Archivos

El olor a papel rancio y tinta vieja era abrumador. También evocaba en Armando recuerdos de tiempos más felices, esos con su primer y obsceno amante. Tal vez si no hubiera sido tan inocente, o mejor dicho ignorante, todo lo que se desencadenó después se podría haber evitado.

El viejo profesor suspiró con resignación, había aprendido a ser pragmático acerca de lo ocurrido. Lo único que le importaba era la supervivencia, era un egoísmo muy bien asumido y calculado. Pero entonces, llegaba la pregunta que siempre lo sacaba de quicio, que lo estresaba a niveles insospechados: ¿Por qué ayudaba a Cacho?

Armando reconoció después de profundo auto análisis que no era un subconsciente deseo carnal por su otrora alumno. Es verdad que le caía bien, pero bajo ninguna circunstancia era su tipo. La amistad que tenían era una de necesidad, o por lo menos así la veía el académico, porque compartían los "dones" de la Mirada. Se estremeció al recordar como los obtuvieron y cerró esa puerta de la memoria con un portazo.

Armando había estado la mayor parte del día en la biblioteca central de la ciudad, buscando viejas leyendas o información, lo que fuera para enfrentar a un Familiar. Tal vez habría encontrado algo en la selecta colección que tenía el ABLO, pero todo había sido confiscado por la Justicia cuando ocurrió la tragedia. En ese momento trató de recuperar las cosas, pero ante la magnitud del evento la mayoría de los textos fueron "oficialmente" quemados. Sin embargo, fuentes extra oficiales le habían comentado que la mayoría de las investigaciones estaban ahora en poder de la Iglesia Católica, selladas a cal y canto. Era casi lo mismo que hubieran sido quemadas, las posibilidades de recuperar eran nulas.

Así que tenía que conformarse con rebuscar entre los textos más comunes, no tenía muchas esperanzas de encontrar algo. La biblioteca había sido digitalizada hacía unos años y podía consultar la existencia de cualquier libro desde la computadora, pero no era su estilo. Necesitaba el contacto con el papel, así que usó su posición como profesor universitario. Habló con el director, al cual conocía de algunas conferencias, para pedir una dispensa de ingresar a los archivos más viejos, incluida la hemeroteca. Mintió que estaba realizando una investigación para un libro sobre los ingenios en la época colonial temprana. La conversación fue extensa porque al director le pareció sumamente interesante, y Armando mintió sin parar pero con coherencia durante casi una hora. Podría haber usado la Mirada para convencerlo en un instante, pero tanto el profesor como Cacho tenían la convención de usarla solo como último recurso. Además, cada que Armando usaba la mirada, alguna parte de su cuerpo se hinchaba un poco más. Ese era su "efecto secundario", Cacho perdía la memoria, y él engordaba mórbidamente.

Tanto Armando como Cacho sabían que no tenía mucho sentido que los "efectos secundarios" fueran tan distintos. Teorizaron que los dones daban, pero al mismo tiempo quitaban lo que más apreciaban. Y el viejo profesor había sido un narcisista confeso desde su "milagrosa" recuperación. Otra vez se acercó a un recuerdo que prefería sepultar, cerró la puerta mental a esa memoria, al tiempo que también cerraba el quincuagésimo libro de una lista de cien que había redactado.

Faltaba al menos media hora para el anochecer y la luz de la tarde menguaba por la única pero amplia ventana del recinto. El director le había permitido acceder al depósito del tercer piso, donde estaban los textos más viejos. Era una sala inmensa, plagada de estanterías con volúmenes polvorientos, una mesa larga y algunas sillas al lado del ventanal. También estaba la bibliotecaria de la sección en su escritorio a la entrada; la señora Herminda, una mujer que parecía contener en cada arruga de su cara un gesto de hastío. Era el estereotipo clásico de una posición así, pero además era empleada pública. Las pocas veces que Armando le había consultado, esta estaba o comiendo o revisando su celular. Y la respuesta era siempre la misma: busque en la computadora, ahí está todo.

—A las diecinueve, me voy —comentó la mujer desde su escritorio, rompiendo el silencio y la concentración de Armando.

—La biblioteca cierra a las veintiuna y treinta —dijo Armando sin levantar la vista de un tomo de historia precolombina de los años treinta.

—No voy a discutir con usted —dijo la mujer con voz desagradable—. Yo trabajo hasta las diecinueve, cierro todo y me voy.

Armando bufó con cansancio, levantó la vista de su libro y la observó a través de sus lentes: flaca, vieja, enana, oscura, con aires de superioridad. «Sindicalista o acomodada política» dedujo. La plaga de las sociedades subdesarrolladas. Era probable que esa mujer ni siquiera hojeara ninguna de las maravillas impresas de la sección que tenía a cargo. El profesor observó el reloj de pared sobre la ventana, faltan quince para las diecinueve.

