Epílogo

Armando llegó a su oficina de la universidad, como siempre, más temprano que los demás. Quería leer el periódico en paz y desayunar. Los titulares ya no hablaban de la Masacre del Ingenio San Patricio desde hacía una semana. Seguían encontrando cadáveres sepultados por los cañaverales, pero ya no era novedad. Según los periodistas, la mayoría eran huesos de distinta antigüedad alrededor de un hoyo, producto de las «razzias» que los Costa Carreras hacían con los empleados rebeldes. Había alguna mención al Familiar, pero siempre racionalizado como la leyenda tras la que se ocultaban crímenes de lesa humanidad.

Buscó en la lista de víctimas alguna actualización, detuvo la mirada en los nombres de Goyo y Laura, los ojos llenos de lágrimas y también vergüenza. Esperaba no encontrar otros nombres. Sabía que Sofía había sobrevivido, porque estaba a cargo de los rastrillajes en la zona y la habían entrevistado varias veces. La puerta de su oficina de abrió.

—No me vas a encontrar ahí —le dijo Cacho desde la entrada. Vestía más prolijo, casi formal, el cabello le estaba creciendo y se lo peinaba hacia atrás. También se había dejado el bigote.

—Cacho... —suspiró el profesor— lo lamento por...

—Mejor no digás nada. Igual no te voy a creer.

Armando notó que la voz de Cacho era distinta, más firme, o quizás más dura. Trató de usar la Mirada sobre él, pero no pudo ver nada o era todo negro, eso lo aterrorizó aún más.

—Dejáme explicarte.

—No. Pero ahora vos me debés a mí. Y me lo voy a cobrar.

Cerró la puerta al irse. Y Armando supo que le costaría caro su traición.

La radio hizo su clásico crepitar antes de soltar la verborragia típica de la jerga policial.

—Atenta subcomisaria Bonelli... Sector 4A... Encontramos otro cuerpo.

Sofía soltó la lapicera con fastidio sobre el anotador lleno de garabatos, hacía dos días que le daba vueltas en la cabeza algo. Estaba sentada con la puerta abierta de la camioneta para que entrara algo de aire, lo que era una farsa en ese agobiante clima de Rincón Quemado, pero daba la sensación que era así. Tomó la radio con desgano, ya les había dado instrucciones que no la molestaran cada vez que encontraban huesos.

—Procedimiento estándar... delimite la zona... no toquen nada hasta que lleguen los del laboratorio... tomen fotografías, por si acaso.

—Esto es distinto subcomisaria... mejor venga —contestó la radio, y parecía desconcertado.

Sofía sospechó que era otro accionar de esa gente misteriosa que arribó unas horas después que mataran al Familiar. Se habían llevado toda evidencia de la bestia, y también del Adversario. La policía se estremeció ante el recuerdo de esa entidad maligna e inhumana, por algún motivo el nombre que le había proporcionado aquella noche hacía tantos meses, Evaristo Libado, le sonaba a otra cosa. Jugaba con las letras en su anotador, buscando combinaciones, pero sin éxito. La radio carraspeó de nuevo, solicitando su presencia. No tuvo más remedio que encender la camioneta y poner rumbo al sector que la solicitaba.

Se sorprendió al llegar, era el sector del camino al ingenio que los lugareños llamaban la Boca Verde. En alguna parte de ese trayecto se había encontrado por primera vez con Evaristo.

Estacionó a un costado del camino, y luego se internó a pie en el monte, casi veinte metros. Los chalecos reflectantes de los otros policías hacían fácil ubicar el lugar del hallazgo. El cabo Santillán la recibió con cara de preocupación, los otros dos policías presentes se santiguaron cuando la vieron aparecer a la subcomisaria.

«¿Qué mierda les pasa a estos imbéciles?» pensó Sofía, fastidiada. Pero algo le decía que estaba por encontrar algo extraño.

—Estaba así... —tartamudeó el cabo— no lo tocamos.

El cuerpo era por partes esqueleto, con carne putrefacta todavía pegada en algunos sectores que los animales carroñeros y los insectos no habían alcanzado. Le faltaba la cabeza, pero se notaba que era una mujer por algunas dimensiones. Vestía un uniforme de policía completamente raído. Observó el nombre que figuraba en la etiqueta y casi se desmaya: Bonelli.

Sofía trató de tranquilizar a los agentes, mintió que le habían robado un par de uniformes apenas llegó al pueblo. Era una mentira inverosímil, pero la verdad escapaba a todos los presentes, así que como buenos seres humanos asustados, eligieron creerla.

