Capítulo 32
Dominic.
Mi cuerpo pega un salto en el mismo momento en que mis ojos se abren, percibo que mi boca está seca, con un sabor muy amargo, y la cabeza me duele tanto que siento que se me caerá en cualquier momento. Me afirmo las sienes y me doy cuenta de donde estoy, de todo lo que ha pasado. Enderezo mi cuerpo hasta quedar sentado sobre el piso, pongo los codos sobre mis rodillas al tiempo que hundo los dedos en mi cabello. Me quedo unos instantes en la misma posición pensando en el terrible giro que acaba de dar mi vida entera, en todo lo que acabo de perder al saber que estoy contagiado.
Ya no hay nada más, todo se acabó para mí. Miro a mi alrededor y veo el desastre que he dejado en mi departamento, pero en realidad es lo que menos me importa en estos malditos momentos. Por inercia me pongo de pie e inmediatamente me dirijo hasta mi habitación, siento como si mis ojos estuviesen llenos de tierra, siento mi cuerpo entero inerte. Mis extremidades están adormecidas al igual que yo, que al ver un panorama tan funesto para mí no me permito salir del terrible estado de estupor en el que me encuentro encasillado.
Me viene un mareo tan intenso que me veo en la obligación de afirmarme de cualquier cosa, lo que es un terrible error porque el jarrón que está sobre la mesa del pasillo cae al piso, en fracción de segundos pierdo el equilibrio y los trozos de cristal se incrustan en mi mano. La sangre comienza a brotar sin control. Mi sangre infectada cae al suelo y yo me quedo sentado en él, mirando con los ojos entornados el charco que se está formando entre mis piernas. Todo me da lo mismo. No siento dolor, tampoco no siento angustia al ver que de la palma de mi mano los borbotones fluyen sin cesar.
Ni siquiera sé cuánto es el tiempo que llevo aquí sentado, pero la sangre seca entre mis dedos me indica que es bastante. Por la ventana veo que ha amanecido, es un nuevo día para muchos, sin embargo, para mí es el primer día en el mismo infierno. Ayer me han confirmado que tengo VIH, ayer todo lo que he construido en estos años se ha derrumbado como un castillo de arena, ayer... Ayer mi vida entera se fue directo al carajo. Hoy no soy más que un despojo de lo que el diagnóstico me ha confirmado.
Todo se ha transformado en un espiral que no me deja ver más que el dolor que siento ahora. Malditamente todo se ha convertido en una sucesión de errores imperdonables. Mi cabeza trabaja a mil por minuto intentando procesar los pensamientos que una y otra vez rondan en mi mente. Si yo contagié a Carolina, lo más probable es que también Samantha haya sido contagiada por mí. A no ser que Carolina haya contagiado a Doménico y ese maldito pelirrojo haya contagiado a Samantha. Esto es una jodida mierda de la que nunca podré salir, una mierda en donde todas las preguntas jamás me abandonarán. En una mierda que no me perdonaré en lo que me quede de... Me dan ganas de reír como un demente por el solo hecho de pensar en el tiempo que me queda de vida.
Repaso, dos, tres, cuatro veces en qué diablos me equivoqué, todavía no comprendo qué pasó, porque siempre me he protegido, a excepción de aquella vez con Carolina. Una fuerte punzada de dolor se hace presente traspasándome todo el brazo, es porque estoy tan enfadado que he apretado los puños olvidándome del corte que tengo en la palma. Me obligo a ponerme de pie y respiro profundo mientras voy de camino al baño.
Enciendo la luz y lo primero que veo es mi pálido rostro acompañado de unas enormes ojeras, mis labios están tan resecos que puedo ver varios trozos de piel suelta adherida a ellos. Paso la lengua por todo el contorno, están ásperos. Estoy hecho un asco, no obstante, no tengo ni la más mínima intención de... No sé de qué diablos. Saco mi camisa, la que está manchada, sigo con el pantalón y me meto a la ducha. En cuanto el agua tiene contacto con mi corte ahogo un gruñido, pero me sigo duchando hasta que veo mis dedos arrugados.
Me demoro cinco minutos en ponerme un vendaje. Voy hasta mi closet y saco una maleta, en la que comienzo a guardar ropa, ya no estaré ni un minuto más aquí, necesito irme de este lugar. Puedo sonar un maldito cobarde, pero quiero escapar de mi fatídico destino y para eso dejaré todo atrás, incluida a Samantha. Maldito egoísta, no me importa, ya nada lo hace.
