La Mirada

Sofía no sabía qué pensar sobre todo lo que había escuchado. Su parte lógica le indicaba que era imposible, pero a esa fracción de su mente atada a los instintos y una educación católica desde muy pequeña, le parecía plausible la existencia del Mal. No ese mal común y mezquino que era habitual ver en la comisaría —ladrones de gallinas y policías corruptos—, sino en el Mal con mayúsculas, la personificación encarnada de todo lo que no está bien.

La policía podía apreciar que la misma debacle se producía en los ojos perdidos de su reciente amiga Laura, era una ingeniera después de todo, su educación no podía ser menos fáctica y práctica. Pero a pesar de eso parecía llevar la situación mejor que ella. El enfermero Vélez, que también se había enterado de forma reciente, no estaba para nada consternado; de hecho parecía haber naturalizado rápido toda la novedad, a menudo lo veía intercambiar miradas con el gordo profesor.

Esos dos sí que eran extraños, Cacho y Armando, por momentos parecían muy amigos pero también tenían sus encontronazos. El ojo avizor de Sofía le indicaba que era una amistad forjada en la desgracia, se necesitaban porque no había nadie más con quien compartir ciertas cosas. Por otra parte, aunque Cacho era extraño en más de un sentido, los instintos le indicaban a la policía que podía confiar en él; pero no podía extender la misma gracia a Armando. Todavía no sabía por qué, pero lo averiguaría.

—¿Podés ser más específico? —preguntó Laura, se la notaba un poco pálida.

—Voy a tratar de explicarlo —contestó Cacho, se lo veía algo desconcertado—, pero no sé si pueda.

—Lo que Cacho quiere decir es que tampoco entendemos bien cómo funcionan estas "habilidades" ni sus consecuencias —acotó Armando.

—Pero tenemos claro que tienen un costo, nada es gratis —completó Cacho—. Y lo que llamamos "maldición" es solo una parte del precio que pagamos en El Zorrito para escapar con vida.

—Yo tengo, bah, tenemos una teoría —comenzó a explicar Armando—. Que está más o menos comprobada.

—Las personas que se ven expuestas a situaciones que de verdad son sobrenaturales, tienden a deformarlas, racionalizarlas y en última instancia olvidan —explicó Cacho, acompañando sus palabras con un ligero alzarse de hombros.

—Así es —continuó Armando—. Con el tiempo lo terminan atribuyendo a una mala memoria; la mayoría de las personas ni siquiera notan que les falta una parte de sus vidas.

—¿Toda la gente olvida tan rápido? —preguntó Sofía, se estremeció con anticipación por la respuesta.

—No. Hay ciertas personas que no olvidan —contestó Cacho, y a la policía le pareció detectar un dejo de amargura en ese rostro tan poco expresivo—, muchas terminan volviéndose locas. Nadie les cree.

—Ahí es cuando las "ayudamos" un poco —acotó sonriendo sin ningún humor el profesor—, y hasta ahora no había fallado.

Sofía y Laura cerraron instintivamente las manos en rígidos puños, temían seguir preguntando pero al mismo tiempo anhelaban la verdad.

—¿Antes del baile? —se atrevió Laura.

—Y unos días antes también, en mi tráiler oficina —dijo Cacho, sus ojos estaban realmente tristes—. De hecho te presenté dos veces a Armando. A Goyo también se lo presenté dos veces.

—¿A mí también? —Exclamó el enfermero visiblemente alarmado— ¡Qué hijos de puta que son!

—Perdón Goyo —dijo Armando—, procedimiento estándar.

—Y a mí en el camino... la noche del accidente —dijo Sofía, entrecerró los ojos tratando de hacer memoria sobre todos los huecos que sentía en su mente, continuó—, y también en el baile.

—Increíble —dijo Armando, visiblemente sorprendido.

—¿Recordás algo más? —indagó Cacho, la cara un rictus de preocupación.

—Está todo borroso, en realidad lo dije más por deducción, hay una ausencia de hechos en esas dos instancias que me estuvieron molestando.

—Igual yo —adhirió Laura—. Siento que me falta algo importante, pero al mismo tiempo tengo miedo de lo que pueda encontrar.

—Con justa razón —contestó Cacho—, de alguna manera su instinto de supervivencia las está protegiendo de algo que puede hacerle mucho daño a su cordura.

—Yo quiero saber. No puedo vivir con ese agujero en mi memoria —dijo Sofía, completamente determinada aunque por dentro el miedo la carcomía—. Si pueden hacerme olvidar, imagino que también funciona a la inversa ¿o no?

Cacho y Armando se miraron un instante con marcada preocupación. Parecía que se comunicaran a través de los ojos, en los de Cacho había compasión pero en los de Armando habitaba el miedo.

—Hay riesgos en lo que nos estás pidiendo —aclaró Cacho, tenía las manos sobre la mesa y sus dedos se tocaban como si inconscientemente estuviera haciendo una plegaria—. Para nosotros y para vos.

—Explicáte —ordenó Sofía, su tono policial era inevitable.

—Tiene que ver con la Maldición —aclaró Armando—. Solamente cuatro logramos regresar de El Zorrito, nosotros dos y...

—Juliana y su hijo no nacido —completó Laura.

—Exacto. Pero a diferencia nuestra, Juliana no tenía estos supuestos dones, la Mirada —contestó Armando. Cacho callaba, se notaba que recordar eso le causaba dolor—. Volvimos al pueblo cercano y avisamos a la policía.

—No me suena lo que decís —comentó Sofía—. Yo leí algunos informes de ese caso, y no se menciona a ningún superviviente que avisara a las autoridades. Simplemente fueron porque ya hacía días que no se tenían novedades.

