Rey
Rey
Los brazos de Aegon temblaron ligeramente al recibir el cachorro de Rickon, su mirada se nubló por las lágrimas de alegría al sostener ese pequeño y tierno cuerpecito de quien era su nieto, un nuevo Stark a quien su Alfa nombró como Jonnel Stark. Era un Alfa lozano de buenos pulmones, con esos cabellos oscuros paternos y la mirada traviesa de Rickon. Aegon le sonrió, besando su cabecita antes de pasárselo a Aemond, quien lo tomó algo nervioso, igualmente conmovido de tener entre sus brazos a su sobrino, girándose para presentárselo a los príncipes Aegon y Viserys quienes habían viajado con ellos, ahora que ya eran muy cercanos al Rey Consorte.
—Madre, ¿te complace tu nieto?
—Claro, hijo.
Rickon sonrió, todavía cansado luego del parto, mirando con alegría cómo su cachorro era bien recibido por esa familia del sur que había llegado días antes para estar presentes en el nacimiento y ser presentados ante el pequeño Alfa quien se convertía ahora en el heredero de Invernalia con un título de príncipe otorgado por el rey Jacaerys, este se había quedado en Desembarco por motivos de trabajo. Aegon suspiró, devolviendo al cachorro a los brazos maternos.
—No debemos agotarte, debes reposar.
—Estoy bien.
—De todas formas, necesitas recuperar energías.
Habían sido días movidos para Aegon, pues antes de partir hacia Invernalia con todos sus cachorros, Aemond por fin había presentado su segundo Celo, uno que el Maestre confirmó era más que fértil, con lo que formalizaron el compromiso entre Lucerys y su ya no tan pequeño bebé quien le prometió no darle sustos -aunque Aegon no estuvo seguro de que lo demás estuviera excluido- comportándose como el buen príncipe que ya era. Los principitos estuvieron más que emocionados de conocer el Norte, esas tierras donde ellos habían vivido varios años, sobre todo, ver cómo estaba el nuevo Señor de Invernalia con todo y su cachorro.
Luego de que Rickon se recuperara, se celebró la ceremonia de presentación ante el arciano del castillo, recibiendo esa savia carmesí en su frentecita, símbolo de que pertenecía a la Casa Stark. En el banquete, el bebé anduvo de brazos en brazos hasta que se agotó, llevándolo a su cuna. Rickon estaba alegre, en sus usuales bromas, notándose claramente su rango de mando a los ojos de Aegon, quien vio cómo el resto lo obedecía sin rechistar, además de que poseía ese carisma conquistador de corazones. Fue algo que lo tranquilizó, había estado inquieto del tiempo alejado de su tierra, pero viéndolo tan bien en su papel de regente del Norte ya no tuvo más preocupaciones por él.
También fue una sensación extraña el volver, ahora como Rey Consorte, a ese lugar donde apareciera delgado, ojeroso y con el terror inundando su corazón al no saber qué sería de su cachorro y él mismo. Las cosas habían cambiado, se lo debía a una sola persona. Al otro día fue a las catacumbas de Invernalia, para ofrecer flores a la estatua de Cregan Stark, mirando ese rostro de piedra con lágrimas en los ojos. Si a alguien le debía el milagro de la vida que hoy gozaba, era a ese gran Alfa de hierro cuyo sacrificio le trajo la familia que disfrutaba sin más guerras de por medio. Aegon se dio su tiempo para recordar los dulces tiempos bajo el cariño de Cregan, cómo lo dejó florecer y convertirse en el fiero Omega que amó sin ponerle correas ni restricciones, así era la forma de amar de los lobos del Norte.
—Mamá —Aemond lo abrazó, igualmente mirando la estatua.
Besó los cabellos de su hijo, suspirando hondo, prometiendo en silencio al gran Alfa Stark que no desperdiciaría el regalo que le dio con su vida, honrándolo, siendo feliz y luchando por lo que quería en su vida, sin temer si eso le gustaba a los demás o no. Aemond encendió unas velas, acariciando la estatua unos momentos antes de volver a él.
—¿Estará orgulloso de nosotros?
—Lo está, cariño.
—Yo tendría mis dudas —bromeó Rickon, apareciendo con su cachorro en brazos— Aemond es muy mañoso.
—Ja —este le sacó la lengua.
