CAPÍTULO 7
CAPÍTULO 7
VICTORIA
Llegué a mi despacho y aún sentía los nervios y la furia recorriendo por todo mi sistema. ¿Cómo podían equivocarse en algo tan simple? Algo que les aparecía de forma correcta hasta en el mismísimo Google.
Me senté en la silla que se situaba detrás del escritorio y decidí llamar a mi mejor amiga con tal de intentar tranquilizarme un poco. No entendía cómo unas personas con tal experiencia podían dejarse errar por algo tan sencillo.
—Saludos persona desconocida. ¿Qué se le ofrece? —contestó en seguida, sacándome un suspiro de alivio.
Era consciente de que había dejado de lado las necesidades de mi mejor amiga, la única que siempre había estado para mí, así lloviera, así el mundo estuviera en llamas, ella había estado ahí y sabía que estaría hasta que todo acabara. Había olvidado preguntarle por su vida, me había centrado tanto en mí, enfrascándome tanto en mi trabajo, que no había conseguido pensar ni un mísero segundo en cómo se sentía con todo lo nuevo que le estaba ocurriendo. ¿Qué clase de amiga, de compañera, me convertía eso?
—Lo siento, Lottie, han sido unas semanas bastante estresantes. —me disculpé, pasándome las manos por los hombros, en el intento de apartar la tensión que los recorrían a causa del estrés. —¿Cómo estás? Tuviste que irte muy pronto el otro día.
Escuché una pequeña risita por su parte y suspiró, dejándome entender que me había perdonado y que cualquier cosa que hiciera que pudiera afectarle me la perdonaría.
—Estoy bien, Vic. —confesó, después de martirizarme un poco con el silencio a través de la llamada. —Ya sabes, dar clases, volver a casa, comer y luego la academia.
Noté cómo su voz se apagaba un poco conforme iba relatando lo que era su día a día y me sentí mal por ello. Porque la había abandonado, como a un perro, como si no fuese alguien importante en mi vida.
—Lo único que me ocurre es que echo de menos a mi mejor amiga y no sé cuándo decirle que venga a verme, porque siempre está sumida en su bucle de trabajo eterno. —escuché cómo hablaba unos segundos con su pareja, con la que estaba viviendo ahora y luego volvía a la llamada, avisándome de que ya estaba. —¿Piensas decirme algo aparte de disculpas que no solucionan el problema?
Me pasé la mano por la cara, sabiendo que era exactamente lo que había estado haciendo todo este tiempo. Disculparme y no enmendar mis actos. Cuando estos eran lo que más valía. Las palabras podían ser bonitas, sí, pero si tus gestos y acciones decían otras cosas, no servían de nada.
—Mañana, te prometo que mañana estaré disponible. —susurré cuando escuché que alguien se acercaba por el pasillo. —Ahora tengo que...
—Trabajar, sí, lo sé. —me interrumpió, con cierta decepción. —Ese trabajo está sacando lo peor de ti, Victoria, y espero que algún día veas el daño que te hace.—soltó una exhalación repleta de dolor y pena y agregó:—Iré a recogerte a tu casa, ponte guapa.
Y sin dejar que me despidiera ni dijera algo para tranquilizarla, colgó, justo a tiempo para ver a mis padres tocando mi puerta. Iban arreglados, tal vez para salir a cenar con algunos de sus amigos de siempre, como solían hacer la mayoría de los viernes. Mi padre iba envuelto en ese traje azul que le sentaba tan bien con el gris de sus ojos y el pelo rubio que habíamos heredado mi hermano y yo. Mi madre, por el contrario, se había decidido por un vestido de satén morado claro que combinaba con la corbata escogida por su acompañante. Siempre hacían lo posible por ir conjuntados para reafirmarle su amor a aquellos periodistas insensatos que no dejaban de perseguirlos, buscando algún fallo para sacar información.
Me gustaba verlos así. Agarrados como si no quisieran soltarse nunca. Con esas miradas, tan perdidas entre sí, que parecía que acababan de enamorarse, con una sonrisa en sus labios demostrando lo felices que se hacían sólo con estar juntos.
Les hice una seña para que entrasen y noté que el gesto de mi padre estaba fruncido en desaprobación.
—¿Qué os ha hecho pasar por aquí? —pregunté, levantándome de mi asiento y acercándome a ellos para dejar que besaran mi mejilla.
