Libros

El Caramelo es una casona casi tan vieja como la iglesia de Rincón Quemado, ciento veinte años. Para ser más precisos, los albañiles que construyeron la mansión, en sus días libres —usualmente después de misa de domingos— dedicaban su tiempo y habilidad a la construcción de la primera capilla del pueblo. Eran épocas de mucha fe ciega, donde todavía la amenaza del infierno era palpable y convincente para las mentes de las personas más simples. No existe constancia que el primer párroco haya amenazado a los albañiles con la condena eterna si no colaboraban ad honorem, pero el hecho que ese cura fuera un primo de los Costa Carreras generaba cuando menos alguna suspicacia.

Además la capilla —al menos su primera versión antes de las ampliaciones que la convirtieron en iglesia— tenía exactamente los mismos materiales que la imponente mansión de estilo colonial de los dueños del ingenio San Patricio. Ladrillo rojo de primera; tirantes, columnas y cerramientos de costoso algarrobo rojo; techos a dos aguas de exquisitas tejas rojas de cerámica.

La diferencia radicaba en el tamaño y en sus habitantes. El Caramelo era un suntuoso edificio de tres pisos, catorce habitaciones, cuatro baños saturados de mármol y oro, dos salones de fiesta, escaleras y pisos de las maderas más exóticas. Mientras que la capilla se había limitado a los materiales de construcción, con el único lujo de una enorme cruz de plata de metro y medio de alto, con un Cristo agonizante —como todos los cristos en cruces— también en el argénteo metal; pero que con el tiempo había tomado un color negruzco que ninguna solución de bicarbonato podía eliminar. Para los extraños y ocasionales turistas era paradójico que el Cristo de Rincón Quemado justamente parecía incinerado en la cruz. Nunca nadie supo explicar por qué solamente la figura tomó ese color, y no la cruz completa. Por cierto, la plata utilizada también fue generosamente donada por los lugareños a pedido de ese primer párroco.

El Caramelo estaba ubicado a menos de dos kilómetros del ingenio, en una sección más alta del barrio de los trabajadores, presidiendo de alguna forma a las casas más pequeñas con su enorme majestuosidad. Ese barrio nada tenía que ver con las pocilgas de adobe y paja que ocupaban por temporadas los trabajadores golondrinas de la zafra. Eso estaba más allá de los cañaverales, varios kilómetros, lejos de la vista de los amos y señores, no sea cosa que sus diáfanos ojos se perturben por la miseria que ellos mismos provocaban.

En general, la mansión tenía mucha vida nocturna desde siempre, los Costa Carrera siempre habían sido criaturas sociales —especialmente los hombres de la familia y sus amantes—, e Hipólito no era la excepción a esa regla. Pero desde hacía un par de noches, El Caramelo se observaba con menos luces y nada de música o risas de mujeres. Apenas uno o dos de sus cuantiosos ventanales se veían iluminados. Los que conocían su disposición, entendían que eran los que correspondían a la biblioteca y la oficina del dueño de casa.

Hipólito era un hombre que se consideraba a sí mismo superior —sino perfecto— respecto al resto de los mortales, cuidaba en extremo su apolínea apariencia. Era un esteta obsesivo que rozaba el narcisismo más rancio propio de su casta de terrateniente. Pero esa misma noche en que cinco extraños compartían una de las historias más extraordinarias jamás contadas en el barrio de los trabajadores, el dueño del ingenio transpiraba a raudales en su mansión. Con el traje completamente desarreglado y sucio, sacaba libros de la biblioteca, los hojeaba a toda velocidad para luego descartarlos en una pila del centro de la habitación que ya acumulaba al menos doscientos volúmenes polvorientos. Maldecía por lo bajo y seguía buscando, incansable. Había despedido a todos los servidores, también ordenado que no se lo molestara en lo más mínimo; y el personal de la mansión sabía perfectamente cuando el amo estaba de un humor peligroso. Pero la mujer joven y rubia que languidecía casi desnuda en el sofá de la biblioteca parecía ignorarlo, hacía gestos de aburrimiento mientras pasaba hojas de un libro sin realmente leerlo.

—¿Dónde está? ¿¡Donde mierda está!?—masculló Hipólito.

—Poli... estoy aburrida —dijo la mujer haciendo un mohín que pretendía ser tierno—, hagamos algo divertido. Hace dos noches que te la pasás buscando no sé qué cosa.

—¡Calláte pelotuda! ¡Andáte a dormir o a buscarte un tipo! ¡No estoy para que me rompas las pelotas! —estalló Hipólito, le arrojó el libro que tenía en la mano y por poco le da en la cabeza a la mujer.

—¡Ay bueno! No te pongás así tampoco... decíme y te ayudo a buscar el librito que estás buscando —dijo Graciela tratando de calmar las aguas.

—¡Andáte! ¡Hacéme el favor de irte!—gritó Hipólito, visiblemente harto.

