CAPÍTULO 10
CAPÍTULO 10
ALEXANDER
—Buenos días dormilón...—susurró la mujer de mi lado, besando mis labios y empezando a acariciar mi torso desnudo.
Me quejé aún con los ojos cerrados. No podía comprender que después de todo lo que hicimos la noche anterior siguiera con ganas de continuar con el juego. Estiré mis músculos en busca de despertarme al fin y abrí los ojos. Ahí estaban sus ojos marrones mirándome como si yo fuera el hombre de sus sueños.
Dejé de mirarla y me incorporé yendo directamente al baño, consiguiendo quejas por su parte. No me apetecía volver a tirarme en la cama cuando tenía todo un día por delante.
Anoche Giorgia llegó de sorpresa a mi piso para tener nuestra típica sesión de sexo. No era raro que se quedase a dormir, pero no me agradaba del todo. Me gustaba dormir solo, estar tranquilo en mi habitación, despertarme cuando me diera la gana, no sentir las manos de nadie al despertar. Y menos me gustaba notar su olor en las sábanas, o en mi cuerpo.
—¿Todo bien, Alexander?
La vi ya vestida en el marco de la puerta del baño, mientras yo me pasaba la esponja llena de jabón por todo el cuerpo, casi con rabia.
—¿Por qué habría algo mal, Giorgia?
Se encogió de hombros, acercándose, y yo terminé de enjuagarme para salir y enrollar la toalla alrededor de mis caderas. Sabía que quería un trato superior al que tenía, lo llevaba notando unos días. Algo en su mirada había cambiado y yo lo único que quería era una amiga, si había que dejar de follar para tenerla, lo haría.
—Llevas raro conmigo unos días—se cruzó de hombros, frunciendo levemente sus cejas ante la preocupación que sus palabras le producían.
Negué con la cabeza, aparentando la normalidad que sentía. No quería nada más de ella que lo que me estaba dando. Y ese era el único problema que tenían las mujeres, no podían follar sin terminar sintiendo algo. No podían simplemente apagar los sentimientos y disfrutar.
—Todo es como siempre, como debe ser. —dije, mirándola a los ojos para que entendiese lo que quería decir y asintió.
Me había entendido, por eso vi el dolor en sus ojos, que se cristalizaron de forma leve. Me dolía verla así, porque era una persona importante para mí, pero yo jamás iba a poder darle lo que quería. Porque no era lo que yo quería para mí.
—Está bien, me voy. —se acercó y dejó un beso en mi mejilla, para después salir del baño.
Escuché sus pasos suaves alejarse poco a poco. Me dio la sensación de que estaba tardando más en llegar a la puerta porque esperaba que yo corriese hacia ella y le dijera que me había equivocado, que era lo que quería, pero no lo hice. No era lo que quería como pareja, como compañera de vida. Era muy buena amiga y compañera de cama, pero nada más. Merecía alguien mejor que yo.
Después de unos minutos más el sonido de la puerta retumbó por todo el lugar. Estaba enfadada, tal vez incluso decepcionada. La podía entender. Llevábamos bastante así y puede que esperase que con el pasar del tiempo yo la empezase a ver de otra forma.
No le di mucha más importancia, a pesar de tener ese nudo en el pecho por haberle hecho daño a alguien importante para mí. Empecé a arreglarme porque hoy había quedado con Frank para comer en su casa.
Suponía que la arpía no estaría por ahí ya que según me había contado su hermano, había discutido con ellos hacía unos días y no habían conseguido volver a hablar con ella.
Así que gracias a eso iba a disfrutar de una comida tranquila con los que eran como mis padres aquí en Italia. Terminé de arreglarme y después de despedirme de Perdita, salí de mi piso y empecé a conducir por las calles de Florencia.
Aun habiendo perdido todas las amistadas que perdí por venir aquí, sabía que era la mejor decisión que había tomado en mi vida. En Londres me vi envuelto en un bucle del que no podía salir, y lo peor es que tampoco quería hacerlo. Frank me ayudó a salir y ver que realmente no quería estar allí. Hizo mucho más de lo que mi padre intentó.
Florencia hoy no estaba muy abarrotada, así que conseguí llegar a la casa de los Anderson en unos veinte minutos. Aparqué frente a ella y bajé del coche caminando hacia la puerta.
