VIII

Y ahí se encontraba nuevamente.

Sentado en frente de la ventana, como de costumbre, otra vez, diciendo que le hablaba a la luna.

Chris yacía durmiendo, ya que no sintió el momento en el que Felix se levantó de la cama para dirigirse al lugar de costumbre, por lo que dormía como piedra.

Felix le dió una última mirada, antes de sonreír, y limpiar aquella lágrima que caía por su mejilla.

Tenía que comenzar a llevar peñuelos hasta el cuarto si seguía en ese plan.

—Me siento famoso— comenzó a susurrar, viendo al astro—. Por lo que se habla aquí, las personas dicen que ya estoy loco.

Rió otra vez, ahora bajando su vista hasta sus dedos, jugando con ellos, tratando de evitar romperse a llorar.

—A veces creo que tienen razón, pero sé que estás conmigo— volvió a susurrar, pero esta vez devolviendo sus ojos hasta el cuerpo en su cama.

Mentiría si decía que aquello no le dolía.

Sabía que ya no podía seguir con Chris, pero él seguía ahí, cuidando de él, siguiéndolo a todas partes, preocupándose por él.

¿Acaso no se cansaba?

Quería que de una vez por todas, toda aquella carga se esfumara, se desintegrara, y lo dejara vivir tranquilo.

Quería no llegar a sentirse un asco todos los días por cargar con tantos pesos encima de sus hombros, quería por una vez luego de mucho tiempo, sentirse feliz, como creía que debía ser.

Pero no.

Todas las mañanas era una batalla constante incluso al verse al espejo, sentirse un asco, sentirse la peor cosa.

Mentiría si decía que no extrañaba al viejo Felix, aquel que reía por cada cosa, que sufría muy poco, y que era realmente feliz.

Ese que no escondía sus sentimientos por miedo a qué le dijeran, aquel chico que vivía sin preocupaciones de su día a día.

Incluso el Felix que no lloraba frente a un estúpido espejo por sentirse una mierda.

Quería volver al viejo él, al pasado, pero principalmente regresaría para asegurarse de no hacer tal estupidez, como hizo aquella noche.

Eso jamás se lo perdonaría ni en sus siguientes vidas.

Christopher merecía más, y él se sentía cada vez tan poco para el otro.

Chan siempre fue la persona con la que contó, la que estuvo para él, que nunca faltó el día donde no le preguntara cómo estaba.

El pelinegro merecía más que esa vida asquerosa que llevaba y odiaba, tan repetitiva, pero a su vez, le gustaba, porque se aseguraba de que el chico de cabellera rubia estuviera bien.

Su último deseo era ver feliz al chico, y se aseguraría de no irse hasta contemplar aquello.

—Si estás al otro lado— levantó su vista, tratando de borrar evidencias del charco de lágrimas que sus mejillas tenían, de una manera estúpida—, por favor, por favor, dame una señal.

Vió una pequeña luz en el cielo, parpadear tres veces seguidas.

Entre tantas, brilló una en específico, una que irradiaba su propia luz; esa era la estrella que más brillaba.

Y entonces sintió los brazos de Chan rodearlo, llenarlo con su calidez, haciéndolo sentir un poco más lleno.

Lo abrazó con protección, haciéndole saber que él estaba ahí, y siempre lo estaría.

Sí había alguien al otro lado, y esa era la señal que quería.

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