CAPÍTULO 12
CAPÍTULO 12
ALEXANDER
El sol entraba por los grandes ventanales de mi despacho. El fin de semana había sido largo y cansado, y el lunes nos daba un bofetón con la vuelta a la rutina de nuevo. Hacía veinte minutos que empezó el horario laboral y todos nos encontrábamos trabajando salvo la abeja reina.
Después de que los dejase solos me metí en el cuarto en el que se encontraba Perdita durmiendo. Sus sollozos retumbaban por toda la casa y no me esperaba que esa estirada soltase lágrimas por sus ojos. Fueron quince minutos lo que estuvo así. Soltaba quejidos y escuchaba a Kale suplicarle que se relajase.
Ya le había pasado antes. Había tenido ataques de ansiedad que había ocasionado que necesitase la ayuda de alguien más para calmarse. Eso era lo que me preocupaba.
No sabía que alguien como ella podía guardar tanto dentro de sí para colapsar de esa forma.
En ese instante escuché el repiqueteo de sus tacones contra el suelo del pasillo, sacándome de mis pensamientos e instándome a que siguiera trabajando. Iba andando a paso seguro cuando cruzó por delante de mi despacho.
No dijo nada, simplemente pasó frente a él, sin echar una mirada, tal vez avergonzada por su tardanza, tal vez furiosa consigo misma por haberme dejado ver esa parte de ella. Era tan controladora y perfeccionista con su imagen que seguro estaría tirándose de los pelos viendo la respuesta que habían tenido las redes sociales ante sus fotos.
La gente se había vuelto loca. Había empezado a especular una relación entre esa arpía y yo, y no había nada que me gustase menos.
Hacía un par de años que no hablaba con mi padre y ayer nada más salir a la luz la noticia de un posible noviazgo con la heredera de las empresas Anderson, llamó corriendo para darme la enhorabuena.
Odiaba eso de él. Pensaba que todo se movía por dinero. Que las relaciones tenían que beneficiar a ambos económicamente y debía haber un contrato previo por si ocurría cualquier cosa. Le había hecho eso a mi madre y ella probablemente perdió su fortuna, no tenía ni idea porque no se había dignado a llamar desde que se fue, pero estaba seguro de que con mi padre siendo abogado y de la mano de muchos más abogados de prestigio le habían sacado hasta la ropa que llevaba puesta.
Era un cabrón interesado que sólo me llamaba para que hiciera aún más grande su fortuna. Y lo único que yo deseaba era que se me dejase de relacionar con ese hombre tan patético y ruin que se hacía llamar mi padre por todos los medios de prensa. Despilfarraba mierda sobre que algún día yo sería su sucesor, pero que ahora estaba jugando a hacer castillitos de arena en las empresas del señor Anderson. Era tan creído que pensaba que él tenía más prestigio que Frank, o incluso más fortuna.
Me fastidiaba sobre manera hablar con él porque siempre acabábamos discutiendo. Él me pedía que dejara de jugar con los Anderson y volviera a casa, y yo le repetía que esto no era un juego, que era lo que quería, lo que siempre había soñado.
Para él los sueños eran una tontería cuando ya tenías una base de fortuna y lo único que tenías que hacer era mantenerla y seguir la cadena. Él ya había cumplido su sueño, ser uno de los mejores abogados de Londres y una fortuna que muchos desearían. Y ahora quería destrozar el mío por no ser el mismo, pero no lo iba a conseguir. Yo ya tenía veintiocho años como para que quisiera seguir dirigiendo mi vida de esta forma y siguiera sacándome de quicio cada vez que lo intentaba.
Sabía lo que quería, tenía claro que ser arquitecto en esta empresa era lo que me apasionaba y no iba a dejar que mi padre me fastidiara eso.
—Toc, toc— alcé la cabeza para ver a una Giorgia envuelta en un vestido azul ceñido, pegada al marco de la puerta. —Es la hora del trabajo en colectivo y... bueno, llegas tarde.
Miré el reloj de mi muñeca y llevaba razón, diez minutos tarde.