—Reviso un libro más y me voy —comentó a la mujer.

—Que sea rápido. Tengo cosas importantes que hacer —contestó Herminda, todavía desagradable y más autoritaria ahora que se había salido con la suya. Volvió a concentrarse en su celular.

—La puta que te parió —murmuró Armando, fastidiado por todo. No encontraba información y encima tenía que aguantar los desplantes de una ignorante.

El profesor se levantó de su silla y fue hasta el fondo de la hilera de estanterías, no sin antes darle un toque con la Mirada a Herminda, que sin motivos tuvo un breve ataque de pánico. Armando sonrió con malicia, disfrutando su propio chiste. Caminó por los pasillos iluminados con tubos fluorescentes, conteniendo la risa mientras sentía a la mujer hiperventilar y ahogar exclamaciones. Cacho seguramente hubiera reprobado ese accionar, pero en esos momentos al profesor le importaba poco lo que su antiguo pupilo pensara. La mujer se lo merecía, al menos desde su punto de vista.

Sintió la puerta de entrada al recinto abrirse y cerrarse, Armando dedujo que la empleada de la biblioteca había salido a tomar aire. Las luces fluorescentes parpadearon, una brisa helada recorrió toda la estancia.

—Armando —canturreó una voz dulce y para nada humana—. Armandito.

La voz erizó hasta el último vello del cuerpo del profesor. Conocía esa voz desde hacía años, mucho antes de El Zorrito. Era él. El Adversario.

—Armando —siguió la voz inhumana pero hermosa en todas sus cadencias—. No te escondas de mí. Después de todo somos viejos amigos.

Armando se asomó al pasillo entre las estanterías y lo vio. Era como lo recordaba la primera vez, enorme e inefablemente hermoso. Vestía de nuevo su inmaculado traje blanco, la cabeza casi tocaba el techo. Con una mano de largos dedos que terminaban en perladas y puntiagudas uñas acariciaba la cabeza de Herminda, que miraba al extraño visitante paralizada por el espanto. Aun desde los diez metros que lo separaban, Armando pudo ver y oler como la pobre mujer evacuaba por ambos orificios.

—Sabía que estabas por acá —continuó el Adversario, atento a cualquier movimiento, observaba con intensidad la mesa y la silla donde se había sentado Armando, como queriendo verlo en ese lugar pero sin lograrlo—. Me debés algo, te robaste algo que era mío. Eso no se hace. ¿No te enseñaron esos amorosos padres tuyos a ser un buen cristiano? —terminó la última frase con una risa llena de sarcasmo, pero no del divertido.

El profesor guardó silencio, no quería ni respirar. Sabía que desde El Zorrito, la Cosa que no era Hombre —como le decía Cacho— no podía verlo, o así parecía. No quería averiguarlo. Se escondió de nuevo detrás de una estantería.

—¡Armando! —tronó la Cosa, y el bramido fue acompañado de un chasquido húmedo y burbujeante— ¡Te voy a encontrar, cerdito! ¡Y te voy a comer muy, pero muy lentamente!

Armando se asomó a mirar. Herminda seguía sentada, el cuerpo le temblaba en espasmos incontrolables, pero su cabeza ya no estaba. Solo asomaban unos fragmentos de vértebras, y la sangre arterial brotaba de forma rítmica tiñendo las paredes con gotas carmesíes. La Cosa se limpiaba la mano monstruosa lamiéndola con abandonado placer. El profesor dejó escapar una involuntaria exhalación fruto del terror.

El monstruo, a una velocidad sobrehumana giró la cabeza y miró en la dirección de Armando. El profesor no pudo ni pestañear, sentía que lo atravesaban esos ojos amarillos como los de un depredador. La Cosa se desplazó los diez metros como deslizándose sobre el piso, hasta estar al lado de su presa. Pero aun así no podía verla, olfateaba sonoramente como una bestia en busca de comida.

—Huelo tu miedo —acusó la Cosa, mirando directamente hacia Armando, pero sin verlo realmente—. También tu cebo sudado. ¿Qué pasó? ¿Ahora te gusta ser obeso?

El profesor no contestó, miraba a la Cosa a los ojos sin atreverse a hacer ningún movimiento, la respiración se le había cortado, por fortuna. Pero no podía hacer nada con los ríos de transpiración que le recorrían todas las cavidades.

—Todo eso puede acabar, Armando —prosiguió la Cosa, usando otra vez un tono encantador mientras seguía degustando los sesos de Herminda que le habían quedado pegados en las garras—. Podés volver a tu vida normal. Solamente tenés que entregarme lo que robaste, y convencer a tu amigo Cacho que haga lo mismo. Los dos pueden volver a sus vidas.

