CAPÍTULO 15






CAPÍTULO 15

ALEXANDER






Mierda. ¿Qué es lo que había hecho? Joder era la puta hija del que me había dado un lugar en Florencia, quien me había tratado como si fuera su maldito hijo. ¿Y qué hacía yo? Tratar de follármela.

Se veía tan bien con su pelo rubio mojado, con esos pantalones de algodón y la camiseta blanca que dejaba entrever unas aureolas rosadas que me apetecía tocar o saborear. Mi entrepierna aclamaba por lo que escondían sus finas y delicadas piernas. Y no podía dejar de pensar en esos pequeños gemidos que brotaban de sus labios cada vez que mi cuerpo chocaba con el suyo.

Esta puta cría iba a ser mi perdición y no podía permitirlo. Ella seguía siendo la malcriada, creída y prepotente que gritaba y trataba mal a todo el mundo, y esos eran valores que no compartía.

No quería a mi lado a una persona con la personalidad de Victoria, por mucho que su cuerpo me llamara, su actitud me repelía y su padre también. Kale se lo había tomado a modo de risa, pero sabía que en el fondo le molestaba que hubiese tenido el atrevimiento a acercarme más a su hermana. Conocía a ese chico durante años y sabía que iba a protegerla por encima de todo, sin importarle romper relaciones con otras personas por ella.

Llegué a casa y me acosté en la misma cama en la que ya había dormido esa rubia que me sacaba de quicio y creo que era una de las pocas veces que había conseguido dormir bien.

Dejé la mano en mi entrepierna adolorida por no haber culminado lo que tenía pensado. Aunque agradecía que Kale hubiese llegado y detenido todo aquello. No hubiese estado bien que le hiciera eso a Frank, sobre todo porque lo único que yo buscaba era follar.

A la mañana siguiente me levanté de mejor humor, no sabía exactamente por qué, pero toda esta situación me divertía en cierta manera. ¿Cómo actuaría a partir de ahora la estirada?

Ella siempre había sido atractiva y Frank me contaba que muchas veces se veía obligado a echar a muchos de los posibles pretendientes que tenía su hija, cosa que sólo conseguía acrecentarle el ego, pero su actitud había sido tan horrible que nunca me interesé mucho más.

Me puse mi traje y arreglé mi pelo hacia atrás, usando laca esperando que no se moviera, y me dirigí al salón a prepararme el café y salir de mi piso después de despedirme de Perdita.

Tenía ganas de llegar y ver qué cara ponía la abeja reina al verme. ¿Se sentiría incómoda? ¿Actuaría de forma más altiva de la que ya actuaba? Esa chica era una constante interrogante, no podía deducir qué decisiones tomaría, pero eso era lo que me intrigaba de igual manera.

Sabía que iba a querer matarme por la marca que había dejado en su cuello después de tantos besos, pero no pude resistirme a hacerlo. Me costaba pensar que más hombres se fijasen en ella, porque era evidente que lo hacían, y consiguieran cosas que yo ni siquiera podía imaginar.

Ya en la empresa vi que Adriano y Samuele estaban sentados en la sala de descanso, con un café en la mano cada uno. Me acerqué, sentándome frente a ellos y escuchando lo que decían.

—Yo de vacaciones iría a Nueva York, siempre me ha llamado la atención. —Samuele se encogió de hombros conforme decía eso.

—Creo que prefiero Las Vegas. —le respondió el otro, consiguiendo que al primero se le abrieran los ojos como platos.

—Cierto, porque lo que pasa en Las Vegas, se queda en Las Vegas—soltó una carcajada ruidosa, alzando su mano para chocar los cinco con Adriano.

Reí levemente, haciendo un gesto leve con mi cabeza a modo de negación. Samuele siempre pensaba en lo mismo. Chicas, chicas y más chicas. Me sorprendería si alguna vez me dice que sólo le dará atención a una única mujer.

—Tíos, tíos...—empezó a hablar de nuevo, acercándose un poco para darle un toque de secretismo. —¿No os pareció flipante la disculpa de Victoria?

