🦋 Capítulo 3
Kenai.
El oficial de policía arrodillado a mis pies terminó de ajustar la pulsera electrónica en mi tobillo derecho, sus compañeros hablaban entre ellos a unos metros de nosotros y me miraban de reojo como si fuese a escaparme en cualquier momento; me hacía sentir bastante incómodo y molesto que me tratasen como a un preso recién salido de prisión que era potencialmente peligroso, pero lo cierto era que me lo tenía merecido, no podía andar quejándome del trato recibido.
Anoche, nada más recibir el alta y salir del hospital, me llevaron a comisaría y me pusieron a disposición de un juzgado de turno para implantarme prisión domiciliaria mientras se llevaba a cabo la investigación de lo sucedido en el accidente y llegaba la fecha de mi juicio.
Mi padre me observaba con el ceño fruncido y una expresión facial demasiado seria plantada en su rostro, lo que no hacía más que agrandarme el nudo del estómago a cada segundo que pasaba; él se encontraba de brazos cruzados, apoyado contra el marco de la puerta que daba paso al salón de la casa a la que el juez me había destinado para pasar mi pena preventiva y con una decepción en sus ojos oscuros que me removían algo dentro.
—Esto es un dispositivo de localización permanente —me explicó el policía arrodillado; tenía entendido que se llamaba Diego—. Si sale de casa, lo sabremos. Así que, por favor, no haga nada de lo que pueda arrepentirse más tarde porque la pena por quebrantamiento de prisión domiciliaria va de seis meses a un año. ¿Le ha quedado claro?
—Sí, sí. Clarinete.
—Encima con recochineo —comentó otro de los uniformados—. Ya se te irán las ganas de burlas, ya.
Rodé los ojos y di una respiración profunda antes de cruzarme de brazos y esperar a que los agentes se fueran de la que sería mi hogar por un tiempo. El que me estaba atendiendo se puso en pie y me lanzó una mirada de advertencia que mezclaba algo de compasión.
—Le llamaremos y le haremos visitas aleatorias para asegurarnos de que se encuentra aquí —agregó el que me estaba atendiendo—. Sea responsable.
No contesté ni verbal ni gestualmente, solo me mantuve neutral viendo como los tres oficiales se despedían y salín del pequeño pisito para dejarme a solas con Juan, mi padre. Este continuaba en su misma posición con sus ojos clavados en mí en todo momento, como si de alguna forma intentase aniquilarme telepáticamente; estaba cabreado, era obvio.
Me relamí los labios y me encaminé hacia el sillón que había cerca para sentarme y esperar paciente a que el hombre que me había criado comenzara a hablar. La conversación que tendría lugar en unos instantes, sería de todo menos bonita. Estaba algo acojonado porque sabía que la había cagado muchísimo más con él, ni siquiera me atrevía a mirarle a la cara por más de dos segundos.
—Manda huevos —murmuró con decepción y molestia—. Que después de diez años sin verte el pelo, las únicas noticias que tengamos de ti sea que has acabado en el hospital y mandado a tres personas más allí por tu puñetera imprudencia en carretera.
Me había ido de casa con quince años porque no soportaba la idea de que mi padre se hubiese echado una nueva novia. Mi madre nos había abandonado cuando yo no tenía más que doce y me negaba a aceptar que no iba a volver con nosotros, la quería, quería que regresase y que me acariciase el pelo por las noches como hacía cuando no era más que un renacuajo. Juan pasó página, yo no.
Me arrepentía, pero ya era demasiado tarde para enmendar las cosas, era consciente de que fue una decisión precipitada el marcharme y no querer saber nada de él ni de mi nueva familia, solo era un niño encabronado que no pensó en las consecuencias a largo plazo que acarrearían mi partida. Desde que ella se fue, no hice más que juntarme con lo que la gente consideraba malas compañías y meterme en problemas con la pasma, dándole decepción tras decepción a mi padre. Aquella no era la primera vez que estaba en un lío, pero sí era el más gordo y serio de todos.
—¿En qué estabas pensando? —cuestionó—. En nada, como siempre, ¿no? Primero actúas y luego piensas, ¿a qué sí?
—Ha sido un accidente... —susurré.
Él rio sin gracia y se acercó a mí con pasos vacilantes. Cuando estuvo a un poco distancia, puso las manos en los reposabrazos del sillón y se inclinó hacia a mí, haciendo que yo pegase la espalda en el respaldo.
—¿Un accidente? Sobrepasaste el límite de velocidad con un coche que ni siquiera era tuyo —espetó—. Has tenido suerte de que el taller en el que trabajabas se haya hecho cargo de tu insensatez y no te hayan puesto más cargos encima. Lo malo es que te han despedido, aunque viendo lo que hacías, a lo mejor ha sido hasta algo bueno.