La señora Anderson tenía montones de flores alrededor de la entrada, con la intención de que los invitados se sintieran acogidos y bienvenidos.
La casa era preciosa, había sido un diseño de Frank a modo de regalo para su mujer. Era un estilo moderno, pero familiar, ya que se mudaron aquí con dos adolescentes que necesitaban un poco de espacio el uno del otro.
Toqué el timbre y rápidamente fui recibido por Francesca, el ama de casa de los Anderson. Era una mujer que estaría ya cerca de jubilarse, pero que parecía no tener ganas de hacerlo. Se la veía a gusto en esta casa, con una familia que parecía ser suya también.
—Buenos días, Francesca. —la saludé antes de entrar y seguirla hacia el patio trasero, donde escuchaba las voces de la familia.
—Aquí están todos señorito Alexander. —me dijo con una sonrisa dulce, antes de volver a la cocina.
Me acerqué más al patio, donde Kale jugaba con el Golden Retriever que su padre le había regalado hace un par de años. Todos en esta familia adoraban a los animales gracias a Ayda, que era una apasionada, tanto como para dedicarse a ello durante toda su vida.
—Buenos días. —saludé entrando y consiguiendo sonrisas de todos al verme llegar.
—¡Al fin! —exclamó Frank acercándose con una sonrisa para darme un abrazo paternal. —¿Qué tal el trayecto? —preguntó caminando a mi lado para llegar a la altura de su mujer.
—¿Cómo estás Alexander? —cuestionó ella, abrazándome también de forma suave.
Recibí sus abrazos como un niño recibe los regalos de navidad. Me sentía así. Feliz, ilusionado. Y todo por no haber sentido unos abrazos así de parte de quien debía recibirlos.
—Todo bien, gracias. —sonreí con amabilidad. —¿Qué tal, Kale? —pregunté cuando se acercó y chocamos las manos a modo de saludo.
—Bien, he conseguido un protagónico, así que esta comida iba a ser para celebrarlo.
Alcé mis cejas, sorprendido por la noticia en el buen sentido. Sabía que llevaba tiempo buscando ese papel y haciendo otros que no le gustaban para conseguirse un nombre. Que lo hubiera conseguido sólo reafirmaba que con constancia y esfuerzo podías conseguir lo que quisieras.
—Eso es genial, me alegro muchísimo por ti. —dije, sintiéndolo de verdad.
—Estamos muy orgullosos de él—Ayda se acercó a su hijo para acariciarle la mejilla con devoción.
Me hubiese gustado que mi madre hiciera eso conmigo al haber conseguido todo lo que había logrado. Tenía dos carreras y el único que sintió orgullo fui yo, y Frank.
—¿Sabes algo de Victoria? —cuestionó el chico rubio.
Negué levemente con la cabeza. ¿Qué era lo que tenía esa mujer que hacía que todos la amaran? Era de lo peor. Era altiva, creída, irrespetuosa...
—Hace unos días discutimos y desde entonces no sabemos nada de ella. —informó Frank, cogiendo asiento e instándome a que hiciera lo mismo, seguidos por el resto. —Es tan testaruda que no dirá nada hasta que pueda demostrar que lleva razón.
Kale rio ante la imagen que su padre le estaba dando de su hermana y movió la cabeza como si no tuviera remedio. Era increíble el amor que le profesaban a esa chica, que aunque estuviesen diciendo un defecto suyo sus ojos se iluminasen como si fuera el mayor cumplido del mundo.
—¿Os acordáis de cuando fuimos de campamento y ella volvió con un mechón de pelo más corto que el resto? —su risa era contagiable y sus padres rieron con él ante el recuerdo.
—Según nos contó la monitora—empezó Ayda— una niña le cortó el pelo porque Victoria le había ganado en un juego, y ella le metió bichos en la maleta. —hizo una pausa riéndose. —Cuando llegó a su casa y abrió la mochila un montón de insectos la recibieron. Su madre nos llamó exigiendo que Vicky pidiera perdón.
La imagen de una Victoria más pequeña y vengativa me hizo sonreír. Al parecer era así desde que era una niña de piernas cortas.
—¿Lo hizo? —pregunté.
Frank rio, asintiendo.
