🦋 Capítulo 55
Kenai.
Un breve cortocircuito neuronal me sacudió el cerebro.
Ya decía yo que el pájaro me sonaba de algo.
Era Donette, el amigo de Diego.
Diego, el padre del pez.
Marina..., el pez.
Ay, no.
—Papá, este es Oliver —pronunció Marina provocándome un mini infarto, seguramente el primero de los muchos que me esperaban esa tarde—. Y Oliver, él es Diego.
Los ojos del policía que susurraba a los agapornis no se habían despegado de los míos en ningún momento. No sabía lo que estaría pasando por su cabeza, pero en su mirada podía ver batallar tres pensamientos muy claros:
El primero: delatarme ante su hija y luego matarme.
El segundo: actuar como si nada y luego matarme.
El tercero: saltarse el intermediario y matarme.
De los tres fatídicos destinos que me esperaban, estaba seguro de una cosa: moriría aquel diez de mayo a manos de mi no-suegro para después servirle de alimento a su emplumado amiguito. Las prímulas son mis flores favoritas, por si a alguien le apetece venir a llorarme.
El hombre capaz de convertirme en alpiste para pájaros dio un paso hacia a mí con la mano extendida. Yo, con el miedo recorriendo cada célula de mi cuerpo, retrocedí. Una sonrisa irónica rompió el gesto serio de su rostro.
—Calma, muchacho —rio con cierta mofa—. Estoy fuera de servicio.
Tragué saliva y le estreché la mano, tembloroso.
—Un placer —asentí rehuyendo su mirada.
—Igualmente.
Un apretón poco amistoso me avisó de que, para él, aquella presentación, era de todo menos placentera.
—¿Qué has hecho para comer? —curioseó con hambre el pez.
—Berenjenas rellenas —respondió su padre quitándome con cuidado la jaula del pajarillo—. Y para Donette, Oliver a la plancha.
Aquella amenaza sonaba ridícula sabiendo que aquel animal con nombre de donut pequeño se trataba de un pollo con plumas bonitas, pero la forma que tuvo el policía de decirlo logró darme escalofríos.
Marina, no contenta con el comentario de Diego, le dio un toque de atención y le miró con desaprobación. Y él, totalmente desencantado con la advertencia de su hija, pronunció entre dientes un: «la comida está en la mesa», y entró en casa. Mi pequeño caos con patas me mostró una sonrisa tranquilizadora y entrelazó su dedo meñique con el mío para que la acompañase dentro.
A riesgo de salir con los pies por delante si no me daba la vuelta, me dejé arrastrar hasta la cocina, donde el padre de la criatura más bonita que había visto nunca acomodaba a Donette en la mesa, cerca de un platito con pipas peladas. Daba gracias a que las berenjenas estaban rellenas de verduras y no de carne, porque si no iba a tener que robarle el almuerzo al pajarraco.
Nos sentamos en nuestro sitio en completo silencio y con la incomodidad subiéndome por la nuca a modo de escalofrío. Para mi suerte o mi desgracia —aún no lo sabía—, la canija se percató de la tensión que se respiraba en el ambiente y buscó la forma de disiparla sacándole tema de conversación.
Mientras ellos hablaban de sus cosas, mi mente divagó por todas esas veces en las que le hablé a Diego del lío en el que andaba metido con su propia hija sin saber que lo era. A día de hoy sabía que me había acostado con ella en, al menos, dos ocasiones y que en una tercera estuve a punto de comerle el...
Estoy muerto.
Decidí empezar a comer con el fin de mantener mi mente ocupada, no obstante, el futuro responsable de mi entrada a prisión estuvo a punto de hacer que muriese atragantado con el primer bocado de berenjena cuando dijo lo siguiente:
—Por cierto, me suena mucho tu cara.
—Ah, ¿si?
—Sí —confirmó mientras le acercaba una pipa a Donette—. Tienes pinta de..., no sé, delincuente. ¿Has estado últimamente en comisaría?
Me quedé blanco.
—Papá —le advirtió su hija—. Por favor, no empieces.
—Solo quiero conocerle.
—Seis de abril. Accidente de tráfico. Vive a mi lado. Le conoces.
Mi corazón se alteró.
—¿Me conoce?
—Te conozco —amenazó Diego entre dientes—. Te llevé a comisaría.
—Ah, cierto, la multa.
—Sí, la multa.
Me estaba siguiendo el juego.
Tragué saliva y continuamos comiendo.
—Dime, Oliver. ¿Hace cuánto que eres vegano?
—Unos siete meses.
—¿Y está en tus planes dejar de serlo?
Aquella pregunta no presagiaba nada bueno, no me daba confianza y por un momento pensé que podría estar comiendo carne. Me saqué el tenedor de la boca muy despacio y puse mi atención en él.
—No.
—¿Quieres un dato curioso?
Asentí con cierto miedo.
—En prisión no hay menú vegano.
Pillé la indirecta al vuelo.
—Eso es injusto y cruel —repliqué.
—Es una cárcel, no un hotel. —Se encogió de hombros—. Espero que estés disfrutando de las berenjenas, he modificado la receta por ti.
—Sí, gracias. Están muy ricas.
Marina nos miró con extrañeza, parecía tener sus sospechas, pero no dijo ni mu. En su lugar, le empezó a contar cosas sobre mí a su padre con el fin de que la sensación tan rara que se respiraba en el ambiente se fuese desvaneciendo. Y lo consiguió. La incomodidad que se alojaba en mi interior y la tensión que danzaba entre Diego y yo desapareció.
La forma que tenía de hablar de mí era..., no sabía describirla, pero supe que me quería de verdad. Esos ojitos brillaban como si fuese lo más especial del mundo y, aunque lo cierto era que no valía tanto como ella pensaba, me hacía sentir bien. Quería comerle la carita a besos.
