🦋 Capítulo 49
Eris.
El vaso de cerveza me humedecía las manos y las pequeñas gotitas de agua helada resbalaban sobre el cristal, el cual rezaba el nombre del bar en el que aguardaba la llegada del primer gran desamor de mi vida: Minerva.
No tenía ni idea de dónde había sacado las fuerzas para ir al sitio en el que tuvimos nuestra primera cita, desbloquear su número de teléfono y mandarle un mensaje diciendo que la esperaba allí, que necesitaba hablar con ella. En el momento en el que recibí su respuesta, me arrepentí. Pero ya no podía dar marcha atrás. No podía —ni quería— seguir huyendo.
Porque siempre había salido corriendo cuando se trataba de Minerva y ya era hora de enfrentarla.
Porque para ella siempre fui una cobarde y ya era hora de demostrarle que se equivocaba.
Porque nunca llegué a ponerle punto y final a lo nuestro y ya era hora.
Ya era hora de ser valiente.
La puerta del local se abrió, dejando entrar una corriente de aire fresco que me caló los huesos. Me giré un poco sobre el taburete y miré hacia la entrada con desinterés hasta que cierta mujer con el corazón esculpido en hielo apareció ante mis ojos, enfriándolo todo con tan solo una de sus miradas azuladas.
Cuando me vio, una sonrisa de medio lado se abrió paso en sus labios y un molesto escalofrío se alojó en mi espina dorsal. Se acercó a mí, altiva, decidida y con el sabor de una derrota disfrazada de victoria tentándole en la punta de la lengua.
Tenía que admitir que Minerva estaba muy guapa. Se había esforzado mucho en estarlo para conseguir el efecto que deseaba en mí. Quería hacerme babear. La Marina de antaño habría caído como una tonta en su pronunciado escote y se habría derretido a sus pies al pensar que, no muy tarde, podría quitarle ese ajustado vestidito y acariciar las bonitas curvas de sus caderas. La de ahora solo pensaba en comprarse su mismo atuendo y estrenarlo con un buen perreo en la pista de baile de Okmok. A ser posible, con Kenai acompañando mis movimientos por detrás.
Yo, en cambio, no me había molestado mucho en arreglarme. Venía preparada para irme a currar después de nuestra pequeña charla, así que el maquillaje brillaba por su ausencia y mi cuerpo se ocultaba tras la tela de un chándal bastante cómodo y calentito.
Minerva me saludó con dos besos, uno en cada mejilla, y se sentó en el taburete que se encontraba a mi lado mientras dejaba su bolso sobre la barra.
—¿Qué? —cuestionó—. ¿Te has dado cuenta ya de que el amor no va contigo y de que tu sitio está, únicamente, en el buen sexo?
Reí en silencio y le pasé mi vaso de cerveza.
—¿No la quieres? —preguntó con una ceja arqueada.
—No.
—¿Y para qué la has pedido?
En otras circunstancias le habría respondido con la verdad: «porque si no me echaban del bar», pero preferí tenerla de buenas a provocarla y que empezase a escupir veneno por la boca. No quería que acabase barriendo el suelo conmigo de nuevo. Así que me encogí de hombros y me esmeré en sacar la mejor de mis sonrisas, aunque estaba segura de que lucía un poco falsa.
—Para ti.
—Vaya —murmuró con arrogancia—. Primero me desbloqueas, luego me citas en nuestro bar y ahora me invitas a una ronda..., ¿debería tomarme esto como una segunda cita?
—No somos chicas de citas.
—Tienes razón.
Levantó el vaso de la barra y le dio un par de tragos largos antes de entrar en materia. Se relamió la espuma del labio superior mientras su mirada devoraba mi cuerpo con descaro hasta que sus pupilas se dilataron de manera casi imperceptible. El tono sugerente de su voz se coló en mis oídos pronunciando lo siguiente:
—Entonces..., ¿en tú casa o en la mía?
Mordí el interior de mi boca.
—He conocido a un chico.
—Ya —asintió—. ¿Y qué?
—Que estoy enamorada de él.
Minerva se enderezó en el sitio entre incómoda y sorprendida. No se esperaba aquella respuesta, era obvio. Ella había venido pensando que lo que yo quería era un polvo de reconciliación. Ese que me llevase a vivir de nuevo en un eterno invierno a su lado. La mala suerte era que yo ya me había acostumbrado al calor y me negaba a volver a pasar frío.
—¿Pero acaso sabes lo que es eso?
—Supongo que es ir a comprarle chuches veganas a las tantas de la noche solo para verle sonreír.
—Eso no es amor —rio—, es una soberana estupidez.
Fruncí el ceño.
—Qué sabrás tú sobre el amor.
—¿Y tú? —atacó—. ¿Qué sabes tú sobre el amor, Marina?
—Sé que tiene nombre y apellido.
—¿Y cuál es?