—La convencimos para que lo hiciera, pero sus palabras fueron: "Siento haberte ganado, pero si eres mala jugadora no es mi culpa", y le colgó. —el señor Anderson soltó un suspiro largo. —Ha sido siempre tan perfeccionista que a veces teníamos miedo de que se lastimase sola.
Fruncí mi ceño. ¿Qué tenía que ver el perfeccionismo con la autolesión? Sí que era una perfeccionista y era vengativa y altiva, al parecer desde que tenía uso de razón, pero no llegaba a comprender qué podía hacerle daño.
—Te voy a pedir un favor, Alexander, no te sientas en la obligación de hacerlo ni mucho menos. —comenzó Frank, mirándome a los ojos, esos ojos que habían heredado sus hijos. —Sé que mi hija puede ser complicada y que te va a dar muchos dolores de cabeza, pero tenle paciencia e intenta comprenderla.
—A veces se satura y no sabe cómo pedir ayuda porque no le gusta mostrar que hasta ella puede cometer errores, y es entonces cuando empieza a lastimarse sin notarlo. —siguió Kale, con una preocupación que no había visto antes.
Asentí, porque si era importante para ellos yo haría lo que pudiera. Esta familia la sentía como mía y aunque mis diferencias con esa estirada estuvieran claras, no iba a separarme por ellas.
Volvía a estar en casa después de la comida con los Anderson. Me lo había pasado bien, me habían acogido casi como si fuera hijo suyo y lo agradecía, porque ellos sabían bien que aquí no tenía familia con la que hacer esas comidas, ni para celebrar los logros del otro.
No quería pensar en lo que habían dicho de Victoria, porque no entendía cómo alguien podía dañarse a sí misma sin darse cuenta siquiera. O cómo alguien como ella podría lastimarse. Se la veía tan serena, tan pulcra, tan...perfecta, que no entraba en mi cabeza algo como eso.
Me dispuse a adelantar trabajo de la parte legal de la empresa, revisando contratos para proteger los intereses de esta y que no haya ningún vacío legal.
Estuve toda la tarde trabajando en ello y cuando se acercó el momento de dormir, una llamada de Samuele bastó para saber que no iba a descansar, sino que iba a irme de fiesta con ellos.
Era increíble que no se cansaran de salir todos los días, pero hoy me apetecía. Después del momento con Giorgia, y aunque ella estuviera ahí, me apetecía beber un poco con mis amigos.
Lo único que esperaba era que mi amiga no se lo hubiese tomado del todo mal, para que nuestra relación de grupo no se viera salpicada por nuestros problemas individuales.
Tomé una ducha y me vestí con una camisa blanca y unos caquis. No iba demasiado arreglado, pero tampoco pretendía hacerlo.
Terminé de arreglarme el pelo y bajé para empezar a conducir hasta la nueva discoteca que había encontrado mi amigo para gente de renombre.
No nos costó mucho entrar cuando dije mi apellido. Samuele había reservado una zona vip para nosotros con mi nombre y la verdad es que no me molestó, más que nada porque prefería estar ahí arriba que abajo con toda la gente sudorosa sin dejar de moverse y empujando a cada segundo.
Giorgia ni siquiera intentó darme una palabra, mis dos amigos sabían lo que eso significaba por lo que no hicieron ningún comentario. Sin embargo, me parecía una reacción un tanto infantil, ella sabía que yo no quería nada, lo habíamos dejado claro cuando empezamos, y lo último que quería era que su actitud se viera reflejada en nuestro grupo de amigos.
—Oye, ¿esa no es Victoria? —cuestionó Adriano.
¿Qué hacía ella aquí? Desde lejos se le veía el pelo revuelto y un par de botellas encima de su mesa de reservado, vacías.
Nos fuimos acercando y noté cómo guardaba su móvil en el bolso e intentaba agachar la cabeza, tal vez para que no la viéramos.
—¿Señorita Anderson? —Samuele fue el que se atrevió a hablarle, haciendo la pregunta para cerciorarse de que se trataba de nuestra jefa.
Levantó la cabeza y sus ojos grises se dirigieron a mi amigo, para después repasarnos a todos. Tenía las mejillas rojas y sus párpados se le notaban cansados, como si en cualquier momento fueran a cerrarse.
—Hola...—contestó, y sólo eso hizo falta para saber que había bebido más de lo que su cuerpo le permitía.
