Caminata

Las viviendas para el personal del Ingenio San Patricio están divididas por sectores, son como pequeños barrios periféricos alrededor de la planta y las oficinas, con sus calles, sus arboledas, sus plazas, hasta sus propios locales comerciales y escuela primaria para aquellos que viven en el lugar con sus familias, que no eran pocos. Pero usualmente las mujeres no trabajaban en el ingenio, se limitaban a actividades comerciales internas de las barriadas mientras sus maridos trabajaban en la empresa. Y esto había sido desde siempre, o al menos hasta hace un tiempo cuando algunas mujeres, como Laura García, comenzaron a incorporarse al personal del ingenio en un carácter más representativo que secretaria-adorno. La casa que ocupaba la ingeniera era bastante espaciosa y estaba muy bien cuidada, no la compartía con nadie porque en ese momento no había más mujeres profesionales trabajando, pero esperaba que pronto llegaran más para hacerle compañía. Las noches eran muy calladas y solitarias en esos barrios, durante los días de semana era habitual que a las nueve de la noche ya no se sintieran demasiados ruidos en las calles, pero eso cambiaba los viernes y sábados cuando escuchaba desde una ventana el sonido de alguna fiesta improvisada y las risas. No se atrevía a presentarse a ninguna fiesta, porque realmente no conocía a nadie todavía, y por otra parte trataba de mantener una imagen de profesionalismo delante del personal. Así que se quedaba escuchando con la ventana abierta mientras leía algún libro o chequeaba alguna información en su celular hasta que le daba sueño y se dormía. Tal vez fuera el tedio, pero cuando escuchó de la fiesta patronal, sintió una necesidad imperiosa de asistir. Pero no tenía realmente qué ponerse, así que hizo lo único que podía.

Laura descubrió que era bastante incómodo caminar por las instalaciones del ingenio vestida como mujer. En el trayecto desde su vivienda hasta su oficina en el taller, que eran aproximadamente unas cinco cuadras, había escuchado al menos veinte comentarios insinuantes. Murmullos más que nada y algún silbido lejano, de parte de todo el personal que ya estaba descansando o aprestándose a salir a la fiesta patronal en Rincón Quemado. La ingeniera no tenía por costumbre vestirse de forma muy femenina, y nunca se le había ocurrido llevar ropa para salir a su lugar de trabajo, así que le pidió prestado algo a la única persona con la que había entablado una especie de amistad incipiente, y Sofía Bonelli no era lo que se dice discreta para vestir. El vestido era azul profundo con pequeñas y delicadas incrustaciones de diminutos brillantes esparcidos al azar sobre un corte de satén de seda, y cuando Laura se movía daba la impresión de ser un cielo nocturno que se deslizaba. El pronunciado escote delantero y la espalda descubierta la incomodaban bastante, pero por fortuna el largo de la falda le había quedado un poco por encima de la mitad de los muslos. Laura imaginó que a Sofía le quedaría muchísimo más corto, ya que era más alta. Las sandalias a juego ­—también prestadas—, le quedaban algo grandes y tampoco eran ordinarias, sino de diseñador y con tacos de diez centímetros que la estaban haciendo ver las estrellas a cada paso que daba.

Pero de alguna forma extraña, aunque incómoda por la atención que estaba suscitando entre el público masculino, también su ego se sentía tremendamente estimulado. No era habitual para la ingeniera vestirse de esa forma, ni siquiera cuando estaba en la ciudad. Por otra parte tampoco le gustaba mostrar demasiado su cuerpo, que no era escuálido pero no lo consideraba voluptuoso como el de otras mujeres, Sofía para el caso.