Suspiré, rodando los ojos ante la mención de esa arpía una vez más. Ni siquiera con mis amigos conseguía sacarla de las conversaciones. Me estaba volviendo cada vez más loco, y ni siquiera entendía qué era lo que me atrapaba tanto de ella. Era una bruja, una estirada y una arpía de manual.

—Es evidente que Frank la obligó a hacerlo. —dijo Adriano, con una mueca que hacía ver que no estaba seguro de lo que decía. —Tampoco entiendo por qué lo hizo. Es joven, tiene derecho a salir y pasárselo bien, no sé, creo que se la está condenando por algo que no tiene nada que ver.

Vi que Frank se acercaba a nosotros en ese momento, con su traje entallado azul marino y su pelo ya algo canoso bien peinado. Por cómo su ceño se fruncía y sus labios mostraban un gesto de disgusto, entendía que había escuchado nuestra conversación.

—¿No tiene nada que ver? —inquirió, posicionándose a nuestro lado, en uno de los sillones blancos.

Miré a Adriano, que había agachado la cabeza, arrepentido por sus palabras tan desafortunadas.

—Creo que sí que has sido un poco injusto, Frank. —apoyé a Adriano esta vez, consiguiendo que nuestro jefe se acomodara en el sillón con un gesto de desaprobación en la cara. —Victoria sigue siendo joven y lo normal es que salga y se divierta. Y su trabajo lo está desempeñando bien, no...

Me callé cuando escuché sus pasos firmes y seguros llegar a donde estábamos, y en cuanto la miré a los ojos, fríos como témpanos de hielo, supe que todo lo dulce que pudo ser ayer se había desvanecido.

Iba segura de sí misma, con ese traje de pantalón blanco y los tacones rojos como sus labios, esos labios que no había conseguido besar aún, pero que había tenido el placer de tener tan cerca como para seguir deseándolos.

—No sabía que las reuniones eran aquí ahora. —comentó, sentándose en el brazo del sillón de su padre, con los brazos cruzados y un gesto fruncido.

Frank le puso la mano en la pierna, intentando tranquilizarla de alguna manera que no dio frutos.

—Sólo era una charla entre compañeros, cariño. —ella miró a su padre y en sus ojos aún se veía el enfado que sentía hacia él, pero no dijo nada.

—Charla en la que estoy involucrada yo, supongo.

Sus ojos pasaron a mí entonces y sabía que ella estaba entendiendo que yo había iniciado esto para que la sustituyeran, para que no volviera a pisar la empresa. No iba a quitarle los miedos que veía en sus ojos, o las dudas, así que no hice nada. Aparté la mirada porque estaba cansado de que pensara todo el tiempo que yo quería su puesto. Lo quería, sí, pero prefería estar en este lugar que ahí siendo el blanco de todas las críticas.

Bufó y se levantó, consternada. ¿Qué quería? ¿Que la cogiese y la tranquilizase diciéndole que no pasaba nada? No había pasado nada entre nosotros, como tampoco lo pasaría en un futuro.

—Iré a mi despacho a trabajar. —le dijo a su padre y él entrecerró los ojos, tal vez sin entender su actitud.

Samuele me miró intentando entender qué era lo que acababa de pasar. Supongo que se había dado cuenta de la mirada furtiva que habíamos compartido y como el chismoso que era, quería saber con todo lujo de detalles lo que había pasado.

El silencio se hizo entre nosotros, pero no era un silencio cómodo, uno en el que estás a gusto, no, era un silencio tenso, como cuando no sabes qué decir o hacer. Era un silencio del que costaba salir.

—Creo que es hora de empezar con el trabajo. —anuncié, haciéndole un gesto a los chicos para que se levantaran.

Ellos me dieron la razón, incorporándose y cogiendo sus maletines para salir de la pequeña sala despidiéndonos de Frank.

Subimos al ascensor, aún callados, porque ya habíamos aprendido que no se puede hablar de nada en espacios abiertos donde todo el mundo podía escucharte. Primero habían cogido a Adriano y luego la arpía me había atrapado a mí. Solté un suspiro cuando las puertas se cerraron, pasándome la mano por la cara.