Sus ojos chocaron con los míos y no pude evitar entrecerrarlos, escrutándola, casi entendiendo a lo que se refería su padre con la autolesión. ¿Por qué se sentiría saturada ahora? Tal vez su maquillaje se había estropeado o su vestido favorito se había roto.
Pasó sus manos por el pelo, en el intento de peinarse, cosa que no consiguió, haciendo que mis amigos se mirasen entre ellos sin saber muy bien cómo tomarse que ella se encontrara en ese estado. La verdad es que era raro verla así después de tenerla tan perfeccionista entre las paredes de la empresa.
—¡Qué casualidad encontrarla aquí! —comenzó el rubio, cogiendo asiento a su lado, recibiendo una mirada extrañada de la rubia. —Nuestro reservado es el de al lado —dijo alzando su brazo, señalando dicho reservado.
Samuele tuvo el atrevimiento de sentarse al lado de nuestro amigo, mientras que nuestra jefa prestaba atención a las palabras del otro. Si hubiese estado en sus cabales les habría mandado a tomar viento antes de que se sentaran, y mucho menos les habría dejado entablar una conversación con ella.
—¿Ha venido sola? —preguntó el pelinegro dándole un repaso a los alrededores, en busca del acompañante que esperaba para ella. —¿O ha venido con su pareja? —hizo un baile con sus cejas que me obligó a regañarle.
—Samuele...
Él me dio una mirada que decía que estaba aprovechando el momento para saber más cosas de la estirada que teníamos como jefa. Ella negó en respuesta, tosiendo un poco para empezar a hablar.
—No tengo pareja... —su mirada de repente chocó con la mía y no pude evitar sentirme mejor —He venido con una amiga.
Sus palabras se alargaban como muestra de su ebriedad, y algunas costaba entenderlas, pero ella seguía intentando mostrarse superior y altiva, con sus cejas alzadas en el intento de que los ojos no se le cerrasen.
En cuanto la vi coger el vaso de tubo que tenía en la mesa, me vinieron a la mente las palabras que Frank me había dicho a la hora de comer, y no puede evitar intervenir. Coloqué mi mano encima, para evitar que se lo llevara a los labios.
—¿No cree que sea hora de dejarlo?
Mis palabras sólo hicieron que frunciera el ceño y me mirase con todo el odio que su corazón podía permitirle.
—Sea o no, no es de su incumbencia. —apartó el recipiente con rabia y le dio un largo trago.
Nos mantuvimos callados por unos instantes, pero enseguida ella empezó a rebuscar en su bolso, con el ceño fruncido, esta vez de preocupación. Una vez cogió su móvil, percibí que lo desbloqueó y noté que estaba leyendo un mensaje por cómo entrecerraba sus ojos intentando enfocar su vista y por cómo movía sus labios con cada palabra.
—Me tengo que ir. —anunció levantándose.
Sus piernas no la ayudaban en nada, porque no paraba de tambalearse, tanto que tuve que agarrarla del brazo para que no cayera de bruces contra el suelo. Sus ojos me miraron y en ellos la preocupación. Estaba fatal, su cara empezaba a tornarse pálida y deseé que su padre no fuera mi amigo.
—Necesito tomar el aire.—la urgencia se notaba en su voz y se apartó de mí para salir corriendo del local.
Chisté, negando levemente con la cabeza. No podía dejarla así, y menos sola. Le había hecho una promesa a Frank y si le pasaba algo a esa niñata y su padre se enteraba que yo podría haber hecho algo para ayudarla, me mataría.
—Voy con ella. —dije, sin pararme a ver las caras de mis amigos, porque sabía que no iban a entender mi posición y menos Giorgia, que podría empezar con ataques de celos inoportunos.
Conseguí llegar a la calle después de cruzar por todo el tumulto de gente sudorosa, que parecía gustarle el olor a sudor y alcohol. El aire me chocó contra la cara, contrastando el calor asfixiante que tenía dentro de la discoteca.
Empecé a caminar sin saber muy bien hacia dónde había ido la chica. Era incontrolable, me molestaba que quisiera aparentar cosas que no era. ¿Por qué había huido de esa manera sabiendo el estado en el que se encontraba?
La vi a lo lejos después de unos minutos más, tenía la cabeza apoyada en la pared y los ojos cerrados. Estaba tan blanca como la pared en la que se había apoyado. Me acerqué soltando un suspiro y me paré a su lado, sin saber muy bien qué decir.
