Miseria

El poblado de los trabajadores de la zafra no tenía nombre oficial, los dueños y directivos del ingenio nunca consideraron que hiciera falta, después de todo estaba dentro de sus tierras. Pero los pobladores de Rincón Quemado y los mismos zafreros lo habían nombrado Villa Azúcar, con mucho cariño unos y con igual desprecio otros.

Laura no esperaba mucho de Villa Azúcar, había sentido comentarios poco agradables entre los trabajadores del ingenio sobre frecuentar a mujeres "baratas" o "sucias", también escuchó sobre latrocinio y adicciones. Sabía que era un lugar asociado con la marginalidad y la pobreza, había lugares así en todas las ciudades, pero no estaba preparada para lo que vio cuando llegó al lugar con Cacho.

El lugar era mucho más grande de lo que pensaba, pero chato y sin más color que el de las ropas tendidas a secar en sogas, delante de las viviendas. Estas eran apenas una sucesión de cabinas de adobe con techo de paja, diez por barracón, cinco de cada lado. En total sumaban cincuenta barracas dispuestas prolijamente alrededor de una plaza central que solo tenía un enhiesto y grueso palo negro que ya no se usaba. Las habitaciones —si podía llamárseles así— eran pequeñas y con pisos de tierra compactada, no tenían electricidad y el suministro de agua era un pozo con una bomba manual que ya necesitaba reemplazo desde hacía cincuenta años. Las letrinas comunales de Villa Azúcar estaban a unos cien metros del poblado, pero aun así el viento ocasionalmente arrojaba un hedor que entumecía los sentidos. Laura dio un respingo involuntario, agradeció mentalmente que al menos la mitad de su cara estaba cubierta por las gafas oscuras de seguridad y el casco blanco. No quería ofender a las personas del lugar.

Habían llegado allí para apoyar en una emergencia médica a Goyo, o esa era la excusa. La noche anterior, cuando ya todos se estaban retirando de la casa de Laura, llegó un llamado desde una de las garitas de seguridad al teléfono del enfermero, un parto difícil en Villa Azúcar. Así que el veterano trabajador de la salud partió raudo a buscar la ambulancia para hacer la asistencia.

Cacho se ofreció a llevar a Sofía y Armando al pueblo, después de todo ambos partirían hacia la capital para buscar información que necesitaban con urgencia. El jefe de seguridad partió con los otros, no sin antes avisarle a Laura que preparara una excusa en el taller para visitar Villa Azúcar, tenían que hablar con el Viejo Pascual. La buscaría al regresar del pueblo.

Por fortuna para Laura, Morales había sido suspendido por el dueño del ingenio, ninguno de los operarios sabía bien por qué, ya que el jefe de mantenimiento era un conocido alcahuete de la patronal. Ante la ausencia de tan desagradable sujeto el departamento quedaba a cargo de ella. Por lo que dispuso las tareas del día, asignó trabajos y prioridades con facilidad, y a los obreros les gustó su manera de expresarse. Se notaba que el ambiente era más relajado para todos. Así que cuando Cacho volvió a buscarla en camioneta, cerca de media mañana, nadie pensó siquiera en cuestionar su ausencia.

—¿Todo en orden? —preguntó Cacho cuando la ingeniera ya había subido y cerrado la puerta del vehículo.

—Sí, vamos. El imbécil de Morales está suspendido, quedé a cargo del departamento hasta que se reincorpore —contestó Laura, con un cierto dejo de alegría poco contenida, hasta dejó escapar una ligera sonrisa. Cacho también sonrió al verla por primera vez un poco alegre.

—Por fin algo de suerte. Ya era hora —comentó Esquina con bastante humor y sin dejar de observar a su compañera. Pero esta cambió de actitud rápidamente al sentirse observada, incómoda.

—¿Vamos o no? —preguntó la ingeniera con ese aire belicoso que la caracterizaba— ¿Qué mira tanto? ¿No estará usando la Mirada conmigo, o sí? —la acusación y el trato más formal que la noche anterior, pareció golpear como un martillo al otro, su actitud alegre desapareció por completo. Arrancó el vehículo y salió sin hacer ningún comentario.

El trayecto fue tenso, Cacho iba mudo, ni siquiera estaba fumando. Tenía los nudillos blancos de la fuerza con que agarraba el volante, la cara era una máscara con una mueca insondable. A Laura le parecía todo demasiado, sabía que estaba mal hacer esos comentarios, pero en ella eran incontrolables. No lo hacía con maldad real, simplemente salían. Más de una vez le habían dicho que era un mecanismo de defensa cuando sentía a alguien acercarse demasiado. Pero en este caso era distinto, porque no sabía si la atracción que había comenzado a sentir por ese hombre tan extraño era real, o inducida por la Mirada. La aterraba pensar que estuviera siendo manipulada sin siquiera saberlo. De alguna forma sentía que debía abordar el tema sin que fuera demasiado evidente.