Cuando me acerqué a mi padre, después de que mi madre me hubiese dado un abrazo reconfortante, me miró como si hubiese hecho algo inconcebible. Me crucé de brazos, a la espera de que empezase a reprocharme por mis actos.
—Hablé con Alexander y...
Me giré, soltando una carcajada irónica, interrumpiéndolo. No podía creer que ese capullo hubiese hablado con mi padre para criticarme. Para intentar ponerme en su contra.
—Dios. —volví a mirarlos, apoyando mi cuerpo en el borde del escritorio, con mis manos en él.—Ni siquiera quiero preguntar por qué le has llamado a él en vez de a mí, que soy tú hija, y tampoco quiero saber qué es lo que te ha dicho, pero supongo que te habrá hablado de las horas extras que han estado haciendo, ¿verdad?
Mi padre asintió, con un gesto cargado de enfado, que mi madre contuvo agarrando su mano. ¿Por qué tenía que hacer las cosas tan difíciles? ¿Por qué no me dejaba actuar como la adulta que era y seguía poniéndome supervisión de estúpidos como Campbell?
—Si han hecho horas de más es porque no han trabajado en el horario que les corresponde. —aparté mi trasero de la mesa y volví a mi silla, detrás del escritorio.
Me senté en ella y por un momento sentí el poder de estar sentada ahí, de tenerlos a ellos ahí, al otro lado.
—No puedes hacerlo. —ordenó, señalándome con su dedo, acusatorio. —¡Cualquiera podría denunciarnos, Victoria!—gritó esta vez, acercándose y dejando a mi madre atrás.
Apoyó las manos en la mesa, para mirarme desde la misma altura y no dejarme la ventaja que creía supuesta.
—¿Ves alguna denuncia? Porque yo no veo ninguna. —encogí uno de mis hombros y me recosté en el asiento. —Sólo estoy tensando la cuerda, no quiero que se relajen.
—Que no vuelva a pasar, Victoria. —dijo con voz dura, apartándose con rabia y volviendo a mi madre. —Mi empresa no está a favor de la explotación.
Solté el suspiro de lo que parecía una risa irónica y se giró para verme. No era de las que se quedaba callada cuando le regañaban por algo que sabía que estaba haciendo bien.
—¿O qué? —inquirí, envalentonada, porque sabía cuál iba a ser su respuesta. —Kale no quiere saber nada de esto, yo he sido la única que ha querido estar aquí, en esta posición, exponiéndose a las múltiples críticas que todos, tanto dentro como fuera de la empresa, han tenido. ¿Y tú estás juzgando mis métodos? Si hubieses sido más duro con ellos, menos cercano, esto no estaría pasando. Y si quieres reemplazarme, adelante. —terminé, con mi ceño fruncido y Frank Anderson mirándome como si no tuviera remedio, aún enfadado. — Estoy segura de que a Alexander le alegrará saber que has decidido dejarle todo esto a él.
Mi madre le puso una mano en el pecho, intentando detener sus pasos hacia mí que, claramente, iban a aumentar nuestra discusión, sustituyéndolo en su charla.
—No queremos que te veas envuelta en polémicas que hagan que todo esto se desmorone. ¿Entiendes?
Asentí, dejando mi vista caer en la foto que había en la pared de un joven Alexander con mi padre. Sabía lo importante que el capullo de ojos marrones había sido para Frank, ya que lo había tratado como un hijo más, pero no entendía que quisiera arrebatarme esto cuando había olvidado todo para estar aquí, para dárselo a él.
Los pasos de mi madre, envuelta en sus tacones, se escucharon cuando se adentró en mi campo visual, agarrando mi cara para dejar un beso en mi frente. Era hermosa, la mujer más hermosa que jamás conocería. Sus ojos marrones escondían multitud de emociones que hacían que quisieras seguir mirándolos, sobre todo esos días en los que sentías que nada iba bien y ellos te observaban con esa adoración que la caracterizaba. Y luego estaba su voz, dulce como la miel, suave como el algodón, y querías escucharla hasta que el mundo se acabara, aunque estuviera hablando de cualquier banalidad.
—Nos vamos, iremos a ver a Nicolas y Alex. —susurró apenas se separó, regalándome una sonrisa tranquilizadora de la suyas. —No te vayas muy tarde, cariño.
Salió sin esperar a papá porque sabía que necesitábamos una de nuestras intensas conversaciones padre-hija.
—Dale recuerdos a mis tíos de mi parte. —dije, volviendo mi vista al plano que tenía entre manos.