El camino de regreso a la camioneta fue una vorágine de sentimientos encontrados para la subcomisaria. Al mismo tiempo que no tenía sentido, también cobraba nuevos significados. Una chispa de inspiración le cruzó la mente, corrió los últimos metros hasta el vehículo,sacó el anotador y la lapicera. Garabateó una combinación que no había probado: Evaristo Libado... travieso diablo... Diablo Travieso.

Leonor hablaba sola con la lápida. Le contaba de sus primeros pasos, de lo que hacían juntas antes del secuestro, de cómo la espiaba desde lejos cuando creció, del orgullo que sintió cuando recibió su diploma universitario. Solo el viento le contestaba. Laura estaba enterrada en el mejor cementerio de la ciudad, lleno de árboles y verde.

—No la conociste —dijo la voz de Cacho desde atrás. Leonor se sobresaltó un poco, porque no lo había escuchado llegar.

—¡Qué mierda hacés acá! —estalló la Leona, destilando odio por cada poro— ¡Vos te deberías haber muerto! ¡Vos! ¡No ella!

—En algo estamos de acuerdo —contestó Esquina. Se acercó a la lápida y le dejó un arreglo floral de orquídeas púrpuras.

—¡Te voy a cagar la vida, hijo de puta! —siguió Leonor, haciendo amagues de atacar físicamente al hombre— ¡Ahora me vas a conocer!

—Hacé lo que quieras. Será bien poco después que te quiten el ingenio y algún juez determine que la criatura de tu amante, Estévez, es heredero forzoso.

—¡Sobre mi cadáver! ¡No hice todo esto para nada! —replicó Leonor. Súbitamente, se había olvidado de la hija perdida

—¿Ves? Lágrimas de cocodrilo —le explicó Cacho, con una sonrisa triste—. No sabés amar. Yo a ella la amé, y me amó en consecuencia.

—¡Era tu hermana, degenerado de mierda! —estalló la Leona, con un gesto de exagerado asco.

Cacho sacudió la cabeza con tristeza. Sacó del bolsillo un sobre de aspecto oficial, era de un laboratorio.Se lo arrojó a la cara a Leonor, y se fue tan silencioso como llegó.

Fernanda estaba radiante esa mañana. Había recibido una llamada muy esperada. Un hermoso hotel boutique, con viñedos, enclavado en los cerros del norte del país, la había contratado como gerente. Era motivo de celebración, así que invitó a todas sus amigas y por supuesto a Fabio, su novio de turno, que pronto dejaría de serlo cuando partiera al norte. Desayunarían en un exclusivo local de San Telmo, el porteño barrio de Buenos Aires.

Las cinco amigas de Fernanda llegaron primero y comenzaron el habitual cotorreo, plagado de chistes picantes y risas acerca de los hombres. Por último llegó Fabio con un enorme ramo de rosas. La homenajeada hizo un mohín y una sonrisa de agradecimiento, se levantó a recibir el regalo y besó apasionadamente al muchacho, ante los comentarios picantes de las amigas.

Finalmente se sentaron y continuaron la tertulia. Fabio estaba raro, Fernanda lo notaba a pesar que hacía solo tres meses que eran pareja.

—¿Qué te pasa? ¿Qué bicho te picó? —dijo con una sonrisa pícara.

—Vi una cosa rarísima en un diario digital —contestó el muchacho, desconcertado.

—¿Tanto será? ¿Qué era?

—Estaba investigando sobre el lugar al que te vas a trabajar. Para ver si conseguía algo también por ahí, y acompañarte —comenzó Fabio. Y a Fernanda se le prendieron todas las alarmas, no esperaba ni quería que la acompañe. Para ella era como si la persiguieran o acosaran.

—Sí, es un lugar hermoso, pero no hay mucho trabajo. Tampoco tiene el movimiento de la gran ciudad. Se me ocurre que te aburrirías —comentó Fernanda como al pasar, tratando de disuadir al otro.

—Hubo una ola de crímenes espantosos en esa zona. No precisamente donde estás yendo, pero en la misma provincia.

—¿Y eso qué?

—Entre las fotos de los muertos encontré esta. Mirála, por favor.

Al principio Fernanda no entendía, pero cuando observó la fotografía que Fabio le mostraba en su celular, casi tira el jugo de frutas que estaba tomando. La mujer de la imagen, salvo el corte y color de pelo —que ella se teñía de negro desde adolescente en sus épocas de gótica—, podría haber sido su gemela idéntica. Todo era igual, los ojos, la boca y hasta las pecas sobre la nariz.


(CONTINUARÁ...)

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