—Quería preguntarte algo —comenzó Laura, un poco indecisa.

—¿Ya no me tratás de usted? —contestó el otro, un poco con un gruñido.

—Es la costumbre —acusó recibo Laura—, sobre todo cuando estoy trabajando. Trato de mantener las cosas profesionales.

—No —dijo Cacho.

—¿No qué? Si no te pregunté nada —dijo Laura, mirándolo un poco alarmada.

—No uso la Mirada para que te sientas bien —agregó el hombre, de a poco iba relajando el rostro.

—¿Y cómo sabías que iba a preguntar eso? —dijo Laura un poco asustada, realmente la sorprendía a cada instante, era como estar permanentemente bajo la lupa.

—Porque no es así como funciona —aclaró el otro—. Cada vez que la usamos sentimos un dolor inmenso, no es algo agradable —dijo Cacho, y después la miró brevemente con esos ojos pequeños pero tan melancólicos—. Además no necesito la Mirada para saber que estabas contenta, sonreías. Es la primera vez que te veía hacerlo.

La ingeniera se sintió avergonzada por sus recientes acusaciones, pero eran inevitables, todavía no comprendía bien cómo funcionaban los "poderes" de ese hombre. Era la segunda vez que desconfiaba de él, y las dos veces había estado equivocada.

—Perdonáme —dijo Laura en voz muy baja—, es que no sé qué pensar de todo esto. Todo lo que creía del mundo, de repente, se fue a la mierda.

—Fue una linda sonrisa —dijo Cacho, secamente, después encendió la radio y se comunicó con Vélez, dando por terminada la conversación.

Viajaron en silencio lo que quedaba de camino, Villa Azúcar no estaba demasiado lejos de las instalaciones del ingenio, aunque bien oculta para que no se viera la miseria por casualidad. Cacho estacionó la camioneta al lado de la ambulancia, delante de uno de los barracones, y bajó de inmediato. Se colocó su distintivo casco blanco con una franja roja vertical en el frente y avanzó hacia la cabina que tenía muchas personas esperando en la puerta. Laura también descendió, pero se quedó observando el lugar con una mezcla de incredulidad y espanto.

La escena era cuando menos lastimosa, niños escuálidos semi desnudos jugando con perros más escuálidos aun, mujeres jóvenes embarazadas y visiblemente desnutridas, otras vestidas con ropas humildes pero provocativas y pintadas como una puerta; las viejas con las miradas resignadas atendiendo hijos y nietos; hombres jóvenes y viejos reunidos alrededor de mesas plásticas bebiendo alcohol medicinal diluido con algún jugo artificial o gaseosa. Y para darle un mayor efecto a todo, el calor abrasador y las nubes mosquitos que eran endémicas en toda la región.

Algunos niños se acercaron juguetones a Laura, eran unos quince entre varones y mujeres. Le hablaban en algo que parecía tener palabras de español pero era incomprensible por la velocidad a la que lo hacían. Tenían sonrisas impecables en sus caritas marrones con ojos vivaces, sobre todo los varones, a las niñas no se las veía sonreír tanto. Algunas tenían bebés calzados en las caderas, "probablemente hermanitos" pensó y quiso creer Laura, porque ninguna tendría más de trece años. También notó que les faltaban varias piezas dentales y por eso no sonreían tanto como los otros. Se le estrujó el corazón cuando una de las niñas sacó uno de sus breves pechos y comenzó a amamantar el bebé que cargaba.

—Laura... —dijo Cacho, se había acercado sin hacer demasiado ruido, le puso una mano en el hombro con suavidad. Era poco consuelo, pero no podía hacer más para calmar la desazón de la ingeniera. En realidad podría haber usado la Mirada, pero solo sería pan para hoy y hambre para mañana. Hay miserias que es mejor nunca olvidar.

—Sí... ya voy —atinó a murmurar Laura, con apenas un hilo de voz y los ojos acuosos. Se estaba retirando pero mientras, pensaba en mil y una formas de ayudar, no se le ocurría nada. Ni siquiera había tenido la previsión de llevar alimentos, se sentía una estúpida privilegiada. Hizo apenas unos pasos y se detuvo, llamó con señas a la niña que estaba amamantando y le entregó los pocos pesos que tenía en el bolsillo—. Para tu bebé y para vos... leche... comida... —dijo acompañando las palabras con gestos de llevarse algo a la boca. La muchachita resplandeció con una sonrisa que tenía dos agujeros, probablemente debido a la descalcificación, tomó los billetes en un abrir y cerrar de ojos; y salió corriendo a mostrarle a los demás que recibieron el regalo con algarabía inusitada.