Noté cómo dio un asentimiento de cabeza y se marchó, sin añadir nada más. No estaba para sus charlas motivadoras ni conciliadoras, porque sabía lo disgustado que estaba, pero él ya no trabajaba aquí, por mucho que quisiera seguir haciéndolo. Yo era la que tenía el título de jefa.
Podía aconsejarme si quería, pero ordenarme no.
No podía creer que seguía prefiriendo a alguien que no era de su sangre a mí. Y siempre había sido así. En sus historias siempre había estado Alexander, recibiendo miles de palabras bonitas y halagos en los que yo nunca participaba.
Aún no llegaba a saber cuándo iba a estar a la altura para recibir esas palabras de su parte. Cuándo el nombre de Alexander se transformaría en el mío. Por qué era yo la que siempre erraba y él, que hacía lo que le daba la gana, era quien hacía todo bien.
¿Qué era lo que yo estaba haciendo mal? ¿Ser exigente? Tampoco era como si tuviese mucho más remedio. Debía ser así si quería que me respetasen, si quería que me tratasen como lo que era. No quería seguir los pasos de mi padre y que todos pensaran que podían tratarme como si fuese un colega más. Yo mandaba sobre ellos, podrían estar en la calle si no cumplían mis expectativas y ese había sido el problema de mi padre. Él los trataba como si fuesen pequeñas tazas de cerámica, capaces de romperse ante la primera llamada de atención. Y no eran así, no eran frágiles.
***
Un par de horas más tarde conseguí salir del ascensor, llegando al sótano donde estaba aparcado mi coche. Los chicos consiguieron hacer algo decente después de la tercera vez que les hice repetir el plano, aunque realmente si hubiese sido otro quien mandase se habrían ido a la primera.
Quería que pagaran por haberme hecho disculparme con un cliente tan importante como el señor Bevilacqua y sabía que lo había conseguido cuando los escuché por el garaje mientras yo miraba algunos mensajes de mi móvil.
—No puedo creer que nos haya hecho quedarnos hasta esta hora. —vi que decía el chico de pelo rubio, pasándose las manos por él, con gesto cansado.
—Se ha puesto como una fiera. —rio el otro chico, con las manos metidas en los bolsillos de sus pantalones. —¿No crees, Alex?
Alexander iba detrás de ellos, hablando con Giorgia, soltando algunas sonrisas leves de vez en cuando, y alzó la vista hacia sus amigos, caminando hacia su coche, que estaba frente al mío.
—Supongo. —se encogió de hombros, mirando mi coche y apreciándome ahí dentro. —Nos vemos ahora en el bar, chicos. —se despidió, dejando que el resto caminase a sus respectivos autos.
Se acercó con una sonrisa burlona en sus labios, mirando hacia un lado, con ese aire que me daba a entender la gracia que le hacía esta situación. Se paró al lado de mi ventanilla y suspiré, mirando al frente, rabiosa porque me había pillado.
Bajé el cristal y él se agachó para que sus ojos chocasen directamente con los míos, iniciando una batalla de miradas.
—Señorita Anderson, ¿sabe que es de mala educación escuchar conversaciones ajenas?
Rodé los ojos, mordiéndome el interior de la mejilla.
—No estaba escuchando nada, estaba dispuesta a irme y ustedes aparecieron. —expliqué, haciendo que él asintiera con sus labios fruncidos, dándome a entender que no se creía nada. —Ahora apártese, quiero ir a descansar de una vez.
Alzó sus manos, como si de un criminal se tratara, y las dejó caer enseguida soltando una carcajada irónica, caminando hasta su coche y despidiéndose de mí con un gesto burlesco cuando empecé a dar marcha atrás.
Era un capullo de primera categoría y seguía sin entender qué demonios había visto mi padre en alguien tan chulesco y altanero como lo era él con sus superiores. O tal vez sólo era así conmigo, porque sabía que eso me haría rabiar.
Lo poco que sabía de él, de haberlo visto en alguna que otra celebración de empresa, era que su padre tenía un bufete de abogados muy famoso y exitoso en Londres, que era el lugar donde mi padre y él se habían conocido.
Con mi progenitor siempre había sido respetuoso, al igual que con mi madre y mi hermano, pero conmigo era otro cantar. Desde que lo conocí me había tratado como una chica cualquiera que no sabía lo que quería. Como una niñita de papá.