No hubo más indirectas ni amenazas pasivo-agresivas durante el resto de la comida. La parte buena era que el policía que susurraba a los agapornis parecía haberme dado una pequeña tregua. Y la mala era que podría acabar en cualquier momento. Los minutos pasaban y la ansiedad aumentaba.
Era la hora de volver a casa y yo aún seguía con vida, no lo entendía. Diego nos acompañó hasta la puerta, le dio un beso en la mejilla a su hija y a mí me estrechó la mano, pero no me la soltó. Un: «ve bajando tú, quiero hablar a solas con él», bastó para que mi corazón dejase de latir durante unos segundos.
Cuando Marina se fue, me preparé para morir.
—¿Por qué no se lo has dicho? —quiso saber.
—Por la misma razón por la que tú no se lo has dicho nada más verme.
Me observó en silencio y luego dictó su sentencia:
—Tienes hasta esta noche. Si no lo haces tú, lo haré yo.
🦋
Desde que abandonamos el hogar de mi no-suegro me había quedado mudo. Marina, durante el camino de regreso, trató de animarme diciéndome que no me tomara en serio las amenazas de su padre, que no me iba a poner los huevos de cascabel si pasaba algo malo entre nosotros. Y sinceramente, hubiese preferido mil veces escuchar eso en lugar del ultimátum que me había dado como despedida.
En cuanto llegamos a casa, Uxía nos recibió con una sonrisa de oreja a oreja. En otras circunstancias le habría devuelto el saludo con la misma alegría, pero mi cabeza amagaba con estallar en cada latido y no tenía ganas de fingir simpatía.
Iba a odiarme de todas formas.
No importaba.
—Tenías razón —admitió Marina.
—¿En qué? —indagó su amiga.
—En que tiene el nombre más bonito del mundo.
—¡Te lo dije!
Mientras Uxía celebraba aquel avance entre saltitos y aplausos de camino al salón, Marina me tomó de la mano y me condujo hacia su habitación. Me palpitaban las sienes por los mil pensamientos que martilleaban mis sesos sin piedad y no lograba ponerme de acuerdo. La cobardía me gritaba que lo dejara todo en manos de Diego, sin embargo, la responsabilidad me pedía que, por favor, fuese valiente y sincero.
Yo siempre había sido un cobarde.
Pero nunca era tarde para empezar a ser valiente.
La canija cerró la puerta y se pegó a mí entrelazando los brazos alrededor de mi cuello, cargándome de culpabilidad. Su mirada felina ronroneaba buscando la mía y su boca perseguía con cariño un beso que no llegaba ni iba a llegar.
Tenía que decirle la verdad.
Era el momento.
—Te he mentido —confesé contra sus labios y ella se separó—. Esa fue la tercera decisión de mierda que tomé: mentirte.
—¿Qué?
—Fue mi culpa.
—¿El qué?
—El accidente.
Arrugó el entrecejo y se puso seria.
—Reventó una rueda —recordó.
—Reventó porque se me olvidó cambiarlas y excedí el límite de velocidad —le expliqué con pesar—. El coche ni siquiera era mío, era de un cliente. Rafa y yo buscábamos un buen subidón y ahora yo...
—¿Ahora tú...?
Respiré hondo y lo solté:
—Estoy en arresto domiciliario.
Marina retrocedió un paso y me miró los tobillos, buscaba el localizador.
—Me lo he quitado antes de salir —aclaré, avergonzado.
—¿Cómo?
—Con mantequilla.
—No —espetó atravesando mis pupilas con las suyas—. ¿Cómo has podido mentirme? ¿Cuándo pensabas decírmelo?
La decepción nadaba en el azul marino de sus ojos, que me observaban como si me estuviese pudriendo. Un retortijón me cruzó el estómago cuando me di cuenta de que no había nada que yo pudiera hacer para volver a florecer ante ella.
Me relamí los labios.
—Para empezar a serte sincero, no pensaba hacerlo.
—¿Por qué?
—Porque me daba miedo lo que pudieras pensar de mí.
—Pienso que eres un egoísta por poner tu diversión por encima de las personas que te rodean y un mentiroso por ocultármelo —pronunció con firmeza, cada palabra era una puñalada directa al corazón, pero tenía razón.
—Lo siento.
—No tienes que pedirme perdón a mí.
Se dio la vuelta y abrió la puerta, invitándome a irme.
—Vete a casa.
—Marina...
—Kenai, vete a casa.
Por un instante, mis pulmones se bloquearon.
—Me llamo Oliver.
La agüilla salada temblaba en el precipicio de sus lagrimales, pero no dejaba escapar ni una sola gota. También comenzó a retorcerse las manos producto de la ansiedad y, a pesar de que me hubiese gustado frenar aquella tortura, murmuré un: «adiós, Eris» y me fui.
Holi, he vuelto, again 🤓
Estoy saliendo del bloqueo poco a poco, así que muchas gracias por la paciencia que me estáis teniendo. Ahora que parece que voy remontando espero publicar el siguiente capítulo el próximo domingo 💚
Contadme, ¿qué os ha parecido? 👀
Ahora que las cosas se han torcido un poquito entre nuestros dos intensitos, ¿qué creéis que va a pasar?
Diego se ha portado bastante bien al no decir nada delante de Marina, pero ¿le sancionará o le dará una segunda oportunidad?
En el próximo capítulo Oli se preparará para la boda de su padre y tendremos noticias de Sabri y de nuestra querida calabaza 🎃
Nos leemos en una semanita 🤗
Besooos.
Kiwii.
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