El baile

El complejo municipal deportivo de Rincón Quemado era la estructura más grande todo el pueblo y la segunda en elevación por detrás del campanario de la iglesia. Ocupaba toda una manzana, tenía al menos la mitad construida y cubierta por un tinglado de chapas de zinc que ya necesitaban recambio. La parte descubierta era una cancha de fútbol con piso de tierra rodeada de algunas gradas de madera más vieja que las chapas del tinglado. La parte a cubierto del sol era una cancha de básquet con piso de cemento alisado y paredes de ladrillo sin revocar, que también servía de salón de fiestas, o mejor dicho era un salón de fiestas que a veces servía de cancha de básquet. Todas las fiestas, bodas, cumpleaños, bautismos y hasta servicios fúnebres con demasiados invitados para ser alojados en una casa particular, terminaban en el complejo.

Juan Esquina estacionó a media cuadra de la entrada porque el acceso estaba atestado de vendedores ambulantes con carros de comida, muchas bicicletas atadas a lo que sea fijo —postes, canastos de basura, lo que fuera—, y una cantidad descomunal de pequeñas motocicletas que eran el principal medio de transporte en todos los pueblos aledaños. Apenas los cuatro pasajeros de la camioneta descendieron pudieron percibir la dudosa fragancia de esos eventos multitudinarios, musicalizado también por el retumbar de bombos, violines y guitarras que se escuchaba desde el interior.

Avanzaron con cuidado por la vereda de tierra en dirección a la entrada, esquivando gente ya borracha a esas horas tempranas de la noche. Laura se arrepintió de su atuendo apenas vio donde se estaba metiendo, muy a su pesar la amedrentaban las miradas lascivas que recibía de los hombres amontonados en la entrada. Y ni qué decir de las miradas de envidia de las mujeres locales, que aunque muchas estaban vestidas mucho más provocativamente que ella, ni por casualidad sus humildes atuendos se podían comparar con lo que Laura estaba usando, que gritaba a los cuatro vientos ¡riqueza, lujo, poder! Finalmente, aunque todavía con cierta aprehensión, entrelazó su brazo con el de Juan Esquina que caminaba un poco más adelante con las manos en los bolsillos.

—¿Mejor? —inquirió Cacho mirándola con comprensión.

—No debería haber usado este vestido —contestó Laura­—, tampoco estas sandalias. No son precisamente para caminar por terreno desnivelado —acotó con un dejo de humor.

—Tal vez — respondió Cacho, y dudó antes de continuar—, pero la noche no sería la misma sin su estrella más hermosa —en ese momento Laura casi se rompe un tobillo por lo sorpresiva de la respuesta. Lo miró estupefacta, pero él ya no la miraba, sino que la tomó suave pero firmemente por la cintura con el brazo derecho y con el izquierdo se convirtió en el ariete humano que habría el camino entre una muchedumbre de mediocridad.

Laura se aferró con cierta timidez a Cacho, le rodeó un brazo por la cintura y el otro lo colocó como una barrera entre los dos cuerpos. Todavía estaba en shock por la pérdida de memoria, y ahora este hombre tan extraño le decía una cosa tan galante. No le hubiera desconcertado tanto si Estévez le dijera una cosa así, pero de Juan Esquina ciertamente no lo hubiera esperado nunca. Era un hombre tan reservado, no era de pocas palabras pero parecía serlo, no era un hombre lindo bajo ningún estándar de belleza normal, pero había momentos en que irradiaba un magnetismo casi sobrenatural. Además la sorprendía que a pesar de parecer tan distante, demostraba a cada momento que era poseedor de una inmensa empatía. Otra vez, muy a su pesar, Laura se percató que por primera vez en años se sentía segura al lado de un hombre, y eso la hizo lamentarse haber dudado de él cuando venían viajando. Tendría que buscar una forma de mostrar que no era así como se sentía en realidad. Pero ¿entendía realmente lo que sentía por ese hombre? ¿O solamente era una proyección de su intensa soledad? Su mente era un torbellino interminable de dudas que no se veía capaz de resolver en el corto plazo.