—Mierda, lo siento, estaba envuelto entre el papeleo y no...—me levanté pasando por su lado y caminando juntos hasta el ascensor. —No me he dado cuenta de la hora que era.
Una risa brotó de su garganta y eso me hizo sonreír un poco. No sé por qué, pero sentía que cada vez la perdía un poco más como amiga. Y tal vez era porque ella no quería verme a mí como amigo.
—Lo suponía, por eso he ido a buscarte. —se acercó un poco a mí para susurrarme aunque estuviéramos solos, como si las paredes escuchasen —La abeja reina todavía no ha llegado.
Sonreí y agradecí aquello, era muy probable que estuviera de mal humor y nos hiciera quedarnos más tiempo si llegábamos tarde a cualquier lado.
Bajamos del ascensor y caminamos hasta llegar a la sala donde ya se encontraban nuestros amigos.
—¿Qué pasa chicos? —saludé, dándole una palmada en el hombro a Adriano para sentarme a su lado.
Él me dirigió una sonrisa y pasó su vista a Samuele quien se acercó con esa mirada curiosa y pervertida que me hacía entender que iba a insinuar algo.
—Más bien qué pasa Alexander, ¿vuelves a casa con la jefa y nos tenemos que enterar por las noticias? —rodó los ojos, con ese tono de voz que mostraba lo ofendido que se sentía.
—Sólo la ayudé porque se encontraba mal, no pasó nada. —insistí y esta vez fue el turno de Adriano para rodar los ojos.
Lo miré frunciendo el ceño, sin entender por qué no me creían.
—Algo diría al menos. No me creo que borracha sea tan estirada, ya viste que nos dejó sentarnos a su lado y hablar con ella. —añadió el rubio.
—Sí, y después salió corriendo a potar. —le contestó Giorgia con indiferencia.
Samuele y el chico de mi lado le echaron una mirada herida y volvieron enseguida a lo suyo cuando los pasos y la voz de la abeja reina empezaron a escucharse en el pasillo. Llegó a la puerta despidiéndose de quien estuviera hablando por teléfono de malas maneras y se sentó en la cabecera sin mediar ni una sola palabra con nadie.
Había algo diferente en ella, se le notaban más las ojeras debajo de los ojos y también las pecas que tenía sobre la nariz de las que me había percatado la otra noche, y tal vez eso se debía a que no llevaba prácticamente maquillaje. No se comparaba a los otros días que tapaba hasta el último poro. Y estaba preciosa, pero sus ojos se veían apagados, tristes, como si algo la preocupara tanto como para no poder dormir.
Miró su tablet unos instantes mientras nosotros nos centrábamos en los ordenadores, fingiendo trabajar a la espera de indicaciones por su parte. Ella había llegado media hora tarde y no entendía qué era lo que le estaba pasando hoy, todo su horario estaba descuadrado.
—Supongo que habréis visto ya las imágenes. —dijo de una forma tan obvia que mis compañeros no hicieron más que asentir.
Soltó un suspiro mientras se pasaba una mano por su pelo rubio suelto, ese que había tenido el privilegio de lavar y peinar.
—Sólo... —hizo una pausa, mostrando duda, un desliz, un fallo, algo que no dejaba mostrar nunca. —Bueno, sólo quería disculparme por mi comportamiento y aseguraros que no va a volver a pasar. Hemos perdido varios clientes por este error y no dejaré que ocurra de nuevo.
Todos nos quedamos sin saber muy bien qué decir. Ella no se disculpaba, su actitud estaba cambiada y no entendíamos muy bien el por qué.
—Muy bien, cariño.
Frank entró de repente acercándose a su lado y dejando un beso en su coronilla. Me fijé bien en los gestos de Victoria, en cómo apretaba el puño con rabia, cómo su cabeza negaba casi imperceptiblemente en desacuerdo y cómo sus ojos estaban cristalizados por haber hecho algo que para ella se consideraría bochornoso.
—¡Señor Anderson! —lo saludó con efusividad Samuele, levantándose para darle un abrazo.
Y mientras todos lo saludábamos, Victoria se quedó sentada aún con sus manos en puños.