Sin embargo, antes de que pudiera decir una sola palabra, su cuerpo se echó hacia delante y una ola de vómito fue a parar sobre mis zapatos caros.
—Joder... —gruñí, porque no había nada que más odiase que el vómito.
Agarré su pelo rubio, que empezaba a cubrirle la cara y comenzaba a mancharlo con lo que estaba saliendo de su boca. Le acaricié la espalda, en el intento de calmar todo eso y notando cómo las personas que pasaban cerca miraban la situación con asco.
Lo peor de esto es que hubiera algún periodista cerca y consiguiera sacar una foto del momento. Tal vez no la arruinaría, pero sí que daría de qué hablar por unos días. Y teniendo en cuenta que a algunos clientes no le agradaba el cambio que Frank había hecho, podría suponer la pérdida de estos.
Por fin su cuerpo volvió a apoyarse en la pared, aunque tenía los ojos cerrados y tuve que agarrarla porque las piernas ya no sujetaban su peso. Pasé las manos por detrás de sus rodillas y pegué su cuerpo a mi pecho.
—¿Estás bien? —pregunté, aunque sabía la respuesta, pero quería corroborar que no se había quedado inconsciente.
Su voz sonó muy leve y era como un diminuto lloriqueo de una niña pequeña. La miré y tenía los ojos cerrados, su mejilla se apoyaba en mi pecho y el pelo se le pegaba a la frente sudorosa, tal vez por el esfuerzo que había hecho antes.
Mientras iba andando escuchaba quejas suaves de su parte, como si estuviera en un sueño. Se revolvía y me costaba volver a cogerla bien. Noté cómo varias personas sacaron alguna foto o vídeo y me di prisa por llegar a mi coche y sentarla en el asiento del copiloto.
Empecé a conducir lejos de ahí y paré en una gasolinera para comprarle algo de agua.
Seguramente no había tomado ni un trago desde que salió de su casa. Volví al coche con rapidez luego de darle las gracias al dependiente y abrí su puerta, recibiendo más quejas.
La cogí del brazo, intentando incorporarla un poco para que no se ahogase mientras le daba el agua. Aunque ahora mismo es lo que mejor que podía pasarme a mí. Estaba ayudando a la persona que más detestaba, y podía tener la certeza de que no me agradecería nada. Es más, lo más seguro era que hiciese como que no había ocurrido.
—Que no...—lloriqueó. —No quiero...Déjame...—dio varios golpes inútiles a mis manos mientras yo le acercaba el agua.
—Escúchame, tienes que beber agua. —dije con voz autoritaria, pero le dio completamente igual, porque siguió negando y apretó sus labios. —Dios... eres tan insoportable.
Agarré su mandíbula para que dejase de mover la cara y acerqué la botella a sus labios apretados, haciendo algo de fuerza y derramando el líquido sobre ella. Pero al final funcionó, dejó de resistirse y empezó a beber como si su vida dependiera de ello.
Se terminó el botellín y volví a emprender el trayecto. No sabía dónde vivía ella y llevarla con Frank sabía que supondría más odio de su parte hacia mi persona. Así que, y con mucho dolor, la llevé a mi casa. Sabía que me iba a arrepentir de las decisiones que estaba tomando, pero no me quedaba más remedio. Era la hija de mi figura paternal, era una de las cosas más importantes en su vida y no podía dejarla tirada en ese estado. Simplemente no podía.
—Odio mi vida...—volvió a hablar, esta vez llorando de verdad, en voz tan bajita que pensé que lo había alucinado.
La miré, sin saber muy bien qué decir. ¿Cómo iba a odiar su vida? Se la veía tan bien que no podía imaginar eso.
—¿Qué dices, Victoria? —cuestioné con voz suave.
—No me gusta...—negó, acompañando sus palabras con un gesto de la cabeza. —No me gusta...No me gusta...
Empezó a patalear como si fuera una niña de cuatro años y paré el coche en el recinto de mi edificio y me giré para verla. Tenía los ojos abiertos y se veía el rastro de las lágrimas en ellos.
—¿Qué es lo que no te gusta? —le solté el cinturón y aparté las lágrimas de sus mejillas con mi pulgar.