Finalmente, atravesaron la puerta de entrada al complejo, después de vadear entre la muchedumbre por un par de interminables minutos. Adentro el lugar había sido acondicionado con mesas de tablones y banquetas para compartir. A excepción de unas cinco mesas circulares en el otro extremo de la puerta y atravesando todo el complejo. Eran mesas vestidas con manteles inmaculadamente blancos y sillas de buen tapizado, con vajilla, cubertería y cristalería de primera. En ellas estaban sentados los ciudadanos importantes del pueblo: el intendente y su familia, el cura, el médico, la directora de la escuela y algunas maestras, algunos comerciantes, y el subcomisario. Además de los dueños y algunos gerentes del ingenio. Cacho enfiló con Laura hacia esas mesas, mientras Armando y Vélez se buscaban un lugar en las mesas de tablones a los costados. Apenas los divisaron acercarse, una mano larga y delicada de uñas tremendamente cuidadas les hizo señas de acercarse, era la Leona.

—Caramba, caramba... —dijo apreciativamente Leonor, con auténtico regocijo al admirar el atuendo de Laura, casi aplaudía de placer—. Vean caballeros... una tremenda profesional que además es una hermosa mujer —comentó al resto de la mesa, compuesta por su hijo que miraba a Laura con ojos de lobo, el subcomisario con ojos de chacal, el cura con ojos de lechuza, y el intendente con ojillos de rata hambrienta. El médico también estaba pero era un hombre anciano con ojos de abuelo que sonrió bondadoso.

—Buenas noches, caballeros... señora —saludó Cacho con cortesía y su clásica leve inclinación de cabeza. Los hombres saludaron también con un gesto brusco de cabeza, a excepción del médico y el cura que devolvieron el saludo verbalmente. Leonor le sonrió con desprecio a Cacho y luego con dulzura a Laura, sacó al subcomisario de la silla que tenía al lado, e invitó a la ingeniera a sentarse a su lado.

—Vení querida... sentáte con nosotros. No hay derecho que tengás que sentarte con gente de menor categoría —dijo la Leona, y los dardos estaban específicamente dirigidos a Cacho, que como siempre, sonrió de esa forma tan extraña.

—Sentáte... ­—dijo Cacho al ver que Laura dudaba un poco, y la ingeniera aunque incómoda no se podía negar. Se sentó entre Leonor y el médico.

—Buenas noches a todos ­—saludó Laura algo tímida y cada vez más impactada por la cadena de sucesos emotivos de las últimas horas.

—Adiós... que tengan una buena velada —se despidió Cacho, y acto seguido tocó el hombro del médico para que lo siguiera. El anciano se alejó con Cacho unos metros y dialogaron un momento, después el médico regresó a la mesa.

—¿Algún problema, doctor? —inquirió Hipólito con curiosidad y bastante de suspicacia.

—Ninguno. Consulta personal del jefe Esquina —respondió el anciano muy amablemente.

—Pero seguramente puede contarnos algo —agregó Leonor, también curiosa.

—En realidad, no. Es parte de la confidencialidad entre médico y paciente. No sería ético de mi parte ­—finalizó el médico, dando por terminada la conversación para fastidio de varios de los presentes. Leonor entonces cambió su táctica.

—Ingeniera... ¿puede decirnos si ocurre algo malo con Cacho Esquina? —indagó la mujer, poniendo realmente en un aprieto a Laura. No podía escudarse en la confidencialidad del médico sin parecer hosca y poco colaborativa con sus empleadores. Por otra parte imaginaba que Cacho le había solicitado al médico que la vigilara.

—No sabría decirle doña Leonor. Juan Esquina suele ser... hermético —contestó mintiendo lo mejor que podía, que no era mucho. La mujer mayor la estudió un momento, y Laura presintió que la mujer no estaba convencida pero igualmente aceptó la respuesta con una palmadita en su mano.

—Hermético es solo uno de los defectos de Esquina, y no el peor —acotó Leonor—. Polo... ¿por qué lo contrataste?

—Es barato —contestó Hipólito con un encogimiento de hombros, como restándole importancia­—. Y con el tiempo demostró que era competente, y leal... a su particular manera.

—No confío en ese hombre, Polo. Salió de la nada. Nunca toma descansos, parece no tener afectos ni familia —reclamó la Leona mientras mordisqueaba un canapé con delicadeza.

