Luna de sangre

Las escopetas bramaron escupiendo plomo. El tableteo de los subfusiles acompañó como una sinfonía de la muerte. Y los gritos desesperados fueron el coro perfecto para una ópera infernal.

Los peones, machete en mano, habían formado un círculo defensivo con Pascual al centro, que cantaba a los gritos algo en su idioma, pero era claro que imploraba a sus dioses por ayuda.

El cura Herrera se había posicionado al lado del Cristo Quemado, y crucifijo en mano ordenaba a los gritos que Satán se retirara de la casa de Dios. Delante del sacerdote, los policías y Estévez habían volcado el altar de madera maciza para usarlo como escudo improvisado.

Los guardaespaldas de Hipólito disparaban plantados delante de la puerta de entrada, cubriendo a los restantes brigadistas que trabajaban con denuedo retirando las bancas apiladas.

Cacho se había arrojado al piso cuando los proyectiles comenzaron a volar. Se arrastró como pudo hasta un costado de la nave y desde ahí trataba de entender la escena. Estaba desorientado, no esperaba que el Familiar atacase al dueño del ingenio. Observó el cuerpo de Hipólito chamuscándose en la hoguera, su traje blanco cubierto de sangre y quemaduras. «¿Qué mierda pasó?» era lo que su mente le recriminaba de forma constante.

El Familiar danzaba en la penumbra de la bóveda, una negrura más oscura que las sombras que arrojaban las llamas. Un remolino de viento constante arrastraba la risa de la bestia, calando profundo en los miedos atávicos de los presentes. Los proyectiles de las armas parecían atravesarlo e impactar el viejo techo de madera, que crujía con cada plomo que recibía. Las paredes arrojaban nubes de polvo blanco y los cristales de los altos ventanales estallaban en una lluvia de vidrio multicolor.

La Bestia se abalanzó con un movimiento envolvente sobre los peones. Los machetes brillaron mientras cortaban el aire negro que componía al asesino del ingenio. La cabeza monstruosa se materializó delante de un muchacho joven, que aterrorizado agitó el machete para defenderse. La hoja no llegó a impactar nada, porque una garra negra lo abrió desde la ingle hasta el esternón, casi como al pasar. El peón dio dos pasos hacia atrás antes de darse cuenta que estaba muerto. La sangre brotó violenta, una nube carmesí de micro gotas en suspensión.

Los policías dispararon con desesperación hacia el centro de la iglesia. Los perdigones nuevamente atravesaron el cuerpo etéreo del Familiar, sembrando de muerte el círculo de zafreros. El Viejo Pascual, desde el piso, se cubría la cabeza con las manos y pedía a gritos que dejen de disparar, pero era demasiado tarde. Pedazos de carne, extremidades, cabezas deformadas por el plomo caliente, caían a su alrededor. En una sola maniobra, la Bestia había terminado con la mitad de los presentes haciendo que se maten entre ellos.

El viento negro y helado avivó las llamas de la hoguera, las lenguas de fuego acariciaron el techo. Un guardaespaldas y un brigadista corrieron desde su posición en la puerta hacia el centro de la nave. El segundo trató de desparramar la leña incandescente con su hacha, mientras el otro disparaba esporádicamente contra el Familiar, aunque ya sabía que era inútil.

La Bestia no perdió el tiempo, volvió a la carga, atravesó volando los cuerpos de guardaespalda y brigadista. Los gritos breves que emitieron fueron desgarradores, cortados con un gorgoteo súbito. Cuando el aire negro hubo pasado, los dos cuerpos se tambalearon, las ropas y la carne hechas jirones, los retazos de tela les colgaban en macabra danza con tiras de piel desgarrada; las caras desnudas mostrando solo músculos y hueso, las pupilas inyectadas de sangre y sin párpados. Los dos cayeron de rodillas y así quedaron. Muertos con una mueca eterna de dolor en un cráneo carente de pelo y piel.

El cura Herrera anticipó que los próximos podrían ser él y los policías. Se dio media vuelta para correr, pero un golpe seco en la cabeza lo envió rodando al piso. Unas piernas pasaron por encima de su cabeza. Desde el piso pudo ver, horrorizado, como Estévez le sonreía con sorna mientras se encerraba en la sacristía; que había sido el objetivo del cura.