Ni siquiera el amor que le tengo a esa preciosa mujer...
Termino de cerrar la maleta, y trago saliva mientras miro a mi alrededor, todo se acabó. Salgo raudo de mi habitación, agarro las llaves del auto que están en el piso a causa del forcejeo que hice ayer con Samantha. En cuanto abro la puerta mi vista viaja hasta suelo, mis ojos se abren incrédulos porque maldita sea, ¡Samantha ha pasado toda la noche aquí afuera de mi departamento! Está acostada hecha un ovillo sobre el frío piso de mármol. Frunzo mis labios en el mismo momento que me jalo el cabello con desesperación. Le he hecho tanto daño que este es otro de los karmas que nunca podré perdonarme, ni superar.
Puedo ser capaz de percibir como mi semblante se ensombrece, mis labios han formado una línea recta, y una máscara de frialdad es la que acabo de moldear para no sentirme culpable de lo que estoy a punto de hacer. Levanto el pie y paso por sobre el cuerpo de Samantha, quien se remueve al sentirme, sin mirar atrás me dirijo hasta mi auto. Cuando estoy a punto de meter la maleta en el asiento trasero, siento su mano afirmar mi brazo. Estoy de espalda, por lo que me puedo permitir el lujo de cerrar los ojos antes de enfrentarla.
—No lo hagas.
Su voz es débil, rasposa, pero finjo no haberla escuchado. Intento soltarme de su agarre, sin embargo, ella aprieta sus dedos haciéndome sentir lo helada que está. Paso la lengua por mi labio superior y decido girarme. Lo que veo me hace caer a un pozo en donde no existe salida alguna. Samantha tiene los párpados tan hinchados que sus ojos se ven pequeños, pero aun así puedo distinguir lo rojos que están, su nariz está en las mismas condiciones, su piel ha perdido ese hermoso tono, ahora es tan blanca que me asusta.
—Suéltame por favor.
Ni con verla de esa manera dejo de ser un imbécil, porque por muy patético que suene, estoy cegado de desesperación. Ella baja su cabeza y a través de su cabello puedo advertir el brillo de sus gruesas lágrimas, inevitablemente mi corazón se hace un nudo imposible de desenredar.
—Maldito cobarde —susurra con un gemido —. Nunca pensé que fueras a dejarme, te creí diferente —pasa la mano por sus mejillas —, pero ahora veo lo equivocada que estaba —me suelta tan solo para empujarme —. ¿Por qué diablos estás haciendo esto?
—No tengo porque darte explicaciones.
—¡Claro que sí! Se supone que eres mi jodido novio, se supone que eres el hombre que me ama. El tipo que lo dio todo por mí, el que sanó las heridas, y no solo te hablo de las físicas, sino también las de mi corazón —con sus palmas enmarca mi rostro —. ¿No ves todo lo que te amo, estúpido egoísta? ¿No te das cuenta de que soy capaz de hacer todo, tan solo para estar a tu lado?
—Déjame. Tú no sabes nada, no entiendes.
Doy un paso atrás, alejándome de sus caricias porque por cada una de ellas creo que moriré, porque si sigue tocándome así voy a derrumbarme. Los brazos de Samantha caen a sus costados, su barbilla tiembla al igual que su labio. Sin dejar de mirarla abro la puerta del auto para terminar de guardar la maleta. Creo que ya se ha dado por vencida, porque solo me observa llena de amargura. En sus ojos puedo ver la decepción que siente en este momento, la rabia mezclada con la agonía, con esa súplica silente que me pide que no lo haga.
Al oír el portazo que doy veo como su cuerpo da un leve salto. Estiro la mano para alcanzar la manilla, todo esto es sin perder el contacto de nuestros ojos. Cuando por fin rompo la conexión de nuestras miradas, decidido, abro la maldita puerta del conductor y es en este instante en que oigo su grito desgarrador.
—¡¿Así acabará todo?! —esta vez no me giro —. ¡Contéstame! —me da un empujón y termino apoyándome con la mano herida, pero el dolor que siento no se compara con la laceración que manifiesta mi alma —. Eres igual que Doménico.
De solo escuchar el nombre de ese maldito pelirrojo mi cuerpo entero se enfurece.
—¡No me compares con ese bastardo!
—¡Eres igual! Al primer obstáculo, a la primera inseguridad, me abandonan.
—¡No es lo mismo!
—¡Si lo es!
—¡Me voy a morir maldita sea! ¿No lo entiendes? ¡Estoy jodido!
