquina.

Esa noche fatídica había perdido el conocimiento, lo encontraron al amanecer del otro día y gracias a que Armando, disimuladamente se había unido al equipo de rastrillaje que había salido a buscarlos. Usando la Mirada, el profesor dio rápidamente con el paradero de Cacho y Estévez. Los dos estaban en muy malas condiciones. Esquina estuvo en coma farmacológico casi dos días, y Estévez estuvo al borde de la muerte por unas laceraciones profundas en el tórax, había perdido mucha sangre. Ambos estaban bajo investigación por la muerte del vecino mutilado en su casa, pero no había suficientes pruebas ni testimonios para que estén en prisión preventiva. De hecho, la esposa de la víctima había sido ingresada a un hospicio psiquiátrico porque aseguraba que una criatura demoníaca había asesinado a su marido. El ayudante de Estévez no estaba en mejores condiciones, el ingenio le había dado licencia médica por tiempo indeterminado. Todo indicaba que como tantos otros casos de asesinatos y desapariciones, éste también terminaría archivado en algún cajón oscuro de un juzgado al que poco le interesaba la verdad. Aunque en este caso, tampoco es que pudieran descubrirla.

Al cabo de diez días Cacho pudo salir del hospital en la ciudad capital y reincorporarse al trabajo. Armando había estado a su lado todo el tiempo de convalecencia, habían hablado mucho sobre lo ocurrido y sobre lo que tendrían que hacer a continuación. Armaron un plan arriesgado pero era la única forma de hacerlo. La otra opción era huir y dejar a todas las personas a merced de algo que no podían combatir, esa era la preferida de Armando. Pero Cacho no estaba dispuesto a ceder tan fácilmente, en los últimos años el ingenio se había convertido en su única vida y familia. Era algo en lo que podía concentrarse sin arriesgar lo que en verdad le importaba. Pero ahora también había personas que le importaban en el ingenio, no tenía salida.

—¿No vas a preguntar? —dijo Armando, casi como al pasar. Ambos viajaban en el autobús que los llevaría de regreso a Rincón Quemado.

—¿Qué cosa? —respondió Cacho, pero se conocían demasiado bien con el profesor.

—Estuvo los primeros dos días. Cuando estabas en coma.

—¿Quién?

—Ya sabés quién. La otra también vino, el segundo día estuvieron un rato y se fueron juntas —el profesor sonreía, casi divertido. Por un momento Cacho volvía a ser ese muchacho de mirada pícara que había conocido hace tantos años.

—¿Y cómo está la policía?

—No tuvo secuelas físicas permanentes. Si es lo que preguntás.

—No es lo que pregunto.

—Tiene una voluntad fuerte, no creo que podamos usar muchas veces más la Mirada en ella —acotó el profesor con cierta resignación—. La ingeniera tiene un... algo. No sé explicarlo.

—Un "algo" viejo —completó Cacho, para sorpresa de Armando.

—Exacto. Nunca mejor dicho ¿También lo percibiste?

—Sí, es fuerte. Y de alguna manera, lo siento muy personal.

—¿Personal? —dijo Armando levantando una ceja con franca curiosidad.

—No puedo explicarlo —contestó Cacho, con los ojos entrecerrados por el esfuerzo de encontrar algo en su memoria que estaba perdido—. Tengo la impresión que ya nos conocíamos.

—¿Antes de El Zorrito? —preguntó Armando un poco preocupado.

—Probablemente, no estoy seguro. Mi memoria de todo lo anterior a la expedición es una bruma espesa. Tengo fragmentos aislados, pero poco más.

—Es curioso cómo nos afectó de distinta forma —acotó el profesor, tocándose algo jocosamente la enorme barriga. Cacho sonrió por compromiso.

—Fuimos unos idiotas.

—Idiotas con suerte —replicó Armando, y al ver que su antiguo se desmoronaba le aplicó un suave empujón con la Mirada—. Nunca lo olvidés. En honor a ellos. Idiotas con suerte.