El único problema es que él también lo era. Sabía todos los problemas en los que se había metido desde que era un niño, y para todos ellos estaba su papi que de un plumazo los solucionaba. ¿Por qué se creía mejor que yo entonces? Se parecía más a mí de lo que me hubiese gustado admitir.
Era competitivo, se lo había visto en una de esas cenas cuando una empresa quiso superar a la nuestra en donaciones; observador, sin quitarle el ojo a todos los invitados en busca de algo que le diera para entablar una conversación; perfeccionista, consiguiendo planos que hasta el mayor arquitecto del mundo envidiaría con esas líneas bien trazadas.
A los quince años lo veía como un amor platónico, ese amor que por mucho que te esforzases nunca se fijaría en ti, pero ahora que lo veía más de cerca, con más madurez, sabía que no alcanzaría las expectativas que tenía en un hombre. Además de que me parecía un ser carente de sentido, no soportaba estar más de dos segundos seguidos con él, ¿cómo lo aguantaría como pareja?
El trayecto en coche que habíamos realizado esa tarde sólo me reafirmaba todo eso. Si su conversación sólo se cernía a cómo estaba el tráfico y a llevarme la contraria sobre mis pensamientos, no podía imaginar más de cinco minutos a su lado de nuevo.
Había dejado a su padre atrás sólo para seguir al mío, que ya tenía sus propios hijos para cuidar, y que él le enseñara todo acerca de su profesión. Por eso había conseguido ese puesto tan fácil. Se había convertido en la mano derecha de mi padre, su consejero, su ojito derecho. Había conseguido que mi padre nos diera a Kale y a mí la espalda en algunos momentos para irse con él a enseñarle cualquier porquería de su trabajo.
Durante mi adolescencia iba a la oficina de mi padre en busca de ayuda y él siempre se encontraba ahí, haciendo que tuviera que irme sin siquiera poder hablar con ese hombre rubio al que solía llamar papá. Era como una mosca detrás de la oreja. Todo el tiempo a su lado, sin apartarse ni un mísero minuto, arrebatándome momentos en los que tendría que haber sido yo quien estuviera a su lado.
Esa era otra de las razones por las que mi yo más competitiva quiso apartar su sueño de lado y centrarse en algo que sólo le gustaba a mi padre. Quería pasar más tiempo con él, quería ser yo la que lo ayudase con el papeleo, con la que riera de cualquier chiste penoso que solía soltar. Quería ser yo con la que contara para cualquier cosa. Yo, no él.
Y lo había conseguido. Durante la universidad había logrado que mi padre me prestara algo más de atención a mí. Me ayudaba con mis tareas, aunque las entendiera todas, sólo porque yo lo necesitaba, estudiaba conmigo cuando el temario se volvía demasiado denso, dándome trucos para aprender todo de forma que pudiera recordarlo siempre.
Sin embargo, quería más. Y lo quería porque era consciente de que todo lo que estaba haciendo mi padre por mí, ya lo había hecho antes por él.
Mi odio hacia ese capullo seguía creciendo día tras día, porque seguía teniendo a mi padre cuando quisiera. Cosa que hacía que mi a yo adolescente no le pareciera justo. Él ya tenía a su padre, y había decidido por sí solo dejarlo en otro país, así que no tenía ningún derecho de querer al mío como tal.
Bajé del coche una vez llegué a mi destino y abrí la puerta de la casa con las llaves que seguía teniendo para mí. El salón estaba prácticamente a oscuras, salvo por la luz de unas pocas velas que se situaban estratégicamente en los muebles.
Risas que provenían del jardín llegaron a mis oídos y suspiré. Supe que la cena que habían tenido en cualquier restaurante de lujo se había visto reemplazada por la comodidad de nuestro hogar.
No sabía si quería ir y saludarlos a todos. A mi padre, sobre todo. Había puesto en duda mi buen juicio para liderar una empresa, empresa que sería mía en cuanto él no estuviera. Y todo esto me hacía estar segura de que sólo lo hacía porque era yo, si hubiese sido Alexander el que hubiese obrado así no habría dicho nada, no lo hubiese molestado ni cuestionado.
Así que, con ese pensamiento, decidí que lo mejor sería olvidarme de saludarlos a todos y volver a mi casa, a mi querido piso, con Pongo, que estaría ya desesperado por un paseo nocturno.
Salí de casa, intentando no hacer ningún ruido, y emprendí camino de nuevo, esta vez hacia mi apartamento, deseosa de ese sueño reparador que necesitaría al día siguiente con Lottie para donde sea que quisiera llevarme.
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