—¡Padrecito! ¡Sálvenos! —le gritó la única mujer policía, mientras lo ayudaba a incorporarse.

Herrera no era un exorcista, de hecho no estaba seguro de la existencia de un Dios, pero creía fervientemente en el poder de la Iglesia. Un poder terrenal que podía doblegar mentes y voluntades; que él, como buen político, sabía manejar bastante bien. Trató de recordar algo que pudiera servirle, pero estaba aterrado y la memoria se rehusaba a ayudarlo.

Las llamas finalmente prendieron el techo de la iglesia, el crepitar de la madera y el humo que comenzaba a generarse aumentaban la confusión. Ya no podían distinguir bien el cuerpo de aire negro del Familiar, que con su risa de viento inundaba los sentidos ya abotagados de los que resistían.

La cabeza perruna de ojos rojos se materializó de golpe delante de los cinco policías, parecía sonreír con malicia. Las escopetas abrieron fuego a quemarropa, y por un momento parecieron disipar a la Bestia. Pero fue solo un instante, el aire negro atravesó uno, dos, tres cuerpos que sufrieron el mismo destino que el brigadista y el guardaespaldas antes. La silueta ligeramente amorfa se acercaba peligrosamente a Herrera, que armado de un valor inusitado o por instinto de supervivencia, empuñó su rosario de cuentas doradas y gritó a viva voz.

—¡San Miguel Arcángel, fuerza y temple de los cielos, protección del Señor y de los santos! ¡Escucha mis súplicas! ¡Escucha mi grito de auxilio! ¡Aleja con tu espada y fuerza, el demonio y el mal! ¡Que no me sigan, que se alejen y regresen, lejos de este hogar y de mí, que soy hijo de Dios! ¡Se Tú mi fuerza, y mi protección en estos momentos, cuando más te necesito! ¡Amén!

Para maravilla y sorpresa de Herrera, la Bestia se detuvo. Lanzó un grito agónico de dolor, el aire negro se retorció delante de sus ojos. De pronto su fe era el arma contra ese mal. Nunca se había creído capaz de tal hazaña. Su arrobamiento fue roto por el subcomisario González que lo agarró por el brazo y lo arrastró rodeando el atril hacia la todavía bloqueada puerta de acceso.

—¡Suélteme! ¡Yo soy la Palabra! ¡Voy a acabar con esta Bestia! —le gritó al robusto policía, que lo miraba desconcertado. Fue recién en ese momento que Herrera se percató de la cadencia de un canto en un lenguaje que le sonaba espantoso y primitivo. Y de las órdenes de alguien más, también en otro idioma que parecía latín pero no lo era.

¡Te vigos cosilim! —gritaba Cacho Esquina desde el centro de la nave a un lado de la fogata, apuntaba con su brazo derecho, los dedos pulgar, índice y medio extendidos. Se tomaba el costado izquierdo el pecho, cerca del corazón. Tenía marcado en la cara un rictus de dolor.

¡Padre del Monte! ¡Dame fuerzas, carajo! —gritaba en chorote el Viejo Pascual, arrodillado al lado de Cacho, una mano como garra en el piso y la otra con el dorso apoyado en la frente, la palma apuntando hacia el Familiar.

La Bestia se retorcía como herida o atrapada, era difícil saber. De lo único que Herrera estaba seguro, era que esos dos estaban haciendo alguna brujería en la casa de Dios. Pero ante todo, ardía de celos porque estaba quedando en ridículo delante de todos.

Con los primeros gritos llegaron los estampidos secos de las armas de fuego. Laura y Goyo saltaron del capot de la ambulancia donde estaban sentados. Corrieron y se agazaparon detrás del vehículo.

Los pocos pueblerinos curiosos que se habían acercado a la iglesia huyeron despavoridos, algunos caían pero se levantaban a velocidad increíble para continuar escapando.

—¿Qué hacemos, Gregorio? —dijo Laura, en una voz que casi era un grito, para hacerse oír por encima del estruendo de los disparos.

—No sé. Esperar.

—Nunca comprendí la razón de bloquear la puerta —reflexionó la ingeniera meneando la cabeza. Goyo la imitaba comprendiendo.

—Eso fue idea del dueño. No quería que se escape el Familiar, ni que algún pueblerino curioso se fuera a meter.

—¿Y Cacho no dijo nada?