Graciela hizo el intento de decir algo más, pero al ver a su amante y patrón tan desencajado, se lo pensó mejor. Jamás lo había visto así, aunque siempre había sido un cerdo con dinero que ella usaba para pagar sus pequeños lujos, además no estaba nada feo aunque en la cama dejaba bastante que desear. Su otro amante era mucho mejor, más joven y la trataba bien, pero no podía pagar todo lo que ella deseaba. Pensó que tal vez debería ir a visitarlo, pero después se acordó que seguía internado en el hospital de la capital. Finalmente, Graciela se resignó, se levantó del sofá y se fue en silencio a la habitación, no sin antes llevarse una botella de whisky del bar de la biblioteca.

—Borracha de mierda —murmuró Hipólito sin ocultar su desagrado. Él también la usaba, pero sus necesidades fisiológicas no eran tan grandes como para soportar las estupideces de la mujer. Graciela era para el dueño del ingenio, un objeto más para su propia satisfacción, un adorno con lengua. Había tenido decenas de mujeres como su actual secretaria y amante, las cambiaba cada algunos meses, con suerte le duraban un año. Todas pretendían lo mismo, quedarse embarazadas y sacarle dinero, o en el peor de los casos aspiraban al casamiento. Nadie sabía que el último Costa Carreras se había realizado una vasectomía hacía años. No tenía intenciones de traer a nadie al mundo, y respecto al ingenio, solamente quería hacerlo más productivo para venderlo a mejor precio y desaparecer de ese lugar de mierda. Vivir el resto de su vida viajando y disfrutando, morir a los ochenta en un prostíbulo asiático rodeado de núbiles adolescentes. Era un hedonista de corazón.

—¿Qué buscás tanto, pelotudo? —increpó la voz de Leonor desde la puerta de la habitación. Venía de alguna fiesta en la capital con un ajustado y escotado vestido negro con lentejuelas a tono que la hacía parecer una serpiente escamosa y peligrosa. Entró a la habitación y depositó el sobre de mano sobre el sofá, se dirigió al bar y se sirvió una copa con bourbón.

—¿Y el escocés que siempre estaba acá? —Preguntó casi con desgana, después se contestó sola— Seguro fue la puta borracha de turno. Claro.

—¿Se puede saber qué hacés acá? ¿No tenés una hermosa casa en la ciudad?—preguntó Hipólito sin volverse, seguía revisando libros y arrojándolos a la pila— Que por cierto, pago yo.

—Más respeto que soy tu madre —contestó la Leona con una risita contenida—. Siempre quise decir esa frase de mierda. ¿Sonó divertida, no?

—No me contestaste. ¿Qué mierda hacés acá?

—Me avisó un pajarito que hace dos noches que no dormís y te la pasás revisando libros en la biblioteca —contestó con total desparpajo mientras se desplomaba con un suspiro cansado en el sofá, cruzó la piernas con lentitud.

—Me imaginaba que el alcahuete de Morales te iba a avisar —replicó con mordacidad Hipólito, haciendo notas mentales de hacerle pagar al jefe de mantenimiento por ese desliz.

—Pobre gordo arrastrado. Te quiere un montón —defendió la Leona, pero ya conocía a su hijo y sabía que Morales pagaría caro la información que le dio. Pero a ella no le importaba, los alcahuetes estaban para eso después de todo.

—Por algún motivo dudo que hayas venido por el amor de madre —comentó con cinismo Hipólito.

—Qué mal pensado que sos con tu madre —se rió la Leona, dando un trago a su vaso de bourbón.

—Cortála ¿Dónde está? —increpó el hijo encarando a la mujer. Leonor lo midió con sus ojos viperinos y una media sonrisa.

—¿Qué cosa?

—¡No me tomés para pelotudo!

—Ah —dijo como al pasar la Leona, entrecerrando los ojos en un gesto de recordar con dificultad—, el diario de tu bisabuelo.

—Vos sabés donde está. Papá lo dejó escondido dentro de otro libro en la biblioteca, pero "curiosamente" no lo encuentro.

—¿Y para qué querés ese diario de mierda? Son puras estupideces.

—Ya no estoy tan seguro que fueran estupideces —dijo Hipólito, una gota de transpiración le corrió por el costado de la cara y lo hizo estremecer.

—Tenés miedo —dijo Leonor observándolo muy divertida, se rió con ganas—. No puedo creer que un tipo con tu educación crea en esas pelotudeces que decía el diario.

—¿Decía? —preguntó Hipólito visiblemente alarmado.

—Sí, decía. Lo quemé hace años, junto con todas las cartitas de amor que le escribían las putas a tu papá —contestó la mujer, sonriendo con malevolencia. Hipólito se agarró la cabeza con las dos manos, se tiraba histéricamente el cabello. Un rictus de rabia e impotencia le transfiguraba la cara.

—No podés ser tan imbécil —dijo con verdadero desprecio, en su mente los sueños de morir de viejo se deshacían a la velocidad de la luz—. Nos mataste a todos.

—¡Es una leyenda! —contraatacó Leonor, ya no se reía pero fingía diversión.

—¡Quemaste el contrato de la familia! ¡El Guardián ahora nos cobrará a nosotros! ¡Nos mataste! —acusó Hipólito y salió raudo de la habitación, era mejor eso antes que golpear a su madre.

—A vos te matará... yo no soy Costa Carreras —murmuró Leonor con una sonrisa de visible satisfacción, apuró el vaso de whisky y se relamió con satisfacción.

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