El ruido de los tacos de Laura retumbó cuando entró a paso presuroso en el galpón del taller, la iluminación era tenue puesto que no había actividad, apenas un par de fluorescentes encendidos en la entrada y otro sobre la puerta de la oficina técnica. La ingeniera se acomodó el pequeño bolso donde llevaba su celular y la billetera, apuró el paso porque el lugar era inmenso, y sin actividad humana parecía aún más grande. Finalmente llegó a la oficina, abrió la puerta y entró. Buscaba las llaves de la camioneta que le habían asignado por su categoría, pero que hasta ese momento había usado solamente el día del accidente. Las sacó del cajón de su escritorio y partió nuevamente. Al salir de la oficina caminaba jugueteando con las llaves que tintineaban como ansiosas por ser usadas, pero cuando las guardó en el bolso, siguió sintiendo un tintineo extraño. Se detuvo y el ruido de su taconear se apagó lentamente, pero había algo metálico que tintineaba en el galpón. Laura miró alrededor con detenimiento, el ruido cesó casi con desgano. En el taller había muchos camiones, tractores y otras máquinas agrícolas desarmadas, además de motores suspendidos de cadenas, cualquier cosa podía hacer ese ruido metálico. Al cabo de un momento de observar, no detectó nada y continuó caminando hacia la salida. No había hecho dos pasos que sintió otra vez el ruido de metal pesado arrastrándose por el piso, esta vez mucho más fuerte. La ingeniera ni lo pensó, giró de golpe hacia el sonido.

Fue como contemplar la oscuridad misma, no podía explicar lo que veía, quiso gritar pero su voz la había abandonado por completo y su mandíbula se trabó en un horrendo grito mudo, tampoco podía cerrar los ojos al horror, paralizada por completo. Por primera vez en años, rezó de verdad. Luego un destello de luz blanca enceguecedora, los reflectores internos del galpón se habían encendido todos. Alguien la tomó del hombro suavemente, todavía veía puntos de colores por el destello de los reflectores, de a poco pudo divisar que Juan Esquina la hablaba pero no lo escuchaba. En el acceso al galpón, un hombre gordo y cincuentón estaba al lado del tablero de las luces mirándola con preocupación, Laura presintió que lo conocía pero no sabía de dónde. De a poco, sus sentidos fueron restableciéndose, Juan Esquina seguía hablándole mientras la sacudía suavemente tomándola por ambos hombros.

—Laura... Laura... ¿me escuchás? —parecía decir Esquina, ya que la ingeniera seguía sin poder oír pero podía ver como se movían los labios y deducir.

—¿Q-q-qué era eso? —atinó a decir. Cacho la miró con preocupación, después intercambió palabras con el hombre gordo que Laura no pudo escuchar, los dos parecían apesadumbrados, indecisos. Finalmente Juan se giró nuevamente hacia ella y su mirada pareció atravesarla de esa forma tan extraña.

—Miráme... —adivinó Laura que le decía Juan Esquina, y se sumergió en la oscuridad.

Decir que Laura se despertó es algo incorrecto, ya que ella no recordaba abrir los ojos, tampoco recordaba haberse dormido, pero la sensación fue la misma, solo que más violenta. De repente estaba mirando a través de la ventana de un vehículo en movimiento, llevaba la cabeza descansando relajadamente sobre el puño derecho. Alguien cantaba suavemente con voz melodiosa a su izquierda, era una triste canción folklórica. Miró algo desconcertada a su alrededor, estaba en una de las camionetas de la empresa, era de noche y los faroles del vehículo alumbraban el camino de tierra que se alejaba del ingenio. La única otra luminosidad venía del tablero de instrumentos y una brasa que se encendía intermitentemente. Juan Esquina conducía y fumaba. En el asiento trasero viajaba un hombre gordo que recordaba haber visto con Esquina, y también el enfermero Vélez. Ninguno estaba con ropa de trabajo, ella tampoco. Cacho, siempre fiel a su estilo, llevaba una camisa rojiblanca a cuadros de mangas cortas, un pantalón de jean y botas. El hombre gordo llevaba una remera rosada y pantalones bermudas con zapatillas, el enfermero era una mezcla de los otros dos. Recordó ir a buscar las llaves de su camioneta pero nada más. Vélez se acercó desde atrás al ver su confusión.