Armando no negó que sesintió tentado de volver a su vida normal. Pero tenía serias dudas que esacriatura lo dejara vivo si entregaba su fragmento del tapao. Por otra parte notenía la menor idea de cómo hacerlo y mucho menos convencer a Cacho. Un gritoespantado rompió la escena. La Cosa se desplazó hacia la zona más oscura de labiblioteca y desapareció. El profesor se dejó caer al piso con toda suhumanidad, preso de un ataque de nervios, tenía los pantalones húmedos y no detranspiración. Lo último que vio antes de desmayarse fue al director de labiblioteca gritando histérico frente al cuerpo sin cabeza de Herminda, todavíase movía con algunos espasmos involuntarios.

Los siguientes tres días fueron extraños. La muerte de Herminda había resonado en todos los periódicos, se mencionaba un sospechoso pero en ningún momento el nombre de Armando Lafuente había salido a la luz. Era muy probable que lo imputaran con el crimen, pero no disponían de pruebas ni móvil. Además que era físicamente imposible que alguien le estrujara la cabeza como una uva a otra persona. Tendría que haber sido fuerte en extremo. Además la policía no encontró restos de sangre en el viejo profesor, y estaba tirado a diez metros del cuerpo. Pero eso no significaba nada, la fiscalía y la policía necesitaban una respuesta, de alguna forma vincularían a la única persona presente con el asesinato.

Armando había pasado las primeras dos noches en el hospital, custodiado. Y luego lo trasladaron al ala médica de la alcaldía, estaba oficialmente detenido por la investigación. Los interrogatorios se sucedían pero él no decía nada, no sabía cómo o qué explicar. La universidad había mandado sus abogados, pero al estudiar un poco el caso se habían excusado. Tenía que buscar un abogado penalista con urgencia, de momento solo lo acompañaba un defensor oficial cuya primera recomendación había sido que se declare culpable para alivianar la pena.

Al anochecer del tercer día lo llevaron a una sala de interrogatorios que era distinta de las demás. No había cámaras ni espejos. Armando temió lo peor. Al cabo de una hora de espera, esposado a la mesa, entraron dos hombres con inmaculados trajes oscuros. Al profesor no le parecieron abogados, ni tampoco policías. Tenían la piel pálida y unos rasgos extraños, ligeramente asiáticos en sus caras redondas. Por el corte y color de pelo, desde lejos podrían haber sido gemelos idénticos. Esbeltos y bastante más altos que la media. Se sentaron delante de él, con unas sonrisas que parecían muy ensayadas. Pero era todo lo que Armando pudo recordar, sabía que habían hablado de todo, de El Zorrito, del Adversario, de Cacho y él. Los dos hombres escucharon con atención sin borrar nunca esas inquietantes y perfectas sonrisas que irradiaban confianza. Pero cuando se fueron, no pudo reconstruir los detalles de la conversación, se sentía como borracho. Sin la ayuda del tapao, probablemente no habría recordado nada.

—Profesor Lafuente —lo despertó una voz de hombre, parecía amable pero tenía urgencia—. Profesor ¿se encuentra bien? ¿Le hicieron algo? —insistió el hombre, era bien parecido, con cabello castaño algo canoso peinado prolijamente hacia atrás.

—¿Quién es usted? ¿Dónde están los otros? —atinó a decir Armando, seguía sintiéndose muy ebrio, hasta con náuseas.

—Mi nombre es Ricardo Bonelli, soy abogado. Vengo a sacarlo de aquí, no se preocupe —contestó el hombre, se lo veía afligido.

—¿Sofía? —indagó Armando que de a poco comenzaba a hilar sus pensamientos.

—Es mi hija. Ella me pidió que lo ayude —contestó el abogado, aunque el rostro delataba cierta renuencia—. Por alguna razón cree que usted es inocente.

Armando sonrió complacido, pero por dentro sabía que de inocente tenía poco. No era el asesino de Herminda, pero tampoco había hecho nada para evitarlo. Cacho habría intentado salvarla, pero el profesor sabía mejor.

—Sofía me pidió que le diera un mensaje urgente —dijo Ricardo, parecía incómodo haciendo de mensajero—. No hay buenas noticias de Rincón Quemado.

—¿Qué pasó? —dijo Armando, tratando de mostrar sorpresa, pero ya nada le sorprendía.

—Hubo un incendio anoche, hay más de veinte muertos.

—¿Esquina? ¿Juan Esquina? —indagó Armando, muy a su pesar le importaba Cacho.

—No hay noticias.

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