—Te entiendo —le dijo Cacho, visiblemente conmovido, aunque para él no era nada nuevo—. Si querés después volvemos con mercaderías, eso es mejor.

—Nunca será suficiente ¿no es así? —dijo Laura, se mordía los labios por la impotencia.

—No, nunca podremos hacer suficiente, está más allá de nuestras posibilidades reales —comentó Cacho con amargura—. Pero igual vale la pena intentarlo.

Ambos guardaron silencio y reanudaron la marcha. Cacho la guió entre la pequeña multitud que bloqueaba el paso a una cabina. Las caras de la gente parecían entre asustadas y fascinadas con lo que fuera que pasaba dentro. Cacho y Laura atravesaron la puerta cortina e ingresaron a la humilde vivienda, inmediatamente los asaltó el olor metálico de la sangre y las heces humanas. Goyo Vélez atendía a una niña tirada en una estera en el piso, la higienizaba mientras controlaba sus signos vitales, ya le había colocado suero de forma intravenosa que colgaba de un clavo en la pared. Adentro había una mujer mayor con un bebé en brazos, todavía guardaba esa rubicundez tan especial que tienen los recién nacidos. Y apoyado en un bastón de caña, contra la pared, estaba el hombre más atemporalmente viejo que Laura hubiera visto en su vida. La cara tenía arrugas marcadas, el dorso de las manos eran una red de oscuras y gruesas venas, los dedos terminaban en filosas y largas uñas negras de suciedad. Llevaba el cabello negro suelto, unas greñas negras con algo de blanco cubiertas por una gorra de visera roja, pero lo que más asustó a Laura fueron los ojos de ese hombre. Tenían algo de bestia peligrosa, negros como el abismo, siniestros sin duda alguna. Sintió que la desvestía con la mirada y por pudor involuntario cruzó un brazo sobre sus pechos y colocó su otra mano sobre el pubis. Cacho se interpuso entre los dos, cortando la situación como si fuera una navaja. Encaró al hombre sin darle la mano.

—Pascual, tenemos que hablar —comenzó Cacho. El indio viejo lo miró con recelo, o tal vez con odio por cortarle el entretenimiento, era difícil saberlo con su falta de expresión.

—Así que el capanga de los blancos se consiguió mujer —dijo el indio, sonriendo con malicia.

—¿Qué sabés del Familiar del ingenio? —preguntó Cacho haciendo caso omiso a la provocación del otro. El viejo chamán cambió inmediatamente la actitud, miró a los ojos al hombre que tenía delante, con desafío.

—¿Qué sabés vos de esas cosas? —respondió Pascual, que no le gustaba el tono del criollo que tenía enfrente. Pero entonces percibió que los ojos de Cacho se tornaban distintos, no cambiaban de color ni de forma, pero las cosas alrededor parecían difuminarse levemente. El viejo chamán ahogó un grito mudo de terror.

—Tenés miedo —dijo Cacho, se tocó levemente el costado izquierdo del torso—. Sabés algo.

—¡Quién sos vos! ¡Hijo e' mandinga y el supay! —vociferó el viejo, se llevó la mano izquierda a la frente y comenzó a murmurar un canto en chorote.

—No estoy aquí para pelear con vos —dijo Cacho, mientras corría las dudas y el miedo del otro con la Mirada—. Si hubiera querido hacerte daño, tenía tiempo de sobra. ¿Hace cuánto me conocés? —aclaró el jefe de seguridad. El Viejo Pascual se relajó visiblemente, aunque sabía que no había sido por voluntad propia.

—¿Qué me hiciste? ¡Te maldigo a vos y a tu hembra! —gritó Pascual, pero sin ninguna convicción porque los miedos y dudas se habían alejado.

—Hablá, viejo de mierda, no me hagás perder tiempo que se está muriendo gente —increpó Cacho con hastío.

Pascual se dirigió en chorote a la mujer con el bebé, no hacía falta entender el idioma para saber que no había sido amable. La matrona comenzó a retirarse pero a Laura le llamó la atención algo del bebé y la detuvo. Retiró un poco la raída mantilla en que estaba envuelto y observó el núbil rostro de la criatura. Tenía un lunar de forma muy particular a un costado de la nariz, y a la ingeniera le pareció haberlo visto en otra parte. De hecho, en muchas partes.

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