—¡Y yo quiero estar contigo! Pero al parecer tú tampoco lo entiendes. Te dije que estoy aquí para ti, te dije que podías contar con mi apoyo porque te amo. ¿Y qué es lo que estás haciendo? Te estás yendo como un cobarde, estás actuando como un maldito pusilánime cuando yo estoy aquí para que te apoyes en mí.
—No voy a dejar que veas mi agonía, no voy a permitir que estés al lado de un tipo que morirá bajo quizá qué circunstancia. No te mereces eso.
—Ni tú tampoco mi amor. Por favor no me dejes, luchemos juntos.
—Es tarde, yo me largo.
Trago la poca saliva que me queda, me subo al auto a pesar de seguir oyendo las súplicas de Samantha. Meto la llave y piso el acelerador.
—¡Dominic!
Subo el volumen de la radio para que sus gritos no me sigan taladrando los oídos, para que sus gritos no sigan rompiendo la poca barrera que me queda. Este es mi método de defensa, alejarme de todo y de todos cuando estoy mal y esta no será la excepción, más aún, ahora que tengo la certeza de que pronto me voy a morir.
A la mierda conmigo, a la mierda con mi vida entera, a la mierda con el amor que le tengo a esa mujer que está de rodillas en el piso mirando cómo me alejo de su lado para siempre.
No tengo ni la más jodida idea de donde iré, solo estoy manejando porque quiero escapar. Le acabo de destrozar la vida a Samantha, todos los proyectos que tenía para nosotros se fueron directo al infierno. Toda la vida que tenía armada se fue a la basura al saber aquel terrible diagnóstico, no puedo con todo esto. Paso cambio y acelero.
Ya no podré disfrutar de su compañía, de su sonrisa, del aroma de su cabello, de sus besos, ni de despertar a su lado todas las mañanas. Me rio con tristeza y mi vista inevitablemente se empaña. No podré volver a ver su pelo enredado, o su maquillaje corrido cuando abría sus ojos al amanecer. Tampoco volveré a disfrutar de su cara de enojo cuando le decía que tenía una lagaña.
De solo pensar en que ella no podrá seguir su vida normal, porque lo más seguro es que también esté contagiada, me hace caer a un abismo. La sola idea de que tal vez tampoco nunca podrá tener hijos me hace querer cortarme los huevos porque todo es por mi maldita culpa.
Por imbécil, merezco todo lo que me está pasando...
Y es justo en este preciso momento cuando recuerdo aquel día en el que le dije que siempre estaría allí, que irónico, no puedo estar ni para mí. Que perra es la vida, que maldita es la jugada que me ha hecho el destino. Ahora soy yo quien está sangrando por dentro, porque este agujero que tengo en medio de mi pecho no sanará por más que pase el tiempo. La única convicción que tengo es que, mientras viva, mientras respire, siempre la seguiré amando porque es la única que me supo comprender y aceptar tal cual soy.
Samantha entró en mi vida sin yo quererlo, sin siquiera esperarlo. Me di cuenta de que estaba enamorado de ella en nuestro segundo encuentro, no pude sacarla de mi cabeza, de mis pensamientos, ni de mi corazón. Se incrusto en mi alma, es la que me hizo conocer la calidez de un amor inmenso y eso siempre se lo agradeceré. Ha sido la que ha estado conmigo en estos últimos meses, la que me ha hecho sonreír con sus ocurrencias, la que me saca de mi rutina, la que me mata con su honestidad. Pero, aun así, no pude permitir que estuviese ni un segundo más a mi lado.
¿Por qué me tuvo que suceder esto a mí? ¿Qué fue lo que hice mal para merecer esto? Este dolor con el que cargo me consume, me acaba, y es una situación que me desespera. No estoy siendo capaz de enfrentar mi realidad, estoy evadiendo todo lo que se encuentra a mi alrededor. Ya no puedo volver el tiempo atrás, aunque me cueste tendré que aprender a vivir con esta enfermedad, hasta que respire mi último aliento.
¿Habré sido tan malo en mi otra vida que ahora esta, me está castigando? Aunque quisiera gritar no puedo, porque mi garganta está apretada a causa de las lágrimas que estoy reprimiendo. Quisiera que esto fuese una maldita pesadilla, pero no lo es. Los fantasmas, los temores no me quieren soltar y experimento una sensación de abatimiento de la cual es imposible de escapar.
