16

Estaba comenzando a anochecer cuando finalmente encontró un lugar en donde el rostro de Frank no le siguiera. Había descubierto que cada rostro que miraba se convertía en el suyo, e incluso, escuchando el rumor de la televisión en algunos locales, podía imaginar fácilmente las noticias en donde avisarían que Frank había muerto. Tenía que salir en cadena nacional, era Frank.

El monumento a Lincoln era fácilmente apreciable desde donde estaba. Se encontraba iluminado en su totalidad y las luces se reflejaban en el lago. Bajo su cuerpo había un césped bien recortado, y era fácil imaginar a una versión joven de Frank apreciando esa imagen por lo menos un par de veces en su vida. Había vivido en ese lugar, después de todo. Tan lejos de él... tan inalcanzable.

Y entonces su rostro volvió a aparecer, esta vez como un reflejo en el lago. Sus ojos habían llorado cantidades que fácilmente podían igualar el volumen de ese lago. Había acabado con la vida de Frank, aunque, si lo pensaba bien, eso que tenía no era una vida. Al menos se obligaba a pensar eso, porque si no la pasaría realmente mal.

— Te liberé, Frank —le dijo al reflejo. Y este desapareció.

Lo había liberado, sí. ¿Pero a qué precio?

La idea de recorrer el país liberando del mismo modo al resto de sus amigos era bastante factible. De hacer eso su primera parada sería donde Grace. Pero no podía hacer eso... bueno, no debía hacerlo. Una idea mucho más real competía con esa. Podía buscar a Grant Morrison y, bueno, aniquilarlo a él. O pedirle explicaciones. Lo que fuera más fácil. ¿Pero cómo encontrarlo? Antes de salir de casa había revisado mil páginas de internet buscando datos del autor, pero al igual que muchas otras caras conocidas, eran pocos los datos personales que podía encontrar en internet. Su dirección, claramente, no iba a ser fácil de localizar. ¿Qué podía hacer entonces? ¿Esperar a que apareciera de nuevo? ¿Recorrer todo el país siguiendo su pista?

De pronto su teléfono vibró en su pierna, un mensaje de Facebook. Al desbloquear la pantalla pudo ver el nombre y el mensaje.

Bro McCracken: Hace días no te pasas por aquí. ¿Qué te pasó? ¿Alguna mala cara?

Gerard sonrió. ¡Bert! ¡Claro! ¿Cómo no lo había pensado antes? Sin poder contener su emoción buscó a su amigo entre sus contactos y luego presionó el botón para llamarlo. Y esperó.

— Claro, si no te hablo no te acuerdas de mí. Supe que tu hermano tuvo un accidente, ¿qué mierda pasó?

— Después te contaré, Bert. Promesa. Ahora necesito que hagas algo por mí.

— Favores, favores. Siempre me pides favores. ¿Cuándo será el día que hagas algo por mí?

— Esto es importante, Bert. Prometo recompensarte.

Lo escuchó reír.

— ¿Qué quieres, mal amigo?

— Necesito que me des el número de teléfono de Grant Morrison, o su dirección. Algo para contactarlo. Es urgente.

— Okay, amigo. Yo sé que eres super fan y todo pero no-

— No se trata de eso. Escúchame, necesito contactarlo.

— Gerard, no-

— ¡Mis sueños son reales, Bert! ¡Todas las personas que están ahí son reales! Grant Morrison es el causante de todo esto. No sé cómo mierda lo hace, sólo sé que-

— Estás loco. Deja de hablar mierda. ¿Dónde estás? ¿Quieres salir a beber algo?

— Estoy en Washington DC, Bert. Acabo de matar a la persona a quién amo. Esto es urgente. Por favor...

Por instantes pensó que la conexión se había cortado, pero al ver que los segundos seguían avanzando supo que su amigo sólo había dejado abandonado el teléfono. Cuando estaba a punto de cortar, frustrado, escuchó un largo suspiro venir desde el otro lado de la línea.

— ¿Tienes dónde anotar?

— Sí, espera.

Puso la llamada en altavoz y usando una nota de texto esperó.

— Okay, ¿Qué debo escribir?

— Tengo acá su dirección. 10589, Pacific Road, Atlanta. Tengo también su número de celular, ¿lo quieres?

— No. Con su dirección está bien. Muchas gracias, Bert.