—¿Me han despedido?
—¿Qué esperabas? Cogiste el coche de un cliente y te creíste piloto de Fórmula 1.
—Era para probar si iba bien después de los arreglos que le hicimos —defendí lo indefendible—. Rafa quería...
—¿¡Eres gilipollas o qué te pasa!? Tienes veinticuatro años, ¡madura! Tu amigo está grave por tu culpa, ¿sabes? Deja de cachondearte —gritó notablemente cabreado—. Ahora se está muriendo.
—No se va a morir.
Intentaba convencerme a mí mismo más que a él.
—Eso no lo sabes —insistió—. ¿Y sabes qué, pase lo que pase, irás a la cárcel igualmente?
Sí, lo sabía. El día del juicio me sentenciarían a pasar un tiempo en prisión, lo tenía muy claro, no habría nada que me salvase de aquel destino, y todo por imbécil. Porque la razón por la que había estallado una de las ruedas del vehículo fue porque estaban desgastadas, tenía la obligación de cambiarlas y fue lo único que se me olvidó hacer.
—No te reconozco, Oliver. —Negó con la cabeza—. Mira en qué te has convertido. ¿Qué es lo que he hecho mal? Dime. ¿Remplazar a mamá? ¿Todo esto por eso? —hizo una pausa—. ¡Crece de una vez! Ella nos abandonó, no nos quería. Y creo que lo que menos me merecía era perder también a mi hijo, ¿no crees?
Me quedé callado, se me había formado un nudo en la garganta.
—Mamá nos quería —dije arrugando el entrecejo.
—Mamá prefería más la cocaína que a nosotros. Decidió marcharse porque no quería desengancharse, acéptalo.
—Precisamente, se fue para desengancharse.
—¿Y cómo es que después de trece años aún no ha vuelto?
Aquello me escoció mucho y no lo pude soportar más. Aparté las manos de mi padre del sillón y le empujé hacia atrás para que se alejara de mí. Él suspiró y me reprendió con la mirada mientras que lo único que podía hacer yo era contener la rabia en mi ser; no me gustaba que hablara así de ella, aunque tuviera cierta razón, pero aún no quería sacar conclusiones de lo que pasó, no quería verla como una drogadicta que prefirió la droga por encima de todas las cosas.
—No voy a sacarte de este lío, Oli. —Volvió a negar con la cabeza—. Hace diez años que decidiste dejar de tener padre y yo ahora mismo decido dejar de tener un hijo. No sé de qué te ha servido alejarte de tu familia y de tus amigos de toda la vida, esos que eran personas decentes y no con los que te juntas ahora. Pero espero, de todo corazón, que te vaya bien.
Dicho esto, se dio la vuelta y se encaminó hacia la salida del piso, cerrando con un portazo que hizo que se me saltaran un par de lágrimas. Cogí una bocanada de aire y dejé caer mi espalda contra el respaldo mientras la expulsaba de mis pulmones, me tallé los ojos con el pulgar y el índice y sollocé en silencio.
«La has cagado a base de bien, tío», pensé.
Me sentía fatal, me dolía el estómago, el corazón me latía dolorosamente rápido y tenía la sensación de que me costaba respirar cuando no era así. Pensaba en lo estúpido que había sido en mi toma de decisiones desde mi adolescencia. Había, definitivamente, perdido a mi familia. Y, posiblemente, matado a mi amigo Rafael.
Él había sido con quien había estado desde que me escapé, con quien me había buscado la vida, con quien me había metido en mil y un problemas y salido de todos ellos, con quien había estado compartiendo un pisito barato y trabajando en el mismo mecánico. Yo me había ido de casa por mi propia voluntad, pero a Rafa le habían echado como si fuese un perro que había acabado mordiendo a alguien. Éramos las ovejas negras de nuestras familias y cada uno habíamos sido la salvación del otro.
«Ahora estoy solo».
Me reincorporé al instante y me eché el pelo hacia atrás a la vez que hacía mi mayor esfuerzo para recomponerme. Me sorbí la nariz y respiré con calma antes de sacar mi teléfono móvil de uno de los bolsillos delanteros de mis vaqueros para poder ver la hora; la pantalla estaba rota, pero había tenido la suerte de que funcionara.
Estaban a punto de dar la una de la tarde y yo aún no había deshecho las maletas, así guardé el dispositivo donde estaba, me puse en pie y me encaminé hacia mi habitación; toda la casa parecía ser antigua, pues las paredes tenían un color desgastado y los muebles tenían pinta de ser los típicos que hay en los hogares de los ancianos.
