🦋 Capítulo 24

—Anselmo —pronuncié con picardía.

Diego, quien se encontraba al otro lado del umbral, se rio por lo bajo y le echó un rápido vistazo al bicho emplumado que descansaba sobre su hombro derecho. Había llamado a mi puerta minutos después de que terminase de desayunar para hacerme esa visita rutinaria en la que se aseguraba de que estaba cumpliendo con el arresto.

—¿Por qué quiere ofender a mi amigo? —se quejó con diversión—. Qué nombre más feo.

—Eh, un poco de respeto —fingí molestia—. Que así se llama mi novio.

—¿Su novio se llama Anselmo?

—Sí. Anselmo Miguel —afirmé—. Alias: calabacita.

Parecía mentira, pero era anécdota. Aquí mi amigo tenía un nombre compuesto de esos típicos de su pueblo; le pusieron Anselmo por el padre de su padre y Miguel por el padre de su madre. Las pintas que tenía de buen chaval desaparecían por completo si alguien tenía el valor de llamarle por su primer nombre, se transformaba en un monstruito feo y con muy mala baba. Algo así como Gollum.

—Enséñeme la tobillera, anda —pidió entre risas.

El policía se agachó y yo puse el cachivache a su disposición levantando un poco la tela del pantalón para dejarlo a la vista. Mientras él lo toqueteaba para comprobar que todo estuviese en orden y que no había intentado quitármelo, yo estuve pendiente del pajarillo. Este estaba picoteándole lo pelillos de las orejas al hombre y no paró hasta que consiguió arrancarle uno, aunque eso no pareció importarle a su dueño.

Seguía pensando en cual podría ser su nombre, no me iba a rendir con facilidad. Necesitaba que el agente me diera ese día de libertad que me había prometido si lo adivinaba. ¿Cómo podía llamarse un Agaporni? No tenía imaginación para esas cosas...

—Dame una pista.

—Tiene nombre de comida —respondió.

—¿Eres vegano o vegetariano? —indagué.

—No.

—Listo. Alitas de pollo.

—Eh, un poco de respeto —fue su turno de regañarme.

Una vez que acabó de revisarme el localizador, se puso en pie con lentitud para no asustar al animalillo que llevaba consigo y me miró intentando poner su mejor pose de poli malo, de esos que tú los ves y sabes que es mejor no tocarle las pelotas porque acabarás pasando la noche en el calabozo; me habían tocado varios así a lo largo de mi vida y, como me gustaba mucho eso de vacilar a la gente, siempre la liaba. La cara de Diego ya de por sí transmitía eso, hasta que empezaba a vacilarte más de lo que tú eras capaz y te dabas cuenta de que era el poli bueno.

—Ha intentado quitárselo, ¿verdad? —Su voz sonó tan grave que me sentí amenazado por Hulk.

Me quedé petrificado. ¿Cómo había...? Hacía días que no me la quitaba, era imposible. Miré mi tobillo en busca de algún signo que me indicase si había dejado algún pegote de mantequilla en el cacharro que no había visto a la hora de limpiarlo, si tenía algún rasguño, cualquier cosa. Estaba impoluto.

—Era broma. —Sonrió con inocencia—. Vamos, vuelva a bombear sangre.

Intenté mostrarme divertido ante su guasa y le seguí el rollo. Su risilla de villano cesó en cuanto su teléfono móvil comenzó a sonar, lo que aproveché para llevarme la mano al pecho y coger una profunda bocanada de aire para recuperarme del susto; acabaría muerto de un infarto.

Él sacó el dispositivo de uno de los bolsillos de sus pantalones y lo descolgó con una gran sonrisa de oreja a oreja. Respondió con un «Hola, cariño» tan feliz que me dio algo de envidia; estaba seguro de que se trataba de alguien de su familia y pensar que yo la había pifiado con la mía y que nadie me iba a volver a llamar con un saludo de aquella índole, me deprimía.

Un minuto después, colgó.

—Era mi hija —me contó con alegría—, me ha invitado hoy a comer.

—¿Tienes una hija? Vaya...

—Sí, es de su misma edad.

—Ah, ¿sí? —Alcé las cejas y saqué al vacilón que llevaba dentro—. ¿Y es guapa?

—Preciosa —aseguró.

—Preséntamela.

Soltó una sonora carcajada.

—Lo siento, muchacho. He visto su historial, no es el tipo de chico que quiero para mi hijita —se lamentó—. Además, usted ya tiene al tal Anselmo.

—Bah, ese me ha cambiado por mi exnovia.

—Venga, pórtese bien. —Volvió a reírse—. Hasta luego.

—Adiós.

Diego se dio media vuelta y desapareció por las escaleras de descenso.