—Estaré unos días por aquí para intentar que vuelvan esos clientes y os echaré una mano con los proyectos. Echaba de menos ver vuestras caras. —nos miró uno a uno y sonrió orgulloso. —Aunque os noto cansados, ¿Victoria os trata tan mal? —rio intentando que fuera un chiste, pero consiguió el efecto contrario en su hija.
Victoria se levantó de su silla y su padre la miró extrañado.
—Me voy a hacer otros trabajos al despacho. —anunció.
—Victoria, vamos...¡Era un chiste, Vic! —ella no escuchó las súplicas de su padre y se largó con la respiración agitada y consiguiendo que él rodara los ojos y se sentase en el que antes fue su lugar. —Fuera de bromas, ¿cómo habéis estado?
—Muy bien señor Anderson, se lo decimos enserio. —empezó Adriano. —La empresa está funcionando muy bien con su hija, sabe cómo mantenernos a raya a todos.
Samuele rio, dándole la razón a nuestro amigo.
—Sí, nos tiene cogidos por los huevos. —le di una patada por debajo de la mesa, haciendo que se quejara y me frunciera el ceño, consiguiendo que yo hiciera lo mismo con el mío. —Pero en el buen sentido de la expresión claro.
No podía decirle eso ahora que Victoria se encontraba en un momento algo crítico en la empresa. Si Frank estaba aquí era porque había visto que todo no iba tan bien como lo pintaban. Y después del descontrol de su hija quiso ver si esto también estaba igual.
—¿Alexander? —me preguntó, aunque ya se lo había repetido muchas veces.
—Ya lo sabes, Frank, tu hija sabe hacer las cosas bien. Lo está dirigiendo todo de maravilla para ser la primera vez que lo hace. Es decir, acaba de salir de la carrera y ya se encuentra en lo más alto y está dando la talla con creces...
—Salvo cuando nos deja hasta las tantas trabajando. —me interrumpió Giorgia. —O cuando nos grita o nos ridiculiza con los compañeros por no haber hecho un trabajo de esa manera tan perfeccionista que tiene...
—Giorgia...—le insistí, entre dientes, pidiéndole con la mirada que cesara su crítica, porque ahora no era el momento idóneo.
Miré a Frank, que parecía bastante en desacuerdo con las actitudes de su hija y después de todo lo que le dijo ayer esperaba que no hubiera otra regañina que pudiera ocasionar un ataque de ansiedad como el que le dio.
—Está bien, Alexander, quiero saber todas estas cosas. —se pasó la mano por la barbilla, pensativo y continuó: —Instalaré cambios y si no se cumplen habrá que tomar... otras medidas. —sonrió a cada uno y después miró su reloj. —Ya os podéis ir, es vuestra hora.
Nos despedimos del señor Anderson y nos acercamos al ascensor en silencio, hasta que no pude reprimirlo más.
—No has debido soltar toda esa mierda.
Giorgia se giró, con un gesto de confusión que no entendí.
—Sólo le he dicho la verdad. No sé por qué defiendes tanto a esa niñita.
Subimos y le dimos a la planta del sótano para dirigirnos a nuestros coches.
—No la defiendo y como tú dices, es una niña. Tiene veintitrés años y está al mando de una empresa, debe sentir toda la presión sobre sus hombros y creo que nadie ha intentado comprender eso. —contesté, girándome para mirarla a la cara, consiguiendo que ella hiciera lo mismo.
—¿Qué pasa, que te has acostado una vez con ella y te la ha chupado mejor que ninguna? Se te olvida lo zorra que es.
Reí con ironía ante su tono celoso y miré hacia otro lado en el proceso. Era increíble que fuera tan infantil como para pensar que follarme a una persona me haría cambiar de opinión con respecto a ella.
—Pues creo que la zorra incomprensiva has sido tú en esta ocasión.
Salí del ascensor dejándola ahí plantada y acompañado por los chicos, quienes apoyaron mis palabras.
Victoria podía ser muchas cosas, una zorra entre esas muchas, pero estaba mejorando como jefa cada vez más. Y eso demostraba lo equivocado que estaba todo este tiempo con ella.
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