Sus ojos me miraron y pude ver algo de tristeza en ellos, esa que no me había parado a fijarme antes. Tenía en sus iris grises pequeñas motas de azul, que dependiendo de la luz hacían que se vieran de un color u otro. Y pequeñas pecas se esparcían por su nariz fina y respingona.
—No me gustas tú...—terminó diciendo y reí, porque ahí estaba otra vez esa arpía que conocía.
—Está bien, Victoria...
Bajé del coche y caminé hasta su puerta, para cogerla y subirla a mi piso. En el rellano me encontré con Carlo, el portero de mi edificio, quien miró a la chica en mis brazos con preocupación, acercándose conmigo al ascensor.
—¿Todo bien, señor Campbell? —inquirió, dándole al botón por mí.
—No te preocupes Carlo, todo está bien. —miré a Victoria, que volvía a decir cosas por lo bajo inentendibles. —Sólo necesita una ducha fría y descansar.
Cuando llegamos a mi piso me abrió la puerta y lo agradecí, porque no iba a poder hacerlo yo solo, y dejar a la princesita en pie no era una opción.
—Gracias Carlo.
—Cualquier cosa, avíseme, señor. —se despidió cerrando la puerta y fui derecho al baño para deshacerme de la ropa cubierta de vómito, tanto la suya como la mía.
La senté en el retrete y me aparté para comprobar que mantenía el equilibrio, y cuando verifiqué que lo hacía, fui corriendo a la cómoda de mi habitación para sacar un par de camisetas y pantalones de pijama.
Volví y la encontré con la cabeza apoyada en la mampara de cristal de la ducha, sus ojos estaban entrecerrados y escuché un suspiro de su parte.
—¿Cómo te encuentras? —pregunté, agachándome frente a ella y quitándole los tacones.
Tenía la piel suave, pero sus pies eran propios de los de una bailarina, tenía heridas en ellos y supe que le dolían cuando se quejó al tocar sin querer una de ellas.
—No me toques...
Me incorporé y empecé a quitarme la ropa, hasta quedar en prendas menores. No tenía bañera y sola no iba a dejarla metida en la ducha, podía caerse y abrirse la cabeza, y lo que menos quería era que toda esta situación se malinterpretase más de lo necesario.
Le quité el vestido y entré con ella, abriendo el agua y esperando a que estuviera caliente. La tenía agarrada de los brazos porque aún se tambaleaba y no pude evitar fijarme en su cuerpo. Las costillas se le marcaban de forma leve y sus pechos eran tan pequeños que podría acunar uno de ellos al completo con una sola mano. Su piel pálida contrastaba con su ropa interior negra, que se le pegaba al cuerpo como si de una segunda piel se tratase.
—Deja de mirarme así, joder...—se quejó y antes de que siguiera hablando la metí bajo el chorro de agua, regulando la temperatura en el proceso.
Empecé a lavarle el pelo con mi champú y me agradó la sensación de su pelo contra mis dedos. Me gustó también pasarle una esponja que tenía guardada en el cajón por todo su diminuto cuerpo, ver lo sensible que podía llegar a ser su piel.
Hice lo mismo conmigo sin dejar de agarrarla y la envolví en una toalla cuando terminé, volviendo a dejarla sentada en el retrete, dejando que apoyase su cabeza en la mampara, a pesar de que la estaba ensuciando con su pelo mojado.
El maquillaje le caía a chorretes por las mejillas, dejando rastros negros por estas, dándole un aspecto desprolijo que nunca había conseguido verle. Y me pareció bastante curioso que tuviera que estar así para presenciarlo.
Cogí otra toalla, humedeciéndola, para pasársela por la cara e intentar quitarle todo lo que se había echado. Al no conseguirlo me desesperé. Sabía que si la dejaba así a la mañana siguiente me despedazaría mientras estuviera durmiendo, por haberme tomado la libertad de verla de esa forma.
Así que decidí dejarla ahí un momento y después de vestirme salí al rellano y tocar la puerta de una de mis vecinas, en busca de algo de desmaquillante para la loca estirada que tenía en mi baño.
—Buenas noches, Katerina, ¿tienes desmaquillante para prestarme? —pregunté directo en cuanto abrió.
Era una mujer de unos cuarenta años aproximadamente. Me había cogido cariño el tiempo que llevaba ahí y siempre me daba lo que pedía.