—¿Y eso es malo? No tiene ataduras más que con su trabajo. Para mí es ganancia —Hipólito ya estaba aburrido de la conversación y se le notaba en como hacía bailar entre los dedos su copa con burbujeante contenido.

—Pero también significa que es alguien que no tiene nada que perder. Y alguien así es impredecible. No me gusta lo impredecible.

—Tal vez. No lo tolero mucho, es insolente, testarudo, pero al menos tiene los huevos para decirme las cosas en la cara —contestó Hipólito mientras bebía champagne de una copa. A Laura le pareció un hombre cruel, pero no era estúpido, veía algo en Cacho que su madre no podía o no quería aceptar.

—A ese tipo nunca se le mueve un pelo. Es un témpano —agregó el subcomisario, que ya había conseguido una silla de otra mesa para sentarse.

—¿Y qué se puede esperar de un ateo? —dijo con desprecio el cura, con su cara alargada y arrugada, tenía unos ojillos rasgados negros y apagados. Laura reconoció en ellos el mismo fanatismo que en su madre adoptiva, y decidió que debía cuidarse de ese hombre.

—Quizás también sea socialista —agregó el intendente también con marcado desprecio­—. Tengo entendido que la peonada lo quiere mucho. No me gustan los caudillos populares.

—Y es más feo que el pecado ­—terminó Leonor con una risa aún más despreciable que casi todos festejaron. Laura sonrió por compromiso, igual que el médico, pero aprovechó para buscar con la mirada al objeto de las burlas de la mesa. Se daba perfecta cuenta que a pesar de que todo lo que decían fuera objetivamente cierto, Juan Esquina no era un ser vil como los que estaban con ella. Y deseó más de una vez que la fuera a rescatar de ese lugar, pero Cacho ya había desaparecido entre la gente.

Armando y Vélez ya se habían instalado cómodamente en una de las mesas largas junto a personas del pueblo, muchas de las cuales saludaban con verdadero cariño al enfermero, ya que éste muchas veces había ayudado a familias lugareñas con medicamentos y atenciones médicas gratuitas. En su extensa carrera de enfermero del ingenio, había asistido de emergencia en más de cincuenta partos, por lo que Gregorio "Goyo" Vélez era padrino de al menos doce criaturas en Rincón Quemado, y otras tantas en los pueblos cercanos. Y a nadie parecía importarle particularmente sus inclinaciones sexuales, que eran bastante evidentes.

—Cómo te quiere la gente, Goyo —comentó con sincera admiración Armando.

—No siempre fue así —respondió el otro con un encogimiento de hombros, como quitándole importancia al asunto—. Pero los tiempos cambiaron mucho. Jamás imaginé cuando era joven que podría vivir tan libremente.

—Tal vez... a mí todavía me causa desconfianza —dijo Armando mientras sorbía un poco de vino barato de un vaso de plástico—. No creo que pueda acostumbrarme ya a mi edad.

—¿Seguro que es solamente tu edad? —inquirió el enfermero suspicazmente— Creo que hay bastante más que eso.

—¿A qué te referís? —preguntó curioso Armando, y también un poco divertido. El enfermero hizo un gesto hacia Cacho Esquina que se acercaba a la mesa. A lo que el profesor contestó con una sonora y divertida carcajada.

—No es lo que pensás. Lo quiero como a un hijo.

—Sin embargo, en todos estos cinco años que trabajé con Cacho, jamás mencionó a un amigo cercano. Y desde que se separó de su mujer tampoco menciona familia... ni siquiera a su hijo —comentó realmente curioso Vélez. Armando podría haber contestado todas sus inquietudes, pero no era algo que pudiera ser explicado fácilmente, y por otra parte no era su derecho hacerlo.

—Él es así —fue toda la contestación que dio Armando. Cacho ya estaba a unos pasos, así que el enfermero le hizo lugar para que se sentara con ellos en la banqueta.

—¿Alguna novedad? —preguntó Cacho al tiempo que se sentaba a horcajadas en la banqueta, mirando hacia los dos hombres mayores. Goyo Vélez no entendió la pregunta, pero Armando sí.

—Ninguna. Todo bajo control —contestó el profesor, para mayor desconcierto del enfermero.

—¿Puedo saber de qué están hablando? —preguntó el enfermero. Los otros dos se miraron un segundo antes de contestar algo, cosa que incomodó aún más a Vélez.