—Tal vez —dudó Cacho, con el rostro apesadumbrado—. Tenemos que decirles. Ya no podemos seguir usando la Mirada, es demasiado riesgo.

—Espero que no nos estemos equivocando —agregó Armando con genuina preocupación—. Ya viste como reaccionó Goyo cuando le dijimos. Por suerte después entendió, pero lo noto en su mirada... nos teme.

—¿No nos temerías también? —reflexionó Cacho. Armando no contestó, solo se limitó a sonreír amargamente.

Cacho se acomodó en su asiento y trató de dormirlo que restaba del camino. Como siempre, el aire acondicionado no funcionaba yhacía un calor insoportable en el autobús. Más de una vez, tanto el profesorcomo el pupilo pensaron que aquello era muy apropiado para el infierno.

Laura se sirvió el tercer café en menos de dos horas. Por algún motivo la espera la tenía inquieta, el tono ominoso de Juan Esquina cuando hablaron en su oficina del taller, le decía que se trataba de algo muy serio. Quería una reunión esa misma noche en la casa que le había asignado el ingenio a la ingeniera, después de todo vivía sola y el lugar era espacioso. Además le había pedido expresamente que invitara a Sofía Bonelli. La cita estaba pactada para las diez de la noche, pero Laura no podía dejar de pensar en la razón de la reunión. Chequeaba incansablemente su teléfono celular por si había algún mensaje, hasta había comprado un paquete de cigarrillos y fumaba sin parar. Ya no pensaba demasiado en la frustración que le causaba haber recaído en el vicio que tanto le había costado dejar.

El timbre la sacó de su ensimismamiento. Casi corrió a la puerta. Era Sofía que todavía usaba su uniforme de trabajo y bastante agitada. La policía entró a la casa y cerraron la puerta. Se saludaron con un breve abrazo y un beso en la mejilla.

—Amiga... —dijo la policía— ¿todavía no llegaron los demás?

—No —contestó la otra con cierta impaciencia—. Pero deben estar al llegar ¿Seguís de servicio?

—No, pero no tenía tiempo de cambiarme si quería llegar a tiempo —respondió Sofía y después con una sonrisa—. Además tuve que pedir "prestada" otra bicicleta para llegar. Por suerte el camino no estaba con barro en esta oportunidad.

—A este paso vas a tener que comprarte una —agregó con un poco de humor Laura.

—En todo caso un auto. Pero el ejercicio no me viene mal tampoco.

El timbre sonó de nuevo y ambas se miraron un instante, por sus ojos se cruzaban miles de incógnitas que esperaban se pudieran aclarar esa noche. Cacho Esquina había dejado bien en claro en las últimas semanas que sabía mucho más de lo que decía. Laura abrió la puerta. Cacho, Armando y Goyo entraron con sus semblantes sombríos como pocas veces, apenas se limitaron a saludos de rigor. Pasaron a la cocina y la ingeniera sirvió café para todos, el cuarto para ella. Cacho se aclaró la garganta después del primer sorbo.

—Tenemos que hablar —comenzó—. Y probablemente no nos crean absolutamente nada de lo que digamos.

—Siempre supe que ocultabas algo —sentenció Sofía, sin sacarle la vista de encima y removiendo su pocillo de café con una cucharilla.

—No es lo que creen —intervino Armando con su mejor voz de académico. La policía lo fulminó con la mirada.

—¿Y qué es lo que creemos? Señor... ¿Lafuente? —indagó Sofía. Estaba en modo interrogación policíaca de nuevo. El profesor sonrió con compasión.

—No tenemos absolutamente nada que ver con el asesinato del pueblo —contestó Armando.

—Ni con el asesinato de los camioneros —terminó Cacho, dando otro sorbo a su café. Sofía y Laura lo miraron con incomprensión.

—¿Qué asesinatos? —inquirió Laura— ¿Los accidentes?