—Trató, pero como siempre, el dueño hace lo que quiere —contestó el enfermero con un ligero alzarse de hombros.

De pronto, en una de las pausas de la cacofonía de disparos, comenzaron a sentir ruidos que venían desde el otro lado de la gruesa puerta de la Iglesia.

—¡Por fin! ¡Están intentando abrir! —exclamó Goyo y corrió hacia la puerta.

El enfermero apoyó la oreja contra la madera y comenzó a pedir información a gritos, las armas de fuego habían reanudado su sinfonía, pero se notaba que eran cada vez menos.

—¡Mató a Joselo y a un guardia del jefe! ¡Mató a Joselo! ¡No tiene piel! —gritó desesperado uno de los brigadistas desde adentro.

—¡Retirá todo! ¡Desbloqueá la puerta, por favor! —le contestó Goyo tratando de parecer sereno, sin mucho éxito.

—¡Se prende fuego el techo! ¡Nos mata a todos! ¡Abrínos! —gritó el mismo brigadista, completamente desesperado. El enfermero ya no escuchaba ruidos de personas desbloqueando la puerta.

—¡Goyo! ¡Humo! —le gritó Laura desde la ambulancia, señalando hacia arriba.

Efectivamente, el techo de la iglesia arrojaba un humo que era más negro que la noche, y un leve resplandor anaranjado comenzaba a emanar de la parte superior de la estructura. Vélez corrió a la camioneta de la brigada de emergencias, buscó un hacha contra incendios, volvió de nuevo a la carrera y comenzó a golpear frenéticamente la gruesa puerta de algarrobo. No tenía muchas esperanzas de poder romperla, pero tenía que intentar.

Desde el interior salió un aullido desgarrador, de esos que te detienen en seco o te hacen retroceder dos pasos trastabillantes. Los de afuera no podían saber lo que ocurría exactamente, pero podían inferir que no era nada bueno. Todo había salido mal,eso era evidente. El enfermero dudó entre seguir tratando de abrir la puerta o dejarla como estaba. El rugido de un motor y el chillido estridente de una bocina lo sacaron de su breve ensoñación. Apenas tuvo tiempo de arrojarse a un costado cuando la camioneta gris de Cacho, con Laura al volante, se estrelló a toda velocidad contra la entrada de la iglesia. Las astillas volaron, el doble crujido del plástico contra la madera fue casi tan espectacular como la balacera. Las puertas dobles se salieron de sus goznes aplastando parte de la cabina.

Cacho podía ver claramente al Familiar, a diferencia de los demás, contaba con el tapao incrustado en su cuerpo que amplificaba su percepción más allá de lo normal.

La Bestia era una serpiente negra recubierta cerdas gruesas, cuando no flotaba se apoyaba en dos patas monstruosas terminadas en garras, la cabeza era una mezcla de perro y chacal con una melena que parecían eslabones metálicos. Cacho dedujo que ese era el ruido de cadenas que muchos percibían cuando se acercaba el Familiar. Las pupilas eran rojas con un iris vertical amarillo, el hocico albergaba una boca sobredimensionada plagada de colmillos y hasta la lengua parecía tener puntas aserradas.

Hacía poco menos de un minuto que el conjuro de Júpiter lo tenía casi inmovilizado al piso. Cayó en la cuenta que el Familiar en realidad no flotaba, solo causaba esa impresión. Lo más seguro es que saltaba y arrastraba por las paredes, pero el envoltorio de aire negro que los otros veían causaba un efecto de vuelo.

Lo que fuera que estaba haciendo el Viejo Pascual, también era impresionante para Cacho. Con el poder del tapao desatado, el jefe de seguridad podía ver infinidad de raíces que se movían debajo del piso embaldosado. Con aspecto translúcido y sin romper nada, las plantas estaban enzarzadas en las patas del Familiar; y luchaban por seguir subiendo, pero la Bestia se debatía con fuerza.

Las buenas noticias eran que la bestia no parecía ser invulnerable. Apenas lo inmovilizaron el guardaespaldas superviviente había descargado sus últimos proyectiles sobre el animal, y aunque la mayoría lo había atravesado limpiamente, Cacho podía detectar que algunas gotas de sangre negra caían del cuerpo correoso del Familiar. Era como si estuviera fuera de fase con la realidad.

—¡Está sangrando! ¡Puedo verlo! ¡Tiren, tiren! —pidió desesperado Cacho.