—Tío, ¿qué es lo que ha pasado entre Victoria y tú? —preguntó Samuele, entre curioso y enfadado.

—No ha pasado nada.

Lo miré a los ojos para que dejase el tema de una maldita vez y pareció entenderlo cuando su ceño se frunció aún más y cerró la boca. El pelinegro podía ser muy insistente cuando quería, pero sabía muy bien que conmigo insistir no iba a funcionar.

—Nos vemos luego, chicos. —dije, saliendo del ascensor y caminando hacia mi despacho.

Abrí la puerta de este y no pude evitar sorprenderme al encontrarla sentada en mi silla, detrás del escritorio, como si creyese que todo esto era suyo también.

—¿Qué haces aquí? —hablé, dejando mi maletín encima de la mesa.

Se levantó, acercándose a mí, y se colocó delante. Su cuerpo estaba apoyado contra en borde de la mesa, consiguiendo que sus piernas se vieran aún más largas y su culo más voluptuoso.

—¿Cómo pretendes que te crea si luego estás hablando de mí con mi padre? —inquirió, directa, apartando su pelo y dejándome ver la marca que había dejado en su piel algo maquillada.

—No pretendo que me creas, Victoria, eso es cosa tuya.

Mi voz denotaba el cansancio que sentía ante la misma conversación una y otra vez. Caminé hasta sentarme donde ella estaba previamente, consiguiendo que girase su cuerpo hacia mí para mirarme. Apoyó sus manos en la mesa, dando una visión bastante sugerente de su escote, de su piel suave.

—¿Qué es lo que quieres? ¿Intentas que mi padre crea que estás de mi lado para que vea lo buena persona que eres? —escupió, con una rabia en sus facciones indescriptible. —Es absurdo, Alexander.

Di un golpe en la mesa, señalándola con mi dedo índice, pero no se movió. No se inmutó y su gesto se hizo más duro en consecuencia.

—Esto sí que es absurdo. —le recriminé, frunciendo mi ceño también. —Entiende de una maldita vez que no intento hacer nada. —la miré unos cuantos segundos más, esperando a que dijera algo y cuando no lo dijo añadí: —Ahora vete, algunos queremos trabajar.

Esta vez fue el turno de ella de dar un golpe en la mesa con sus dos manos y rodeó el escritorio para estar frente a mí, de pie, con esa mirada de superioridad tan característica de ella. Esa mirada que tanto odiaba cuando se dirigía hacia mí.

—No me des órdenes, Alexander.

Me incorporé, en el intento de intimidarla, pero era algo imposible. Su gesto no cambió y su mirada se convirtió incluso en algo más demandante, más exigente. ¿Qué era lo que quería ella de mí?

—¿O qué, Victoria? —acerqué mi cara a la suya, consiguiendo que su respiración se acelerase. —¿Es esto lo que quieres? ¿Que yo me acerque a ti? ¿Que te dé la atención que tanto necesita una niña malcriada como tú?

Acaricié su brazo con delicadeza, mientras mi cara se acercaba más a la suya, mirando esos labios rojos tan apetitosos que me daban la bienvenida entreabiertos. Toqué su cuello, notando cómo su pulso se había disparado y llegué a su pelo, enredando mis dedos en él, tirando, consiguiendo que un jadeo saliera de su boca.

—¿Quieres que te toque? —pregunté, mirándola a los ojos, esos que me suplicaban que lo hiciera. —Pídemelo. —susurré contra sus labios, viendo cómo sus párpados ahora se encontraban cerrados ante la cercanía de mi boca.

Jugué un poco más con ella, rozando nuestros labios, consiguiendo su desesperación. Cada vez que ella intentaba acercarse más, para besarme, yo me alejaba o tiraba de su pelo.

Abrió los ojos, bufando, y me dio un empujón para apartarse de mí, haciendo que una carcajada brotase de mis labios.