🦋

El ataque de tos de Rafael me desveló de madrugada. Cada día que pasaba era más fuerte, persistente y desagradable, parecía que se estuviese asfixiando y eso me asustaba. Su dificultad respiratoria nos hizo ir corriendo a urgencias en varias ocasiones, no recordaba una noche en la que pasase tanto miedo como aquella en la que me despertó en busca de ayuda porque se ahogaba; sus bronquios habían terminado cerrándose. Eso pasó hacía bastante tiempo, pero desde entonces, siempre que le escuchaba toser de esa forma tan escandalosa, iba a su cuarto por si necesitaba algo.

Me levanté de la cama y me dirigí con pasos apresurados hacia donde él se encontraba. En cuanto abrí la puerta de su dormitorio, le vi sentado en el borde del colchón tomándose la medicación desde su inhalador. Sin embargo, eso no fue suficiente para que la tos cesase, era como si no fuese producto del tabaquismo ni del asma, sino de algo más de lo que no tenía constancia.

Estuve quieto en la entrada observándole hasta que paró; debía de dolerle el pecho porque no dejaba de sujetárselo con una de sus manos como si se le fuese a caer. Al percatarse de mi presencia, alzó la mirada hasta dar conmigo. Se le habían saltado las lágrimas y su respiración se estaba volviendo algo forzada, lo que le provocaba algunas muecas de molestia que no me pasaban desapercibidas.

—¿Estás bien? —pregunté.

Rafa alzó sus dedos pulgares como respuesta y se tomó unos segundos para recuperar el aire perdido. Cuando se vio en condiciones, se puso en pie y caminó hacia su mesita de noche, lugar en el cual se encontraba su paquete de tabaco. Sin importarle el estado en el que se encontrase, lo tomó en su mano libre y abrió la puerta corredera de la pequeña terraza que había a su vera. Luego se sentó en el suelo, dejó el inhalador envuelto en un pañuelo arrugado a su lado y se dispuso a encenderse un cigarro; me hirvió la sangre de solo verlo.

—Vas a empeorar —le advertí.

—Ya qué más da —murmuró.

—¿Cómo que qué más da? Estás de coña, ¿verdad?

—No seas pesado, ¿quieres?

Podría ser la persona más pesada del planeta Tierra, sí, pero no iba a quedarme de brazos cruzados viendo cómo un amigo perjudicaba su salud a propósito por un estúpido vicio que tenía como único objetivo hacer entrar humo tóxico a los pulmones. ¿Por qué no podía comprender que me preocupaba por él? ¿Por qué no podía ver por sí mismo que se los estaba pudriendo? El tabaco había empeorado su condición de manera considerable, llevaba fumando desde antes de conocerme y lo hacía como un puñetero carretero.

No entendía cómo podía importarle tan poco su estado de salud. Sabía de antemano que su vida le importaba más bien poco desde que me metió en el mundillo de la adrenalina, pues buscaba emociones fuertes poniendo en peligro su vida. Pero eso era algo que no le iba a reprochar porque yo mismo me había vuelto igual de idiota para experimentar ese subidón que mi cuerpo ya pedía al ver la oportunidad perfecta para adquirirlo.

Apreté los puños a ambos lados de mi torso; quería darle un buen capón para que recapacitara. Me aproximé a él con firmeza y me senté justo enfrente, con el entrecejo arrugado y un sermón atascado en la tráquea que no tardaría en liberar. Rafael optó por hacer como si no existiera, inhalaba y exhalaba el humo del cigarro hacia el exterior con una parsimonia que me enervaba.

—Mírame —pedí entre dientes; lo hizo—. Tienes que dejar de fumar. Me da igual cuánto te cueste o cuánto tiempo te tome, solo te pido que lo dejes. Porque yo no voy a poder soportar verte otra vez intubado en una puta camilla de hospital, ¿entiendes? Que esa noche casi te mueres, ¡joder! —Di un manotazo contra el suelo, haciendo que Rafa pegase un pequeño brinco—. ¿Te parezco pesado? Bien. Tú no me hagas caso, que yo voy a seguir dando por culo.

—Está bien, granuja. —Me alborotó el pelo para disipar la tensión—. ¿Te quedarás más tranquilo si lo dejo?

—Sí.

—Toma, anda.

Me lanzó el paquete de tabaco para que lo cogiese al vuelo.

—¿No tienes más? —inquirí, desconfiado.

—No tengo más. —Sonrió con ternura—. Te lo prometo, Oli.

Fue a darle otra calada al cigarro que aún tenía encendido.

—Apágalo.

—Bueno, bueno —rio—. Déjame al menos que me acabe este, coño.

Suspiré y me crucé de brazos para que viese que, aunque iba a dejarlo pasar, no me hacía ni pizca de gracia. Él me apretó el hombro y me guiñó un ojo a la par que aspiraba la nicotina y a saber qué más sustancias. Negué con la cabeza y miré su inhalador. Me pareció que el pañuelo que lo envolvía tenía una ligera mancha de sangre.

Desperté tumbado boca abajo, con un dolor de cabeza tan intenso que me hizo gruñir por lo bajo. Apoyé los antebrazos en el colchón y me restregué la cara mientras les echaba un rápido vistazo a los alrededores; no estaba en el piso que compartía con Rafael, estaba en ese al que me habían destinado para pasar mi pena preventiva, solo y sin ser capaz de dormir.