—Gregorio, te lo vamos a explicar porque ya nos has ayudado bastante y sin pedir muchas explicaciones. Además corrés peligro por el solo hecho de acompañarnos —comenzó Cacho, y luego Armando explicó durante más de una hora la situación, resumida. El enfermero Vélez al principio pensó que estaban bromeando, pero una muestra sencilla de la Mirada terminó por espantarlo y convencerlo. Se arrepintió de haber pedido explicaciones, su hermoso mundo acababa de derrumbarse tal vez para siempre.

La oficial Bonelli había seguido toda la secuencia desde un costado del salón del complejo municipal, había sonreído con satisfacción por la cara de asombro de todos los presentes cuando su amiga entró con Cacho Esquina, pensó irónicamente que eran la Bella y la Bestia. No había ni rastro del hombre extrañamente atractivo que había conversado con ella esa misma tarde, era otra vez una carcasa de hombre sin gracia alguna, estaba como vacío. Observó cómo los invitados de la mesa más importante hablaban a espaldas del jefe Esquina, casi podía leer sus labios y comentarios crueles, pero también podía leer los gestos de incomodidad de su amiga. Estaba distinta, no solo por la vestimenta, había algo diferente en su semblante. Algo estaba distinto, tal vez quebrado o recientemente cambiado, no podía detectar qué era. También observó cuando Esquina se reunió con otros dos hombres mayores, uno era el enfermero y al otro no lo conocía. El desconocido habló largamente con el enfermero, que hacía unas caras de incredulidad evidentes. En dos oportunidades, Vélez quiso retirarse pero volvía a sentarse de golpe, como una marioneta a la que le cortaran los hilos. En esos momentos Cacho le colocaba una mano tranquilizadora en el hombro y murmuraba algo. A Sofía le pareció tremendamente inquietante la situación. Estaba pensando en acercarse para averiguar cuando percibió que había alguien parado a su lado, mirando en la misma dirección.

—Buenas noches, señorita —dijo el hombre con una voz muy dulce y tocándose con la mano el borde de su amplio sombrero negro. Era un gaucho muy bien ataviado, con sus pantalones y chaqueta blanca, un pañuelo rojo al cuello, además de un cinturón ancho con hebilla dorada y espuelas en las negras botas. Era alto y apuesto de una forma extraña, Sofía no podía clasificarlo en un rango etario específico, y le resultaba tremendamente familiar.

—Buenas noches, señor... —inquirió la policía con más suspicacia que educación.

—Ya nos conocimos ¿No me recuerda? —contestó el hombre extraño, mirándola de forma aún más extraña— Libado, Evaristo Libado — fue como un mazazo en la memoria de la policía. Lo había olvidado por completo, era el gaucho que había encontrado en el camino la noche del accidente. La mente de Sofía se aceleró con una sola pregunta: ¿Cómo podía haber olvidado su encuentro con ese hombre?

—Lo recuerdo... —contestó Sofía rearmándose como pudo, su memoria volvía a pedazos, y eran fragmentos incomprensibles de esa noche extraña. Cosas imposibles.

—¿Quién es ese hombre que se para y se sienta de manera tan graciosa? —preguntó el extraño gaucho mirando hacia Vélez, el profesor y el jefe Esquina.

—¿Cuál? ¿El enfermero Vélez? —repreguntó la policía, todavía desconcertada.

—Sí, supongo ¿Está con alguien? —indagó Evaristo, y a Sofía le pareció una pregunta muy extraña, pero también podía ser que el hombre se expresara mal.

—Usted no es de por acá ¿o sí? —preguntó Sofía ya con su mente un poco más ordenada, el hombre la miró con unos bellísimos ojos verde amarillos y se sintió compelida a agregar­— Porque es raro que en el pueblo no conozcan al enfermero Vélez y al jefe Juan Esquina.

—¿Cacho? —preguntó el gaucho con una sonrisa de maliciosa alegría que hizo estremecer a Sofía.