—No fueron accidentes... ninguno —sentenció Cacho, y denotaba absoluta seguridad en sus palabras. Sofía bufó con sorna, golpeando suavemente la mesa de la cocina con el puño.

—¡Lo sabía, carajo! ¡Lo sabía! —exclamó casi con deleite.

—No te emocionés tanto —tranquilizó Cacho—. No podés demostrar ninguno. Ningún fiscal o juez podría sentenciar a nadie.

—Siempre hay algo —sentenció Sofía, que creía sinceramente en su habilidad como policía. Pero Laura había escuchado y observado en silencio.

—¿Por qué no? —preguntó, con cierto temor.

—Hay cosas que la mayoría de las personas... ignoran —contestó Cacho, como luchando consigo mismo, o tal vez trataba de encontrar las palabras adecuadas—. Y en general es mejor que sea así.

—¿Qué cosas? ¿De qué mierda estás hablando Cacho? —preguntó Sofía levantándose de su silla.

—Sentáte —ordenó Cacho usando la Mirada en modo coercitivo. La policía sintió que la atravesaban con los ojos, era como si unos dedos invisibles la manipularan. Sus rodillas se aflojaron y cayó sentada de nuevo. Trató de pararse inmediatamente, pero le era imposible. Cacho seguía mirándola de una forma extraña, con los dedos de su mano izquierda en forma de garra sobre la mesa, su cara era un rictus de esfuerzo y dolor.

—Basta, Cacho —dijo Armando poniéndole una mano en el hombro.

—¡Qué mierda es esto! —exclamó Sofía con terror, quería buscar su arma en el cinturón pero sus manos y brazos se negaban a obedecerle.

—Es lo que tratamos de explicarles —respondió Armando—. Por favor, oficial, no saque su arma y déjenos explicar todo —luego se giró hacia Esquina con más aflicción que enojo—. ¡Basta Cacho, basta!

—Quiere sacar su arma —contestó Cacho con tremendo esfuerzo.

—No lo hará —intervino Laura, no entendía qué bien que pasaba pero comenzaba a imaginarlo, aunque fuera completamente descabellado—. Sofía... por favor, no —suplicó la ingeniera. La policía pensó unos segundos y asintió con la cabeza como pudo, también le costaba un enorme esfuerzo moverse. De repente fue como si le quitaran un enorme peso de encima, pudo controlar sus movimientos de nuevo. Pero como había estado luchando contra lo que la aprisionaba, salió despedida hacia atrás cayéndose de la silla.

—¿¡Qué fue eso!? —exclamó la policía incorporándose de un salto, pero ya nadie le prestaba atención. Juan Esquina estaba desmayado sobre la mesa, el café caliente mojándole la cara cenicienta.

—¡Goyo! Que descanse en una cama un tiempo —pidió Armando, pero ni falta que hacía, el enfermero Vélez ya lo estaba levantando y lo llevaba arrastrando para una de las habitaciones. Laura estaba petrificada pero ya se estaba recomponiendo.

—Hay dos habitaciones vacías con camas —sugirió. El enfermero asintió con una sonrisa que trataba infructuosamente de generar tranquilidad.

—¿Qué le pasó? —preguntó Sofía, todavía estaba enojada pero también intrigada y aterrada.

—Se sobrecargó... o algo así —respondió Armando, tampoco encontraba muy bien las palabras.

—¿Se va a recuperar? —preguntó Laura con sincera preocupación.

—Mejorará —dijo Armando con una sonrisa triste.

—Eso no es lo que pregunté.

—Lo sé —contestó Armando, se pasó una mano regordeta por los escasos cabellos—. Pero entenderán mejor cuando les cuente algunas cosas.

—Muero de ganas —dijo Sofía sin ningún humor. Las dos mujeres se acomodaron en sus sillas y esperaron con atención el relato del profesor.

—¿Escucharon hablar de la Tragedia de El Zorrito?

Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top