Como lo hizo Cacho

Anochecía. La luna comenzaba su lento peregrinar por la bóveda celeste, su reflejo pálido hacía aún más ominosa la escena. La camioneta del jefe de seguridad se estacionó frente a la puerta de entrada de El Caramelo sin demasiada ceremonia. Cacho y sus dos acompañantes descendieron del vehículo, se encaminaron hacia la vieja casona. El Viejo Pascual miraba la enorme mansión con una expresión de asombro y asco.

—Nunca había estado tan cerca de la mierda —dijo, frunciendo el ceño—, ni siquiera estando en las letrinas de Villa Azúcar.

—Mejor guardáte esos comentarios cuando hablemos con Hipólito —sentenció Cacho con seriedad, pero sus ojos mostraban algo de diversión ante el comentario del chamán.

—¿Le avisaste al dueño que venías con este tipo? —preguntó afligida Laura, que si bien no le caía bien el dueño, seguía siendo su empleador.

—Claro que no —contestó Cacho y le dirigió una media sonrisa traviesa—. Es mejor pedir disculpas que pedir permiso.

Esquina tocó el timbre y esperaron hasta que una mujer ya entrada en años y kilos los atendió. Al principio dudó si hacerlos pasar, pero Cacho despejó sus reservas con su extraña habilidad. La mujer los dejó esperando en el hall de entrada, rodeados de la lujosa y aromática madera de los muebles, las cortinas de satén y seda, los candelabros de cristal y los pisos de mármol de Carrara. A Laura y Pascual se les escapó un suspiro y un silbido de incredulidad, respectivamente.

—A la mierda —exclamó la ingeniera, que si bien esperaba lujo, el lugar superaba con amplitud sus expectativas.

—Será mierda, pero tiene buen gusto —completó el Viejo Pascual, sus ojillos buscando cualquier cosa que pudiera llevarse en los bolsillos.

Cacho sonrió divertido ante las exclamaciones, recordó que también reaccionó de la misma forma cuando visitó por primera vez El Caramelo.

—Y eso que no vieron los baños —dijo el jefe de seguridad, y al Viejo Pascual se le iluminaron los ojos con anticipación.

Esperaron apenas un par de minutos y la empleada regresó con instrucciones de hacer pasar solamente al jefe Esquina y la ingeniera Pérez. Cacho hizo caso omiso y llevó al chamán con él, ante las inútiles protestas de la empleada.

Hipólito Costa Carreras IV los esperaba sentado tras un labrado escritorio en su estudio privado, saturado del perfume del dueño y de aroma a tabaco del bueno. Ese estudio que había sido el lugar de trabajo de tantos de sus ancestros, cada pulgada de lujo comprada con el sudor de los trabajadores. La cara del terrateniente se transfiguró cuando vio entrar a sus empleados y además a un indio zaparrastroso.

—¡Qué significa ésto! —exclamó, incorporándose del sillón de caoba y terciopelo carmesí.

—Un indio que... —comenzó a decir Cacho, pero el dueño del ingenio estaba fuera de sus cabales. Recién en ese momento, tanto el jefe de seguridad como la ingeniera notaron que su empleador lucía notablemente desmejorado. Despeinado, con ojeras, manchas de café y algo más en la camisa.

—¡Estás despedido! —gritó Hipólito, después miró a Laura con desprecio— ¡Vos también, tilinga!

Lo último fue la gota que rebalsó el proverbial vaso. Cacho trastabilló y casi cayó al piso, un gesto de profundo dolor en el rostro. Laura supo lo que estaba ocurriendo, Pascual lo intuyó también, pero no esperaban el resultado. El rostro de Hipólito pareció volverse de ceniza, una inconmensurable tristeza se abatió sobre él, los ojos le estallaron en lágrimas; con movimiento titubeante abrió un cajón de su escritorio y extrajo un revólver, comenzó a llevárselo a la cabeza.

—Basta —pidió Laura en un susurro solo para Cacho. Que la miró con un dejo de vergüenza.

El dueño del ingenio pareció salirse de un trance, contempló la pistola en su mano con incredulidad. La soltó al piso como si le quemara, respiraba muy agitado.