El gaucho cerró los ojos como disfrutando un secreto placer, la banda comenzó a tocar una zamba preciosa y muchas parejas se adelantaron al centro de la pista para bailar. Evaristo se adelantó unos pasos y luego giró muy galante, extendió una mano a Sofía invitándola a bailar. La policía tuvo que hacer uso de todas sus reservas de voluntad para resistirse, estaba en servicio y de uniforme. Pero lo que más la sorprendía es que a ella nunca le habían interesado los bailes folclóricos y no sabía ejecutarlos ni remotamente. El gaucho sonrió con unos dientes blancos como la leche —otro detalle que a Sofía no se le escapó para nada— y eligió una muchacha del pueblo. Para ser más exactos eligió la más bonita, que saltó a la pista como si la hubiera impulsado un resorte, no tendría más de quince años pero parecía dispuesta a todo, con una sonrisa radiante y un desparpajo propio de una mujer de más edad.

La música envolvió la pista y a las muchas parejas de bailarines, pero de a poco toda la atención fue concentrándose en Evaristo y la muchacha, porque bailaban con una sensualidad inusitada. El gaucho ni siquiera la tocaba, apenas pasaba su pañuelo rozando los cabellos de la chica y esta parecía entrar en éxtasis. Para ser más precisos, la mayoría de las mujeres alrededor comenzaron a sentirse acaloradas por los delicados movimientos de Evaristo Libado. Lo extraño es que no eran movimientos sugestivos en lo absoluto, era la exquisitez y suavidad conque lo hacía, parecía deslizarse por la pista de cemento. El gaucho a pesar de bailar con la jovencita no sacaba los ojos de encima de Sofía, que sin entenderlo sentía sus pezones explotar en el corpiño y una inusitada humedad en sus genitales. Comenzó a caminar titubeante hacia el gaucho, compelida sin remedio, su mente racional le gritaba que se detuviera pero su parte irracional quería arrojarse sobre ese hombre exuberante. El gaucho comenzó un zapateo feroz, y las espuelas de sus botas sacaron chispas del cemento. La gente se reunió alrededor para aplaudir y arengar, la muchacha bailaba como encantada alrededor de Evaristo, y Sofía se resistía pero avanzaba poco a poco, no podía quitar la vista de los ojos del extraño gaucho. Todo el sonido se amortiguó en la cabeza de Sofía, solo podía escuchar el repiqueteo de metal contra cemento del zapateo, y sus ojos solo veían esas pupilas verde amarillas que la cautivaban sin remedio. La parte racional de su mente seguía resistiéndose pero ya no podía aguantar mucho más, sabía que se rendiría de un momento a otro. A lo lejos escuchó un grito que no pudo descifrar, seguido de otros gritos que fueron aumentando en intensidad, eran gritos de espanto. Sus sentidos volvieron de golpe, el gaucho ya no estaba en la pista y la gente corría despavorida en todas direcciones, se empujaban y aplastaban a los que caían al piso. Sus colegas policías poco podían hacer con el desbande de la multitud que se agolpaba para salir por la puerta del complejo, algunos hombres saltaban las paredes desesperados. Sofía trató de entender qué ocurría o que decía la gente desesperada.

—¡El pata i'cabra! ¡El pata i'cabra! —gritaban y corrían. Algunas mujeres lloraban arrodilladas en el piso, tapándose los ojos o queriendo arrancárselos tal vez.

—¿Qué? ¡¿Qué pasa?! —comenzó a gritar a Sofía, detuvo a un joven que pasaba corriendo por su lado— ¡¿Qué pasa?!

—¡El pata i'cabra! —gritó aterrado el joven, Sofía lo reconoció como uno de los que estaban siempre en la cafetería del pueblo.

—¿Qué es eso? —le gritó la policía sacudiéndolo violentamente por los hombros para que reaccionara.

—Estaba bailando ese gaucho y alguien gritó que le miráramos los pies cuando zapateaba —el muchacho hizo una pausa de incredulidad y espanto—, no eran botas con espuelas las que sacaban chispas... ¡eran patas de cabra! —Sofía soltó al muchacho, estaba evidentemente borracho. Pero le dolía la cabeza como si hubiera estado haciendo un gran esfuerzo. Quiso caminar y trastabilló, hubiera caído pero la tomaron por ambos brazos. Eran Juan Esquina y el hombre gordo que lo acompañaba.

—Tranquila... —dijo Cacho, tenía un gesto de dolorgrabado en el rostro y se tomaba el costado izquierdo del torso— Miráme.

Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top