—¿Se encuentra mejor, ingeniera? —preguntó con ese don de gentes que lo caracterizaba.

—¿Cómo llegué acá?

—Se descompensó. Cacho y Armando la encontraron muy mareada en el taller.

—El taller... —repitió Laura, queriendo recordar pero le dolía hacerlo. También notó que Cacho se tocaba el costado izquierdo y hacía una mueca de dolor masticando el cigarrillo que tenía en los labios.

—La llevaron a la enfermería y estuvo descansando un par de horas. Pero como ya le dije cuando salimos, sus signos vitales estaban bien, no se preocupe ¿Le ha pasado antes algo así? Debería consultar a un médico —amplió Vélez, siempre muy educado.

—Ahora pasaremos por el médico del pueblo. Igualmente si no está en su casa, lo encontraremos en el baile y que la vea un momento —acotó Cacho, como al pasar. La ingeniera lo miraba todavía desconcertada, no entendía nada. El hombre gordo se acercó cuando Vélez se retiró, le extendió la mano abierta.

—Armando Lafuente —dijo sonriendo como un bebé regordete y viejo, su sonrisa parecía tan auténtica—. Creo que no nos habíamos presentado.

—N-no sabría decirle... —contestó Laura, pero le estrechó la mano— encantada.

El viaje continuó, Cacho canturreando suavemente, y los otros dos charlando animadamente en el asiento de atrás. Laura había escuchado de casos similares en mujeres drogadas y abusadas, se le estremeció el cuerpo de solo pensarlo, fue una oleada de asco incontenible. Primero se concentró en detectar dolores o sensaciones fuera de lugar en su cuerpo, después procedió disimuladamente a tocarse. Sintió que alguien la observaba, cuando levantó la vista a la izquierda, era Cacho. No le dijo nada, pero su mirada irradiaba una tristeza más profunda de lo normal. Después arrojó lo que le quedaba del cigarrillo por la ventana, con cierto enojo contenido. Siguió conduciendo, pero ya no canturreaba esa dulce melodía. De alguna forma, Laura presintió que lo había ofendido, pero sus dudas eran razonables ¿o no? Se despierta en una camioneta con tres hombres que apenas conoce sin memoria de las últimas horas. Bueno, de Vélez no podía sospechar porque era evidentemente gay, y el hombre llamado Armando tenía un cierto amaneramiento muy bien disimulado, pero su lenguaje corporal con el enfermero lo delataba también. Así que solamente quedaba Juan Esquina. Pero si Laura sospechaba que ese hombre era el niño de las pesadillas, no podría haberle hecho semejante cosa. La camioneta ingresó a la avenida principal de Rincón Quemado y las luces de colores que adornaban todo el recorrido la rescataron de todas esas cavilaciones. Juan Esquina avanzó dos cuadras y dobló a la derecha, avanzó cincuenta metros y estacionó el vehículo en una casa bonita, bien construida y arreglada. Se adivinaba a simple vista un ingreso económico muy superior a sus vecinos. El jefe de seguridad prácticamente saltó del vehículo cuando éste se detuvo, y azotó la puerta con cierto fastidio al cerrarla. Recorrió la corta vereda que separaba el ingreso de la casa de la calle, tocó la puerta y una mujer anciana lo atendió. Intercambiaron algunas palabras y Esquina regresó al vehículo.

—Como imaginábamos, el médico está en el baile —dijo al tiempo que se subía.

—Tal vez no haga falta, Cacho —dijo Laura, tratando de calmar las aguas, ya se sentía mal por pensar de esa forma de ese hombre. Cacho la miró un instante, después a Vélez, que se encogió de hombros.

—Como prefieras... igualmente, no estoy en servicio —acotó Esquina, todavía algo fastidiado pero ya no tanto. Arrancó el vehículo y pusieron camino al complejo deportivo del pueblo.

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