—¿Qué me pasa? —dijo Hipólito, pero era una pregunta retórica desde su punto de vista. Porque algo había pasado.

—Estás asustado —contestó Cacho, mordiéndose los labios con culpa.

—Cagado de miedo —acotó Pascual—, y yo también.

Hipólito pareció recomponerse de a poco, sacó un cigarrillo del bolsillo de la camisa y lo encendió con manos temblorosas. Hizo dos o tres caladas rápidas, trataba de asimilar el arranque suicida que acababa de tener. Nunca había tenido esos impulsos y de repente, casi se vuela la tapa de los sesos. Miró al indio viejo y sucio que arruinaba la decoración de su estudio.

—¡Vos me hiciste esto! ¡Indio de mierda! —acusó el dueño del ingenio, también pensó en tomar la pistola y descerrajar un tiro al aborígen, pero se sentía demasiado cansado y curiosamente en paz.

—Pascual viene a ayudarte —dijo Cacho, todavía con un gesto de dolor, se tomaba ligeramente el costado izquierdo del torso.

—¿Ayudarme? ¿Este indio? —dijo con incredulidad y bastante sarcasmo Hipólito, una risa demente en los labios.

—Conoció a tu abuelo —contestó Cacho.

—Y al Familiar del ingenio —agregó el Viejo Pascual, con una sonrisa desagradable.

Hipólito tragó saliva, volvía a estar pálido y transpiraba con profusión, se podía adivinar que era sudor frío.

—Los escucho —dijo el dueño del ingenio.

*****

Regresaron a Villa Azúcar cerca de la medianoche, tenían que dejar al Viejo Pascual para que prepare a su gente para el ritual. El antiguo chamán parecía hasta contento con la situación. No era para menos, había negociado su propia ayuda y la de su gente a cambio de una bomba de agua eléctrica, paneles solares, y cámaras sépticas. Cacho y Laura también estaban contentos con la negociación, no eran ajenos al sufrimiento y necesidades de los zafreros. Además, ambos se asegurarían que Hipólito cumpliera con lo prometido.

La ambulancia de Goyo todavía estaba en el pueblo zafrero. Era habitual que el enfermero, además de las emergencias, se quedará a atender a los pobladores por todas sus dolencias o enfermedades. Hacía lo que podía —aun en contra de los deseos del ingenio—, y la gente lo quería muchísimo, era el "doctor" de la comunidad. Pero lo que no era normal es que la camioneta roja de la Brigada de Emergencias también estuviera ahí, estacionada detrás de la ambulancia, con las luces encendidas y música a todo volumen.

—¡Puta que lo parió! —dijo Cacho, bastante fastidiado.

—¿Qué pasa? —indagó Laura, un poco desconcertada.

—Estévez —masculló Cacho. Pascual, que viajaba en el asiento trasero, también dijo algo en chorote que sonó a desprecio.

Se detuvieron con una violenta frenada detrás del vehículo de la Brigada. Cacho prácticamente saltó del asiento del conductor y corrió hacia el otro, apagó la música y las luces. En ese momento, Goyo Vélez también descendió de la ambulancia y se acercó a su jefe, parecía haber estado esperando.

—¡Estévez! —llamó Cacho a los gritos— ¡Estévez!

—No aprende más este imbécil —dijo Goyo—. Me quedé por si acaso pasaba algo. Pero es astuto, trajo vino y cigarrillos, no lo molestaron para nada.

—Puta madre —refunfuñó Cacho—. ¡Estévez!

—Yo sé donde está —dijo Pascual, que ya los había alcanzado.

—Lleváme, por favor —ordenó Cacho.

Los dos hombres se dirigieron a uno de los barracones a oscuras, Laura hizo el intento de seguirlos pero Goyo la tomó del brazo, le hizo un gesto negativo con la cabeza. La ingeniera comprendió, o creyó hacerlo. Pero Gregorio Vélez había demostrado en el breve tiempo de conocerlo, que era una persona confiable y sensible.

Al cabo de unos instantes, desde una cabina se escucharon unos gritos de sorpresa de mujeres y también los insultos de Cacho. El Viejo Pascual también gritaba en su idioma cosas que no parecían lindas.