Tan rápido como abrí la boca para darle una respuesta, la cerré sin pronunciar ni una sola palabra. No me sabía su nombre, mucho menos su apellido.
—Esto es ridículo —escupió, cansada—. Ni siquiera sabes cómo se llama. Solo es una puta tangente más.
No, no lo era.
—Dejó de ser una tangente cuando me dijo el primer «te quiero».
—Decir «te quiero» follando es dejarse llevar por la emoción, no te confundas.
—¿Y decirlo en un abrazo calentito en el que te invita a escuchar los latidos de su corazón? —repliqué con las mejillas coloradas, no sabía si por la rabia o por el bonito recuerdo—. ¿También es dejarse llevar por la emoción?
Se quedó callada, buscando inspiración en la cerveza que le quedaba para escupirme algo que me dejase fuera de juego. Esperé y me preparé para encajar el golpe, pero no llegó. No entendía por qué aún no empezaba a ladrarme, yo misma tenía varias contestaciones que podrían hacerme barrer el suelo si estuviese en su lugar. ¿Por qué no lo hacía?
Sus ojos se perdieron en el fondo del vaso y sus uñas chocaron sucesivamente contra el cristal. Trataba de disipar la tensión alojada en nuestro silencio con aquella estridente melodía, aunque eso solo la acentuaba. Mi entrecejo se fue relajando con el paso de los segundos, devolviéndole la calma a mi expresión facial. El ritmo ansioso de mis latidos aminoró. Comprendí que no me atacaría de vuelta.
—Kenai es... —respiré hondo— un dos por uno: amor y buen sexo. Es increíble como con un simple beso puede alborotar y ordenar mi caos al mismo tiempo. Follar con él es una puta pasada, ¿y lo mejor? Que sabe querer bonito y se está tomando la molestia de enseñarme. —Nuestros ojos se cruzaron—. Puede que tangas razón en que estoy caducada, pero él se come los yogures caducados. Y eso, cariño, es amor. Amor del bueno.
«Cariño».
Esa palabra me impregnó el paladar de un sabor tan amargo que, de no ser porque aún tenía algo de educación, habría escupido al suelo para deshacerme de él. Aunque su significado desprendía afecto y ternura, mi tono de voz le había dado uno mucho más triste y doloroso. El resentimiento me quemaba por dentro.
Minerva se puso tensa e hizo una mueca de asco con la boca antes de abrirla y espetarme:
—¿Para esto me has hecho venir hasta aquí? ¿Para decirme que te vas a seguir follando a ese tío? Haz lo que te salga del coño.
—Te he hecho venir hasta aquí para decirte que he encontrado un verano en el que poder derretirme y que espero, de todo corazón, que encuentres el tuyo.
Me bajé del taburete y me di la vuelta.
—Tú eras mi verano, Marina.
—En verano no nieva, Minerva —dije dedicándole una última mirada—. Y tú hiciste que nevara mucho.
Pude notar cómo las lágrimas se le iban amontonando en las cuencas y cómo —por ser el ser más orgulloso que conocía— dejaba de respirar para no dejarlas escapar. Nunca antes la había visto llorar, y mucho menos por alguien. Ella era siempre la que provocaba el llanto desconsolado de las personas que se atrevían a estar a su lado, no al revés. Me daba vergüenza admitirlo, pero era todo un gustazo saber que acababa de romper su corazoncito de piedra.
Minerva asintió con la cabeza una sola vez y escondió sus ojos llorosos mirando hacia abajo. Ahí supe que no volvería a molestarme más.
🦋
Normalmente, al llegar a casa después de haber estado trabajando durante toda la tarde, habría saludado a Uxía con un gesto cansado y me hubiese metido en la cama sin molestarme en cenar o en cambiarme de ropa. Sin embargo, la mañana anterior le prometí a cierto muchacho que hablaríamos un rato por la noche antes de irnos a dormir.
Y tenía que cumplirlo.
Así que, tras entrar por la puerta y decirle un apresurado «hola, pastelito mío, ahora nos vemos» —como si me fuese a ir a algún lugar lejano— a mi rubia favorita, corrí hacia mi dormitorio. Tenía la ilusión de una niña pequeña la mañana del seis de enero, quien con emoción se levanta de la cama para abrir todos los regalos que le han dejado los Reyes Magos bajo el árbol. Yo tenía mi propio regalo esperándome al otro lado de la pared y, aunque sabía que esa noche no podría deshacerme de su envoltorio y jugar con él, irradiaba felicidad por cada poro de mi piel.
Mis nudillos repiquetearon la pared como un redoble de tambor y mi voz cantarina pronunció un «ricitos» alto y claro. La Marina cariñosa estaba despertando dentro de mí y lo sentía tan extraño como agradable. Kenai me tenía en sus manos. Tenía el poder de hacerme sentir mariposas y de matarlas en un solo pestañeo. Era acojonante.