Los tres se quedaron mirando la estatua iluminada por las velas, antes de que bajaran los pequeños príncipes buscando a Aegon porque tenían hambre. Este rió, levantando en brazos a Viserys cuya mejilla besó, viendo por última vez la estatua de Cregan, asintiendo al tomar la mano de Aegoncito, saliendo de ahí con sus dos hijos mayores molestándose entre sí. Se quedaron una luna más en Invernalia, con Rickon recibiendo consejos sobre cómo cuidar de su bebé, Aegon asegurándose de que todo estuviera en orden con ellos antes de despedirse, prometiendo volver cuando Jonnel celebrara el primer día de su nombre, dejando los regalos que Jacaerys le enviara y agradeciendo la hospitalidad.
El reino estaba en paz, sin más rebeliones brotando aquí o allá, todas las casas nobles volvían a sus deberes, había cosas qué restaurar y otras que reconstruir. Aegon tuvo días ajetreados, el cuidar de los principitos, cumplir con sus propios deberes además de entrenar a Aemond hacía que hubiera noches en donde caía rendido a los brazos de su Alfa, sin saber nada del mundo hasta el otro día. No podía pedir más, y algunas lunas más lo pasó así, hasta que una mañana fue el pequeño Viserys siempre tan bueno con su olfato que le dijo algo extraño.
—Me gusta cómo hueles, mamá. A néctar.
Aemond fue el primero el alborotarse, reprendiéndolo porque no era posible, o eso fue lo que se dijo Aegon una y otra vez no queriendo emocionarse con un imposible. Su hijo fue de indiscreto con el rey, quien lo convenció para ser revisado por el Maestre. Era una locura, se dijo Aegon, porque no había presentado ningún síntoma en caso de que fuese verdad, él mismo lo hubiera sentido, no era como que se le hubiera olvidado su embarazo con Aemond, esperando a que el Maestre terminara con su inspección para escuchar la noticia que cambió su vida.
—Su Majestad, felicidades, el Rey Consorte está encinta.
Rickon afirmaría que había sido la visita al Norte lo que hizo el milagro, porque solo ahí era de donde salían las cosas buenas. Como fuese, Jacaerys no cupo en alegría, haciendo fiestas en su nombre por el nuevo príncipe que nacería. Aegon se convirtió en el centro de atención de todos al punto que tuvo que amenazarlos con cortarles la cabeza porque ya no pudo dar un paso sin que alguien saltara a ayudarlo, todo el tiempo preguntándole qué necesitaba o si tenía alguna molestia. Si bien agradeció los incesantes mimos y regalos, llegó el momento en que Aegon reclamó que era suficiente, sosteniendo ese vientre cada día más y más abultado que su esposo acariciaba con devoción, besando sus manos hincado de rodillas frente a él agradeciéndole por el regalo tan precioso.
Aenys Targaryen nacería a mediados de primavera, rodeado por toda su Manada, un cachorrito Alfa de rasgos paternos, un príncipe adorado y bien portado, celosamente cuidado por sus hermanos mayores, especialmente Aemond quien siempre lo traería consigo. Con su nacimiento, la época dorada del reinado de Jacaerys comenzó, gobernando al lado de su Omega y forjando una dinastía más fuerte, unida, que dejaría un legado de paz y prosperidad para los Siete Reinos, celebrando por ejemplo, la boda entre el Señor de Marcaderiva y el Príncipe Heredero entre lágrimas de su madre a quien se le dio el honor de entregarlo en el altar de los Siete, luego teniendo el mismo honor de recibir primero a ese adorado nieto cuando lo hizo abuelo.
Debido a las heridas de batalla, la salud de Jacaerys fue decayendo con el paso de las estaciones, los hijos de Aegon estarían ya con sus parejas y con cachorros cuando el rey fue al encuentro del Desconocido, no sin despedirse amorosamente de su Omega quien lloraría su partida, poniendo la corona del rey en la cabeza de su hijo, a quien nombró como el nuevo rey, Aemond I Targaryen. Pasaría el resto de sus días entre estancias en el Norte, visitando a sus otros nietos en Invernalia, así como las casas de sus otros cachorros.
Aemond sería quien encontraría primero a Sunfyre en la playa de Desembarco, durmiendo para siempre mirando el atardecer con las olas acariciando apenas su hocico. Bajo su ala, abrazando la capa que le perteneciera al rey Jacaerys, estaría Aegon con una sonrisa en su rostro, sin vida. Había dejado al reino una familia abundante y la enseñanza de que hasta un Omega podía convertirse en rey si tenía el amor de una madre detrás, dispuesto a todo por su hijo.
F I N
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