Pasaron un par de minutos más, Cacho regresó llevando a empujones a un Estévez desnudo que se tapaba las partes pudendas con la ropa que no había alcanzado a colocarse. Laura tuvo que reconocer que el jefe de la brigada se esmeraba en cuidar su figura, a pesar de la poca iluminación se podía apreciar el cuerpo trabajado, pura fibra y músculo. Además Estévez no era nada mal parecido, tenía facciones finas y delicadas en una tez ligeramente tostada. Era realmente atractivo. Comparado con Cacho eran Adonis y un duende. A la ingeniera le parecía extraño cómo la repelía Estévez desde un primer momento, no era mal educado, siempre era galante y se tomaba todas las recriminaciones con una sonrisa desarmadora. Pero algo, una especie de sexto sentido, le decía constantemente: peligro, por aquí no. Laura lo atribuyó al ya legendario apetito sexual de ese hombre, que era la comidilla de toda la región.

Cuando estuvieron cerca, la ingeniera se retiró a la camioneta de Cacho por pudor, pero aun desde lejos pudo percibir el olor a sexo y alcohol de Estévez.

—¡Vestíte! —ordenó Cacho, estaba que echaba fuego por los ojos. Lo empujó contra el costado de la camioneta roja de la brigada.

—Era una "fiestita" inocente... —balbuceó algo incoherente Estévez, con una sonrisa alcoholizada— de bienvenida al mundo de los vivos —completó, pero la respuesta que recibió fueron varias cachetadas a la cabeza.

—Había menores en tu "fiestita", pedazo de hijo de puta —le reprochó Cacho, y siguió golpeándolo en la cabeza.

—No sé, no pregunté —respondió el otro con una sonrisa que por momentos a Cacho le pareció ladina—, las madres estaban contentas con dejarlas conmigo.

El gancho ascendente fue brutal, el crujido de huesos y el chasquido piezas dentales que chocan violentamente, llegó hasta varios metros a la redonda. Laura contemplaba todo desde dentro de la camioneta y corrió la mirada, pero no podía sacarse de la cabeza ese ruido espantoso. Estévez estaba en el piso, con las piernas flácidas estiradas y la espalda apoyada contra una rueda. Cacho se quejaba de dolor mientras se tomaba el puño derecho.

—Dejáme ver —intervino Goyo, le tomó la mano para examinar si estaba fracturada, la masajeó un poco ante los quejidos de Cacho—. Creo que te fracturaste al menos un nudillo, en el mejor de los casos una fisura.

—Puta madre que lo parió —se quejó Cacho—. Fijáte cómo está este hijo de mil putas. Lo voy a mandar preso.

—No creo que resulte —dijo Goyo con resignación. Cacho también lo sabía.

El enfermero chequeó los signos vitales y las heridas del desmayado Estévez. Laura había descendido de nuevo y miraba la escena con incredulidad.

—Muerto, no está —diagnosticó Goyo.

—Qué mala suerte —contestó Cacho, mientras flexionaba con dolor la mano lastimada.

—Tiene un par de muelas rotas, pero nada más. Y creo que se desmayó más por el alcohol que por el golpe —terminó de decir Goyo—. Sin ofender, Cacho, pero dudo que un solo golpe tuyo noquee a semejante bestia.

—Eso crees vos —dijo Cacho, divertido—. Llevátelo en la ambulancia. Yo voy a manejar la camioneta de la brigada —y después se volvió a Laura con una sonrisa pícara—, te toca manejar la mía. No te pases de cuarenta.

*****

Pasó una hora hasta que finalmente terminaron con todo. Goyo dejó a Estévez durmiendo la borrachera en el trailer enfermería, después aplicó un vendaje a la mano lastimada de Cacho y le dio un calmante. Dejaron la camioneta de la brigada y la ambulancia estacionadas afuera de la enfermería. Cacho acercó al enfermero a su vivienda en el barrio de los trabajadores, y finalmente llevó a Laura a su casa. Se detuvo en el frente.

—¿Qué pasó con Estévez? —preguntó la ingeniera, lo intuía pero quería estar segura. A Cacho se le ensombreció el rostro.

—No es algo agradable de escuchar —contestó.