Mi cuarto estaba vacío, solo tenía una cama pequeña que tenía pinta de sonar al mínimo movimiento, un armario para la ropa, una mesita de noche y una cómoda; era todo bastante soso para mi gusto, pero no estaba en condiciones de quejarme. Me sequé la humedad de los ojos y me puse manos a la obra con el contenido de mis maletas; me había traído todo lo que había podido.
Cuando estuve finalizando de colocar la ropa en el armario, me vino un olor a humo de cigarro que me hizo arrugar la nariz y hacer una mueca de asco; no había cosa que me desagradase más que el tabaco, lo odiaba. Las veces que Rafa fumaba en casa le perseguía con un ambientador allí donde fuera, cuando compraba más, se lo escondía o tiraba porque la forma que tenía de toser por las noches me hacían saber que aquello ya le estaba arruinando por dentro. Él era asmático y ese vicio empeoraba su estado, pero nunca pude impedir que lo dejase.
Me di la vuelta y busqué la dirección de la que provenía aquel tufillo, topándome con la ventana que había al lado de mi cama abierta de par en par; esta daba al patio interno que compartía con los vecinos de dos edificios diferentes. No tardé en dirigirme hacia allí y asomarme. En el momento en el que miré a la izquierda, la vi.
El caos que tantas noches de sueño me había quitado por pensarla estaba apoyado en el alféizar de su ventana, con un cigarrillo entre los dedos de su mano derecha mientras miraba hacia ningún punto en concreto. Tenía su cabellera corta sujeta de una pequeña coleta y con algunos mechones sueltos; parecía que se acababa de levantar de la cama.
Ella estaba viviendo en el edificio contiguo y había dado la gran casualidad de que la pared de su habitación daba con la mía.
Me relamí los labios y sonreí de medio lado.
«Esto lo voy a gozar».
—Qué hay, vecina —saludé con cierta mofa.
Me miró y su cara se descuadró.
—No. No, no, no... —Se metió dentro de su casa—. ¡No, joder, no!
—Yo también me alegro de volver a verte —agregué con sarcasmo—. ¿Qué si estoy mejor? Sí, bueno. Aún me duele un poquito la cabeza, pero estoy bien. Gracias por preguntar, eres muy amable.
Volvió a asomarse con una cara de póker que me divertía.
—¿Qué haces tú aquí?
—Me he mudado. —Sonreí.
—Pues vuelve a hacerlo.
—¿Eres así de antipática siempre?
—Qué te follen. —Dio una calada a su cigarrillo y evitó mirarme.
—Cuando quieras.
Me asesinó con la mirada.
—Vale, ya en serio —dije—. ¿Hice algo que te molestara para que seas así conmigo ahora?
«Aparte de follar mal».
—No.
—¿Entonces?
—Eres una tangente.
—Sí, eso dijiste —afirmé—. ¿Ves a todo el mundo de esa forma?
—No. También están las paralelas y las asíntotas.
—Explica eso —pedí, interesado.
Dio una larga calada y expulsó el humo hacia arriba.
—Las paralelas son los amores imposibles, líneas que nunca se encuentran —enumeró levantando un dedo—. Las asíntotas son aquellas que se acercan mucho sin llegar a rozarse, amores platónicos. —Levantó un segundo dedo y procedió a alzar el tercero—. Y, cómo ya te comenté en su día, las tangentes son esas que se encuentran en un punto y luego se separan para siempre, siguiendo caminos diferentes.
—¿Y qué hay de las relaciones con final feliz?
—Eso no existe.
—¿Sigues todo eso a raja tabla?
—Sí.
Parpadeé, atónito.
—¿Y eso nos impide ser amigos o algo? —indagué.
—Veo que las matemáticas no se te dan bien.
—A ti tampoco.
Arrugó el entrecejo y regresó sus ojos azules a los míos.
—Explica eso —pidió.
—¿Sabías que las paralelas se cortan en el infinito? Así que ese amor imposible ya no lo sería tanto. ¿Las asíntotas? Más de lo mismo. ¿Quieres que te cuente sobre las tangentes?
—No —sentenció apagando el cigarrillo en el alféizar notablemente molesta—. Es suficiente.
Sin más, cerró la ventana y se fue.
¡Holi! He tardado un poquito más en actualizar porque la cobertura me iba a pedales, pero ya lo tenéis por aquí c:
¿Cómo estáis vosotros/as? Yo acabé suspendiendo el examen de conducir con cinco fallitos, para la próxima será :'c
¡Espero que os haya gustado el capítulo!
Besoos.
Kiwii.
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