— No hagas nada loco, por favor. Si necesitas ayuda o dinero o lo que sea... sólo llámame.

— Lo haré, gracias.

— Cuídate mucho, por favor.

— Cuida a mi mamá.

— Lo haré, amigo. Adiós.

Gerard cortó y luego miró una vez más la dirección en su pantalla. Eran casi nueve horas hasta Atlanta. Lo bueno era que eran recién las ocho de la tarde y si se iba pronto podía llegar de madrugada a Atlanta. Era el escenario perfecto. Decidido a no perder tiempo abandonó su lugar sobre el césped, miró una última vez al lago y luego se marchó.

Grant Morrison. Él era el principio y el final de todo.

El gran reloj de la estación de buses marcaba las ocho con diez minutos cuando llegó a Atlanta. En el baño se había visto la cara y tenía unas ojeras tremendas, además los signos de haber llorado seguían con él. Su piel se veía más pálida que de costumbre y su cabello no ayudaba, pero eso le daba totalmente lo mismo. Un café le ayudó a despertar del todo y luego de cargar un poco su celular en uno de los cargadores dispuestos en la estación de buses, salió a la calle en busca de un taxi.

Era un hombre bastante mayor quién se detuvo para tomarlo de pasajero. Y luego de darle la dirección que buscaba el hombre le miró con una ceja alzada.

— Es una zona residencial —dijo él—. No sé si pueda acercarme mucho.

— Da igual... déjeme donde pueda —respondió Gerard. Y se dejó caer en el asiento del copiloto.

Nunca había visto Atlanta, así como nunca había visto Washington DC y aunque en otra ocasión posiblemente se hubiese cansado de tomarle fotos a todo, ahora lo veía tristemente ordinario. El vehículo avanzó a través de la ciudad y entró a una bonita zona totalmente verde, después de unos quince minutos de sólo árboles y césped, llegaron a una enorme verja que marcaba el fin del camino libre y le daba inicio a la zona residencial. Gerard se había quedado dormido para entonces y el taxista, en lugar de despertarlo, le lanzó una mentirita al guardia de seguridad, quién abrió la verja y los dejó pasar sin problema alguno.

Gerard despertó por unos suaves movimientos en uno de sus brazos. Perezosamente abrió los ojos y miró al conductor.

—10589, Pacific Road. Llegamos —dijo el hombre.

— Muchísimas gracias —contestó con una enorme sonrisa y le entregó los últimos cincuenta dólares que tenía. Ya buscaría una forma de regresar. Si es que salía de ahí con vida.

Vio el vehículo dar la media vuelta y apartarse por la calle. Luego se fijó en las casas. Estaban bastante alejadas las unas de las otras, increíblemente grandes, así como en las películas en donde enseñaban esos barrios lujosos. Se aventuró a pensar qué otros famosos vivían ahí, pero estaba demasiado ocupado como para distraerse en algo así de banal.

Y se fijó en el número escrito en el buzón frente a él. Era ahí.

Varios metros más allá después de bastante césped, estaba la casa de Grant Morrison. Era de color blanco, diseño bastante moderno y enormes ventanales con cortinas en algún rojo oscuro. Estaba todo cerrado y silencioso. E intentando no ser notado, se acercó a la casa. En lugar de tratar con la puerta o ventanales delanteros rodeó la casa hasta el patio de atrás. Encontró ahí un par de puertas y una escalera que daba al segundo piso, en donde una amplia terraza se podía ver. Subió entonces, de a dos en dos y al llegar arriba se acercó al amplio ventanal el cual, para su sorpresa, no estaba asegurado. Lo abrió sólo un poco y se deslizó al interior.

Había entrado a una habitación que al parecer era ocupada como estudio. Vio un escritorio con un ordenador y una de esas bonitas mesas para dibujo técnico que había visto tiempo atrás. En las estanterías había montones de libros y cómics, pero Grant no estaba ahí. Cerró el ventanal a sus espaldas y atravesó la habitación en dirección a la puerta que daba a un pasillo bastante largo, con unas cinco o seis puertas a cada lado. La casa estaba en total silencio. Grant podía no estar ahí, pero en el jardín delantero había visto el automóvil que meses atrás había visto estacionado fuera de la tienda de Bert. Grant estaba ahí, era obvio.

Sólo tenía que esperar a que despertara y entonces... bueno, podrían hablar.

O algo así.



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