—¿Querés un café? —invitó Laura, sin dudarlo un instante. Cacho la observó y pensó un momento.

—Siempre que el azúcar no sea San Patricio —contestó con una media sonrisa

La cocina de la casa de Laura tenía algo de espartano, las cosas bien ordenadas y distribuidas. El caos de tazas y ceniceros de la reunión habían desaparecido. Cacho no pudo más que admirar el empeño que ponía su compañera en mantener su hogar, hasta le dio vergüenza que hubiera conocido su tráiler, que servía la doble función de oficina y habitación. Si bien la había hecho olvidar ese momento.

La mujer cargó la cafetera con agua y café molido, preparó dos tazas y se quedó pensando algo. Después, como si se hubiera acordado, salió de la cocina. Regresó al cabo de un momento, llevaba un pequeño aparato negro con antena. Encendió la radio y comenzó a juguetear con el dial. Cacho, ya sentado a la mesa circular, soltó una risita.

—¿Y a mi me decís que tengo que cambiar el celular? —comentó. La mujer entrecerró los ojos y lo miró con una divertida reprobación.

—No te creas que sos el único vintage del lugar —contestó—. Era de mi madre —agregó, y después de pensarlo un segundo—, adoptiva.

—Entiendo —dijo Cacho, un poco arrepentido por su comentario anterior—. Ojalá pudiera acordarme de los míos, adoptivos o no.

—No sabía —dijo Laura, sensibilizada—, perdón.

—No te preocupés, pasó antes de El Zorrito —dijo Cacho, quitándole importancia al asunto—. Uno de los efectos secundarios de estos "poderes" es que voy perdiendo progresivamente la memoria a largo plazo.

—No me habías comentado eso.

—No es algo que me agrade comentar —dijo Cacho, sacó un cigarrillo del bolsillo y le ofreció otro a Laura, que aceptó. Encendió los dos—. Por supuesto que tengo fotografías y sé quienes fueron, pero no recuerdo casi nada de antes del "evento". Murieron en un accidente un par de años antes.

—¿O sea que no te acordás de nada de tu niñez? —preguntó Laura, curiosa. Tenía esa sensación extraña de conocerlo.

—Cero. A veces tengo algunas pesadillas que parecen recuerdos, pero nada más —contestó el otro.

Finalmente, Laura se decidió por una estación de radio local, estaban pasando canciones viejas. Acompañó una canción de Sandro impostando una voz gruesa, sonaba "Como lo hice yo". Él se unió a la imitación, divertido. Los dos se rieron a carcajadas, después se miraron a los ojos.

Cacho se incorporó volteando la silla, no le importó. Arremetió contra la boca de Laura con una furia contenida, los dientes chocaron suavemente, las lenguas se encontraron, voraces. Las manos de ella se aferraron a la cabeza de él. Cacho la levantó del piso y ella se abrazó con las piernas a sus caderas.

El camino a la habitación fue casi sin respirar, se devoraban sin parar. Cacho la arrojó sobre el colchón, se arrancó la camisa y se desprendió el pantalón que cayó sin ceremonias a sus tobillos junto con el boxer. Laura al mismo tiempo se deshizo de su pantalón, ropa interior, los botines de trabajo ya habían caído en el trayecto. Abrió las piernas, y atrajó a Cacho hacia ella con vehemencia. El primer contacto fue una descarga de endorfinas que estremeció a los dos, las pieles se erizaron como electrificadas. Se movieron de forma salvaje hasta encontrar el ritmo adecuado, entrar y salir, jadear, salivar. A las pocas entradas Laura sintió una oleada de placer, los dedos de los pies se le abrieron por reflejo en un estremecimiento, sintió ese frío placer de la descarga que al mismo tiempo era asfixiante. Él se detuvo para darle tiempo a recuperarse, ella lo apreció mientras se retorcía suavemente teniéndolo dentro todavía. Ella le sonrió en la penumbra, le mordió juguetonamente una tetilla.

—Me encanta pero ¿Se puede mejorar "más" con ya sabés qué? —preguntó pícara.

Cacho sonrió, usó la Mirada con breves toques maestros para aumentar el deseo y prolongar el placer. Esa noche, no solo la cafetera se secó y se quemó.

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