Me pregunto, ¿dónde está el Dominic que no se deja derrotar por nada?, ¿dónde demonios está el Dominic que le pone la cara a la vida a pesar de los obstáculos? Mi cuerpo tiembla entero porque ese Dominic, ya no existe, se quedó en aquella consulta médica donde le han dado el pronóstico que acabó con toda su vida.
Es tanta la presión que hago sobre el volante que veo como se tiñe de rojo. Carolina tenía razón, soy un cerdo asqueroso que está contagiado con la enfermedad más devastadora que puede existir, es como la crónica de una muerte anunciada. Me arrepiento de haber practicado el swinger por tanto tiempo, si tan solo hubiese sido más precavido se habría evitado tanto mal, pero, ¡¿cuánto más?! No obstante, si no hubiese pisado un club de intercambio, nunca hubiese conocido a Samantha.
Mis fosas nasales se dilatan, estoy respirando con dificultad, mi pecho sube y baja. Los latidos de mi corazón se han disparado.
Arrastro la mano por mi cara e intento tranquilizarme. La tortura mental de la que estoy siendo víctima, no me está dejando más que una crisis de pánico espantosa. Mi cuerpo empieza a temblar a un punto en el que no lo puedo controlar. Por mi espalda, mi frente, y mi pecho, corre el sudor. De repente la boca se me seca y me siento ahogado.
Un irracional miedo me comienza a agobiar, si sigo así me volveré loco. Tengo náuseas, y se me están adormeciendo los brazos. ¡No quiero que todo acabe así! Como puedo me limpio los ojos, he comenzado a llorar, no... no me quiero morir. ¡No quiero! No de esta manera, no a causa de esta enfermedad. Comienzo a ver todo distorsionado, y una sensación de irrealidad se apodera de mí haciéndome sentir encapsulado en un mundo que no es el mío.
Mi cuerpo y mi mente están dejando de pertenecerme en este momento, y no estoy teniendo ningún maldito control sobre esto. Intento pensar en otra cosa de respirar profundo, pero no lo consigo y esto se intensifica, lo noto porque al hablar es como si me oyera por dentro en un eco infernal.
Estoy desprotegido, solo, abatido, en este maldito minuto no soy capaz de pensar en nada más que en lo que me está sucediendo. Pierdo la fuerza, el decaimiento se adueña de todo mi ser y mis manos resbalan del volante. A pesar de que tengo la vista nublada, advierto como me salgo del camino. Mi cuerpo da una fuerte sacudida a causa del derrape del auto y por más que intento levantar mis malditos brazos, estos no me responden.
El poco dominio que tenía sobre mí, me ha dejado en la deriva...
El dolor lacerante que traspasa mi cuerpo entero, no tiene descripción alguna. El cinturón de seguridad se suelta y mi cuerpo se convierte en un muñeco de trapo dentro del auto, golpeándome cada parte de él. Una vez tuve que hacer unas fotos en un centro de rehabilitación, en aquel lugar un chico me contó sobre su experiencia cercana a la muerte, donde me relataba que vio su vida pasar ante sus ojos como en una especie de cámara lenta, instantes antes del impacto.
Es lo mismo que me está sucediendo en este momento. Las imágenes que proyecta mi mente no vienen en orden, solo veo los acontecimientos más importantes de mi vida. Como cuando abrí mi propio estudio. Cuando tuve mi primer trabajo como fotógrafo profesional. Cuando vi a Samantha por primera vez. Cuando... me di cuenta de que estaba enamorado de ella y la imagen se detiene allí, en ella. Solo pienso en ella, en nosotros, en lo que pudimos ser, y en sueños truncados a causa de todo esto.
Samantha, mi amor perdóname por no ser el hombre que esperabas...
Samantha, siempre serás la única mujer que me robo el aliento...
Samantha, me hubiese gustado seguir a tu lado...
Samantha, no podía...
Samantha, quizás en otra vida si podamos ser lo que en esta no...
Samantha, te amo...
De pronto, siento como mi piel se comienza a desgarrar dejándome experimentar un profundo y agudo dolor que me traspasa de la cabeza a los pies, es porque mi cuerpo acaba de traspasar la barrera del parabrisas expulsándome con violencia fuera del auto propinándome, de paso, los profundos cortes que me tienen gritando.
Ya no escucho nada, ya no está ese ruido ensordecedor del metal haciéndose añicos, de los cristales haciéndose pedazos, de mi garganta emitiendo gemidos de sufrimiento.
Todo se vuelve silencio...
Silencio y nada más que silencio...
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