Había perdido la cuenta de las veces que me había desvelado esa noche y ahora, después de revivir ese recuerdo, me iba a ser imposible conciliar el sueño; aquello ocurrió un día antes de nuestro accidente de coche y estaba al borde del llanto.

Me incorporé con lentitud y saqué las piernas de la cama, quedando sentado justo en el borde y sintiendo una presión angustiosa en el pecho. Mi cabeza comenzó a darle vueltas a ese pequeño detalle al que no había prestado atención hasta ahora. Era sangre, el pañuelo tenía sangre. ¿Por qué la tenía? ¿Qué era lo que no me estaban contando? ¿Es que estaba enfermo? ¿Por qué no me lo había dicho?

Se me formó un nudo en la garganta y la sensación de asfixia adquiría fuerza a cada segundo que pasaba. Podía notar como los ojos se me aguaban, las costillas me dolían cada vez que se expandían por la entrada de aire y mi cuerpo temblaba presa del pánico. Me daba miedo perder a Rafael, no podía morir, no podía irse.

Al escuchar ruido en la habitación de Eris, me giré un poco y miré hacia la pared que me separaba de ella; seguro de que acababa de llegar de trabajar. Tenía constancia de que los martes tenía turno de noche y salía del hospital de madrugada, consideré que era buen momento para preguntarle sobre el estado de salud de mi amigo. Si había algo que no andaba bien con él, ella debería de saberlo, ¿no?

—Eris..., necesito hablar contigo. —La voz me salió bastante más débil de lo que esperaba.

Hubo un largo silencio.

—Son las cinco de la mañana —susurró.

—No te entretendré mucho. ¿Puedes salir un momento a la ventana, por favor?

—Sí.

Me levanté con la respiración atropellada por las ganas de llorar, abrí la ventana y me asomé. Eris apareció al poco tiempo y, nada más verme, su expresión facial cambió radicalmente. Sus ojos estaban muy abiertos y la forma de sus cejas denotaban preocupación. Retrocedió un poco.

—¿Cómo está Rafa?

—No ha empeorado —contestó—. Está estable.

—¿Está enfermo?

—¿Qué? —Se mostró confundida.

—¿Sabes si está enfermo?

Las lágrimas se desbordaron y bañaron mis mejillas, dejando un rastro cálido y pegajoso a su paso. El nudo en mi garganta se volvió tirante y mis esfuerzos para evitar desmoronarme iban en decadencia.

—No...

—No va a despertar —dije en un tono que apenas pudo percibirse—. Le he matado.

—Fue un accidente.

Negué con la cabeza, desconsolado.

—He matado a mi amigo —sollocé.

Desvié la mirada hacia el alfeizar, apreté los párpados y me dejé ir en un llanto mudo. Mi pecho sufría pequeños espasmos y mi rostro ardía. La sensación de ahogo era persistente, más aún cuando ni una sola brizna lograba penetrar en mi interior; no estaba respirando, no era capaz de hacerlo, me había quedado bloqueado.

Si de verdad Rafael estaba enfermo, estaría tan débil que no podría recuperarse. Quería retroceder en el tiempo y negarme a conducir ese coche. Quería regresar al taller y que mi jefe me echase la bronca por haberme olvidado de cambiar las ruedas. Quería a mi amigo a mi lado y vivo.

Cogí una gran bocanada de aire en cuanto mi organismo se sintió a punto de morir y miré hacia donde se encontraba Eris, o al menos, donde debería encontrarse, porque ella ya no estaba allí. Había cerrado la ventana y me había dejado solo como la última vez, lo que provocó un considerable aumento de mis lágrimas.

Necesitaba un abrazo y nadie me lo iba a dar.

O eso creía.

El timbre de casa sonó y, cuando fui a abrir la puerta, ella estaba al otro lado.

Había venido corriendo, el rápido vaivén de su caja torácica me lo decía. Estaba nerviosa y tenía las manos inquietas, se las retorcía sin parar y hacía ademanes de acercarse de los que después se arrepentía.

—¿Eris? ¿Qué estás...?

Y entonces me abrazó, con fuerza y en silencio. Duró un minuto y, después, se marchó. Sin más, sin decir nada, sobraban las palabras. Fue un abrazo de un minuto, uno solo, pero juro que lo significó todo.

¡Hola! Os felicito la Navidad por aquí también: ¡feliz Navidad! Jejeje. ¿Cómo estáis? ¿Qué tal estáis pasando estas fechas? Os mando un abrazo enorme y mucho ánimo para los que no podáis estar con vuestras familias. 💚

¿Qué os ha parecido el capítulo? Hemos tenido otro pequeñito avance entre Oli y Marina, en el próximo capítulo también habrá otro. 😌

¿Creéis que Oli adivinará en algún momento el nombre de Donette?

Vengo a recalcar que Diego no ve a Oli como una buena influencia para Marina, vaya. 😬

Besoos.

Kiwii.

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