—Los modificamos antes de irnos —contestó Cacho con culpa en la voz—. Sabíamos que era imposible explicar lo que realmente ocurrió, y adivinábamos que se nos vendría un mundo de problemas por las muertes.

—Esa vez aprendimos de forma instintiva a manipular los recuerdos, teníamos mucho miedo y los blanqueamos casi sin querer —aclaró Armando.

—Por lo que contaron de la cueva en la montaña, pensé que solamente podían manipular estados de ánimo. ¿Cómo es posible que puedan hacer olvidar? —preguntó Laura, visiblemente interesada.

—Por lo que acaba de decir Armando. Teníamos mucho miedo de las consecuencias, estábamos completamente estresados. Lo que fuera que nos inyectó el Basilisco nos permite ver los estados de ánimo de los demás y cambiarlos sutil o violentamente. En esa ocasión, de forma instintiva transmitimos nuestros miedos a los policías, fue tal la descarga de estrés que prácticamente quedaron catatónicos. No pudieron recordarnos, pero les quedó la inquietud de la gente perdida y fueron a buscarlos —explicó Cacho—. O al menos esa es la teoría que manejamos.

—Según investigué tiempo después, las situaciones extremadamente estresantes producen fallos en la memoria a corto plazo —amplió Armando la explicación.

—¿O sea que para que olvidemos nos generaron un pico de estrés? —Preguntó Goyo muy alarmado— ¡Pueden matar a alguien haciendo eso!

—Después de tantos años, ya lo tenemos bastante controlado, tranquilo —contestó Armando y le tomó la mano al enfermero en un visible gesto de afecto.

—¿Y la lengua y mis manos? —preguntó Sofía que todavía no le cerraban algunas cosas.

—Miedo, puro miedo, del que paraliza —contestó Cacho con cierta vergüenza—. Pero Goyo tiene razón en que es muy peligroso. Por eso decidí que no lo haríamos más con ustedes. El problema es que seguían recordando cosas o aparecían nuevas situaciones que debían olvidar.

—¿Por qué? —indagó Sofía.

—No sabemos —se sinceró Cacho—, pero desde hace un tiempo que me siento cada vez peor y más débil.

—¿Es agotador usar la... Mirada? —preguntó Laura, visiblemente preocupada.

—Tuvo distintos efectos secundarios en los dos —aclaró Armando—. Tampoco sabemos por qué. Pero en el caso de Cacho es un dolor constante en el brazo y parte izquierda del torso. En el mío, digamos que fue más estético. Soy cuatro veces más voluminoso que cuando ocurrió lo de El Zorrito.

—¿Y qué pasó con Juliana y el bebé? —preguntó nuevamente Laura, sentía que estaban esquivando el tema desde hace un rato. Los dos hombres callaron un instante, dudosos de seguir.

—Al principio recordaba fragmentos y teníamos que intervenirla —contestó Cacho—. Nos habíamos ido a vivir juntos, ella y yo. Era habitual que se despertara a mitad de la noche gritando, se arrancaba el pelo de la desesperación. Pero no podíamos estresarla demasiado por el bebé que venía en camino, tampoco medicarla. Había ocasiones que ni siquiera sabía quién era yo, pero después recordaba y lloraba desconsolada.

—Se estaba volviendo loca —comentó Sofía, como al pasar.

—Sí, estaba perdiendo la cordura y la memoria de forma progresiva —comentó con Cacho con un abatimiento visible—. Finalmente cuando nació mi hija, con Armando decidimos modificarla permanentemente. Fue lo más peligroso que hicimos y Juliana intentó suicidarse tres veces hasta que finalmente, erradicamos todos los horrores de El Zorrito.

—Pero... —dijo Laura.

—Pero también nos olvidó a nosotros —completó Armando.

—¿Y su familia? ¿Amigos? —preguntó Sofía.

—Digamos que fue una época de muchas visitas sociales hasta que no quedó rastro de nuestra presencia —dijo Cacho.

—¿Y tu hija? —preguntó Laura, visiblemente conmovida.

—No me conoce —respondió Cacho, con un dejo de orgullo y nostalgia reflejado en sus pequeños ojos—. Me fui cuando apenas caminaba. Tal vez sea lo mejor. Desde que tenemos la Mirada, cosas extrañas ocurren a nuestro alrededor. Y generalmente la gente que se nos acerca sale lastimada por desconocimiento.

—¿Cómo se llama? —preguntó Laura, estiró la mano hacia Cacho, quería mostrarle que estaba conmovida y se solidarizaba. El hombre sin embargo, retiró la suya, rehuyendo el contacto.

—No lo recuerdo —respondió—. Cuando terminamos le pedí a Armando que borrara todo lo posible, apenas recuerdo el nombre de Juliana y su apariencia cuando era joven. Pero no la reconocería ahora si la cruzara por la calle.

—Lo que contó, es todo lo que me atreví a revelarle de esa etapa espantosa, y porque él insistió —agregó Armando—. No pregunte más ingeniera. Hay cosas que es mejor olvidar.

Los cinco se quedaron callados durante un lapso prolongado de tiempo, dejaban que la calma volviera poco a poco a su vida. Goyo sirvió una ronda más de café, limpió los ceniceros y se sentó. De los cinco era el que estaba más entero, así que con ese don de gentes tan especial —que lo hacía tan buen enfermero— decidió cambiar el eje de la conversación.

—¿Y qué hacemos ahora? —preguntó, dando un ligero sorbo a su pocillo de café. Cacho pareció resurgir del abismo profundo en el que se encontraba, en su mirada había nuevamente ese fuego frío e inescrutable tan característico.

—Ahora vamos a cazar un Familiar —contestó con una media sonrisa que no tenía nada de divertida.

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