—¿Estás aprendiendo a maquillarte o qué? —inquirió con burla, haciéndome un gesto para que la acompañara.
Solté una carcajada irónica y negué con la cabeza. No sabía por qué esta mujer seguía despierta a esta hora, pero realmente lo agradecía.
—No, es para...—me quedé pensativo, sin saber muy bien cómo describir a Victoria. —Una chica. —terminé diciendo, consiguiendo una mirada cómplice y negué rápidamente. —No, te estás confundiendo, —empecé mientras ella rebuscaba en su baño. —es la hija de Frank.
—¿Y eso te supone un problema? —se giró para darme el bote de desmaquillante, mientras se cruzaba de brazos.
—No lo entiendes. No me gusta, ni si quiera me atrae.
Asintió, fingiendo que me creía. Y la verdad es que podía entender su punto de vista.
—Y por eso está en tu casa y has venido a pedirme desmaquillante. —rio, guiándonos de nuevo hacia la puerta.
—Estaba borracha en una discoteca, y sola. —expliqué. —No podía dejarla ahí. Es la hija de Frank. —repetí, para que lo entendiera.
Se encogió de hombros y me sonrió.
—Está bien, guapo. Disfruta de tu noche. —me guiñó un ojo y negué, dándome la vuelta mientras ella cerraba su puerta.
Entre con rapidez en mi casa y corrí hacia el baño, para verla en la misma posición que la había dejado, completamente dormida.
Eché el desmaquillante en la toalla y volví a pasársela por la cara, esta vez consiguiendo mi propósito, y viendo su piel pálida completamente al natural. Descubrí que también tenía algunas pecas ligeras en sus mejillas y que tenía las ojeras suavemente marcadas debajo de sus ojos.
Cuando terminé le pasé la camiseta por la cabeza y los brazos y la cogí para dejarla sobre mi cama. Le había pedido a mi ama de casa que cambiara las sábanas mientras que no estaba, para evitar dormir donde la noche anterior había hecho otras cosas.
Apoyé su cabeza con delicadeza en la almohada, notando el contraste de su pelo rubio contra las sábanas azul marino. Su respiración era tranquila mientras la colocaba de lado por si sentía la necesidad de volver a vomitar.
—¿Alex? —murmuró y fruncí mi ceño, no mucha gente acortaba mi nombre, y que ella se tomase la libertad de hacerlo era raro, teniendo en cuenta nuestra relación.
—Hum—insté, para hacerle saber que la estaba escuchando.
—Sé que quieres robarme la empresa. —sus ojos se abrieron despacio, para mirar los míos, y negué, porque era verdad. —Sí que quieres. Si no hubiésemos estado mi hermano ni yo, tú serías el jefe. —noté cómo sus preciosos ojos volvían a cristalizarse. —Creo que mi padre te prefiere a ti al mando. Todo el mundo te prefiere a ti al mando.
Estaba borracha. No podía sentir pena por ella, porque al día siguiente volvería a ser la misma arpía de siempre. Pero lo hacía.
—Tu padre está feliz de que tú estés al mando. —susurré, apartándole un mechón de pelo de su frente.
—Está...feliz...
Su mirada se perdió en algún lado por un momento, pero cerró los ojos y cuando los volvió a abrir eso que la preocupaba ya no estaba.
—El resto me prefiere a mi porque piensan que eres demasiado dura. —confesé, esperando que volviera aquí conmigo, no envuelta en sus pensamientos. —Pero yo creo que lo estás haciendo muy bien.
—¿De verdad? —su voz era de incredulidad total, tal vez no se esperaba que yo le soltase un cumplido así.
Su cara era muy parecida a la de un niño pequeño que recibe su primer sobresaliente, y me gustaba esta versión de Victoria. Podía ver que le importaba algo más que ella misma. Podía ver que era débil y que también tenía sus dudas.
—De verdad. —le sonreí y ella se relajó. —Ahora duérmete.
Asintió y cerró los ojos, acurrucándose un poco más sobre sí misma. Me quedé unos instantes más mirándola, notando cómo su respiración se ralentizaba conforme iba cogiendo el sueño. Y antes de dormirme le escribí a su hermano para que supiera que ella estaba bien, que estaba conmigo, y que no se preocupase.
Tal vez gracias a esto nuestra relación daría un cambio, había conseguido ver a través de ella y no me había desagradado del todo.
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