«No la cagues», supliqué.
Unos segundos después de asomar mi cabeza por la ventana, los rizos achocolatados más suaves en los que había tenido el placer de enredar los dedos, aparecieron en mi campo de visión. Los labios que mi mente visualizaba pegados a los míos y a otras zonas de mi cuerpo se curvaron en una mansa sonrisa.
—Hola, canija.
Los bichos de mi estómago desplegaron las alas.
—Hola, ricitos.
—Me encanta cuando me llamas así —ronroneó.
«Y a mí me encantas tú», pensé.
Pero no me atreví a decirlo.
Sus manos sujetaban un plato pequeño con lo que parecían ser nuggets de vete-tú-a-saber-qué y enseguida me sentí un poco mal porque eso quería decir que acababa de interrumpirle la cena. A mí no me gustaba que me molestasen durante las comidas y tampoco me gustaba ser la molestia de los demás, pero a él no se le veía muy enfadado. Al contrario, lucía bastante contento.
—¿Qué estás cenando? —pregunté.
—Nuggets veganos, ¿quieres probar uno?
Asentí con la cabeza y extendí el brazo para alcanzar la pequeña pieza que sus dedos me ofrecían. Al morder un trocito y masticarlo despacio para poder degustarlo bien, tuve que contenerme las ganas de echarme a reír metiéndome los labios en la boca y apretándolos con los dientes. Sabía a pollo. ¡A pollo!
Enseguida me vino el recuerdo de cuando tuve que informarle de que las chuches estaban hechas con cartílagos de animal. Imaginármele escupiendo los nuggets por la ventana como hizo con los besitos de fresa, se me antojaba bastante gracioso.
Hacía ya casi dos meses de eso. Dos meses en los que me negué a ver sus brillantes ojos aceitunas asomados por la ventana, a escuchar su voz tranquila al otro lado de la pared, a sentir el cálido tacto de sus manos acariciando mi cuerpo y a llevarme su olor pegado en la piel. Dos meses en los que pasé de no querer nada a quererlo todo.
¿En qué momento habían cambiado tanto las cosas?
Mi mente divagó hasta la noche en la que nos conocimos, esa en la que bailamos hasta que nos dolieron los pies en Okmok y hasta que nos dolieron otras partes del cuerpo en la cama de un pequeño hotel de Madrid. Él había sido el único que había seguido besándome la carita después de correrse. El único que me había ofrecido un vaso de agua y una ducha calentita para recuperar las fuerzas. El único con el que había hecho el amor sin saberlo.
Ahí.
En el momento en el que volví a sentir mariposas.
Antes quería vomitarlas.
Ahora quería volver a sentirlas.
—Kenai.
—Dime, canija.
—Quiero bailar contigo —confesé.
En la pista de baile de Okmok, con las luces de neón tiñendo nuestra piel de diferentes colores, la música en segundo plano y nosotros en primero. Su entrepierna apretada a mi culo, sus manos sujetas a mi cintura y su boca pegada a mi oreja, susurrándome promesas obscenas que le haría cumplir más tarde en nuestra cama.
Kenai ensanchó su sonrisa, achicándole los ojitos y resaltándole los pómulos. Tenía ganas de darle un mordisco en la mejilla.
—¿Tienes planes para este sábado por la noche? —preguntó.
—No.
—Pues ahora sí. A las nueve te paso a buscar, así que estate preparada. Damos un paseo, nos vamos a cenar y terminamos la noche bailando.
Asentí con la cabeza con un entusiasmo que le arrebató una carcajada y ambos nos sonreímos como los típicos tontos de los que antes solía reírme. Continuamos hablando un ratito más mientras me ofrecía algún que otro nugget para hacer callar a mi estómago, y cuando cerramos nuestras ventanas para irnos a dormir, me sentí en una nube de la que esperaba no caer nunca.
¡Holi! ¿Cómo estáis? Espero que bien 🥰
Siento la tardanza, me pusieron dos exámenes en la misma semana y los llevaba demasiado flojitos como para centrarme en terminar el capítulo. Uno de ellos al final no lo hice porque me puse malita y el otro creo que me ha salido bien, ya veremos 🤓
¿Qué os ha parecido el capítulo? No sé vosotras, pero yo estoy muy orgullosa de Marina 🤧
¿Tenéis parte favorita? La mía es cuando se despide de Minerva diciéndole que ella ya ha encontrado a su verano 🥺
Ahora es todo muy bonito, pero voy a resaltar una frase concreta del capítulo: «Kenai me tenía en sus manos. Tenía el poder de hacerme sentir mariposas y de matarlas en un solo pestañeo». Ahí lo dejo...
En el próximo capítulo tendremos la primera parte de la cita (porque sí, se va a dividir en varias jeje), ¿qué creéis que pasará? 👀
Besooos.
Kiwii.
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