El guardaespaldas era un profesional, escuchó el pedido y actuó en consecuencia con rapidez. Soltó el subfusil y desenfundó una pistola semiautomática, avanzó y disparó sin cesar hasta agotador un cargador. Algunas de las balas impactaron, la bestia se retorció de dolor, pero todavía faltaba mucho.

—¡Último cargador! —anunció el hombre de acción, recargando y remontando el arma de fuego. Se acercó hasta apenas tres metros de la cabeza enorme, apuntó y disparó hasta agotar las municiones. Al menos uno de los proyectiles impactó en la boca del objetivo arrancando un grito de furia.

—¡González! ¡Vení acá, cagón! —gritó Cacho al subcomisario que estaba cerca de la puerta medio escondido con el cura Herrera y la policía femenina superviviente.

El gordo jefe del destacamento policial titubeó un segundo, pero se decidió pronto cuando su subalterna se adelantó escopeta en mano. Dispararon sin parar hasta agotar los cartuchos. La bestia gemía herida y frustrada, la sangre le chorreaba de varios sectores del cuerpo de reptil. Pero parecía no ser suficiente. Los policías desenfundaron sus armas reglamentarias y se disponían a terminar el trabajo cuando sintieron un grito ensordecedor desde la zona del atrio, detrás del Familiar.

—¡Ahora lo mato! —se sintió la voz esforzada de Estévez desde la oscuridad.

Cacho se había olvidado de Estévez, pensó que había caído con todos los demás. No sabía si era motivo para alegrarse, todavía tenían cuentas pendientes. Pero también entendía que Enrique era un hombre fuerte y podía ser útil. Por otra parte era un estúpido impulsivo, como ahora. Lo vio extender los brazos por encima de la cabeza hacia atrás, y luego como un resorte lanzó el hacha contra incendios en un movimiento giratorio descontrolado. Para lanzar un hacha debía estar balanceada, este no era el caso; el arma pasó como una saeta roja a través del Familiar sin tocarlo y se dirigió a toda velocidad hacia donde estaba el jefe de seguridad.

Juan Esquina sintió el golpe seco y húmedo antes de verlo. A su lado, el Viejo Pascual se desplomó en un charco de sangre, la cabeza partida en dos. El hacha clavada en la frente, la mano que usaba para el ritual cercenada verticalmente.

El Familiar sintió la presión aflojar y se revolvió como loco para zafarse. Cacho se desconcentró un instante por la muerte del chamán y el conjuro de Júpiter se cortó. La bestia escapó de su prisión, una garra negra le arrancó la cara al subcomisario González; un mordisco hizo desaparecer los dos brazos conque la mujer policía sujetaba su pistola, miró incrédula con la boca abierta en un grito de espanto, como los muñones expulsaban sangre arterial. Un coletazo descomunal arrojó al guardaespaldas contra una pared; el ruido de huesos rotos y la forma en que cayó al piso, indicaban que era mejor que estuviera muerto.

—¿Qué hiciste? ¡Hijo de puta! —exclamó Cacho, al borde de las lágrimas.

La cara de Estévez estaba pálida por la sorpresa, se quedó quieto, como no pudiendo creer lo que acababa de ocurrir.

El Familiar, herido como estaba, comenzó a acercarse a Cacho, dispuesto a matarlo.

—Brujo... ladrón... mueres... lento... hoy —anunció el Familiar con esa voz susurrante, la melena tintineaba casi con alegría.

La puerta tronó, los pocos bancos que todavía la bloqueaban salieron despedidos en fragmentos. La mitad de uno impactó al Familiar en la cabeza, una lluvia de astillas se le incrustó en todo el cuerpo de serpiente. Cacho sintió mil agujas perforar su espalda y cayó al piso cuando una tabla lo golpeó brutalmente.

La Bestia, golpeada y herida, trepó con una agilidad reptiliana por la pared norte de la nave, destrozó el techo y escapó.

Cacho, aturdido y en el piso, se palpó como pudo la espalda, estaba húmeda y pegajosa. Se sentía mareado, de a poco perdía el conocimiento. Lentamente miró hacia la puerta. Su camioneta estaba destrozada, lo último que vio fue a Goyo sacando del vehículo a una ensangrentada y exánime Laura. Después, la oscuridad lo reclamó.

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