—Eres imbécil. —murmuró y la agarré del brazo evitando que se alejara.

La quería cerca. Tan cerca que me sentía un estúpido.

Aparté unos mechones de pelo rubio de su frente, pasando la vista por todas sus facciones. Era preciosa. La mujer más bonita que había visto en mi vida. Y estaba obsesionado con sus gestos, con su voz, aunque solo la escuchase para recibir críticas o reniegos.

Acaricié la pequeña cicatriz que tenía en la mejilla derecha, cerca de su pelo, no parecía muy profunda, pero sí había sido lo suficiente como para dejarle marca. Ella miró mis ojos, algo recelosa por este escrutinio. Pero no se alejó. Me dejó trabajar en él y me di cuenta de lo perfecta que era.

—¿Cómo te la hiciste? —inquirí, acariciando nuevamente la cicatriz.

Ella negó, cogiendo mi mano y apartándola de ahí. Era algo de lo que no quería hablar o eso entendí cuando se quedó callada. Suspiré y entrelacé mi mano con la suya, esperando que entendiera que no quería hacerle daño.

—¿Puedes creerme cuando te digo que no quiero quitarte tu puesto? —sus ojos volvieron a los míos con esa pregunta y esta vez fue su turno de suspirar.

Se apartó, dejándome algo frío y decidí dejar que estuviera a unos pasos de mí. Decidí no atosigarla y no presionarla, porque quería de verdad que confiara en mí.

—¿Mi padre ha dicho algo malo de mí? —sus ojos se mostraron vulnerables con esas palabras, como si cualquier opinión de su progenitor fuera más importante que la del resto.

Me aproximé a ella, acariciando sus brazos al mismo tiempo que negaba con la cabeza.

—Claro que no, Victoria. —la consolé y su gesto se tornó algo más tranquilo, satisfecha por mis palabras. —Tu padre jamás diría algo malo de ti. Lo conoces, ¿por qué dudas tanto?

Encogió uno de sus hombros con duda, apartando sus ojos de los míos, como si le diera vergüenza.

—No quiero decepcionarlo...

Sonreí con ternura, eso era lo que le pasaba. Por eso era tan dura consigo misma y con el resto. Y tal vez en eso se basaba nuestra incesante competición, o la que ella creía que teníamos. Quizás creía que yo quería arrebatarle a su padre y que lo iba a conseguir poniéndome en su contra, hablándole mal a él de ella.

—Y no lo haces, Vic. —utilicé sin pensarlo ese apodo que tenía su familia con ella, pero no logré atisbar el rastro del reproche ante eso en sus ojos.

Toqué con mis dedos su pelo, suave por el champú que utilizaba, recibiendo el aroma de este, muy parecido a la vainilla. Y luego los pasé a su cuello, acariciando el lugar donde estuve besándola ayer, donde la marca morada se tapaba con un montón de maquillaje.

—Sabes que me la vas a pagar por eso, ¿verdad? —dijo con burla y reí, viendo cómo una sonrisa salía también de sus labios.

—¿Y qué me vas a hacer? —pregunté, acercando mis labios un poco más a ella.

Rodó los ojos, sin quitar esa sonrisa de felicidad de sus labios. Y tal vez yo tenía la misma, pero es que no podía evitar que mis comisuras se elevaran cuando estábamos hablando de esta forma.

—Ya se me ocurrirá algo. —respondió y acercó su cara tan peligrosamente a la mía que estuve tentado a agarrarla del pelo otra vez y saborear por fin esos labios color cereza. Sin embargo, su cordura pareció ganar y se alejó negando levemente con la cabeza, acompañado de un ceño fruncido y una expresión de incomodidad—Tengo que ir a trabajar, mi padre estará ya en el despacho. —Me dio un simple apretón de manos y se alejó, marchándose de la habitación sin decir nada más.

Solté el aire contenido, pasándome la mano por la cara y el pelo, en el intento de que esa maldita sonrisa desapareciera mi boca.

Esta mujer iba a conseguir que me fuese muy mal en la vida.

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