Primeros años
Primeros años.
Oficialmente, Aegon perdió su título de príncipe.
Alicent convenció al rey de que su hijo primogénito Omega había hecho un sacrificio a los Siete cuando la salud del protector del reino decayó gravemente, logrando salir de la cama para alegría del pueblo gracias a que Aegon había ofrecido a los dioses su vida dedicada a ellos en oraciones y un voto de castidad con tal de que sanaran el cuerpo de su padre, sacrificando su vientre por esa salud. Un truco que funcionó, todos en el palacio halagando al valiente Omega que se había entregado en cuerpo y alma a las divinidades protectoras de los Siete Reinos tan desinteresadamente. Aegon vistió de negro, con un collar de pequeños eslabones de oro que Viserys le entregó además de un nuevo título: Protector Real.
Él solamente derramaba lágrimas por las noches, angustiado de escuchar el llanto de su cachorro, queriendo ahorcar a esas nodrizas por hacer tan mal su labor, doliéndole el pecho por la ansiedad de alimentarlo. Aemond enfermó como era de esperarse, no aceptó leche alguna, irritable, sin que los Maestres atinaran a la razón. Pese a que la reina le había ordenado tajantemente no acercarse a su bebé, su preocupación por su bienestar fue mayor, suplicándole a su madre que le permitiera alimentarlo hasta que Aemond recuperara la salud.
-No lo hagas por mí, sino por él, un inocente.
La reina aceptó de mala gana, advirtiéndole que solamente eso podría hacer. Aegon no perdió tiempo, usando esa fachada de protector que parecía saber de los malestares de la familia real, pidiendo a todos que lo dejaran a solas con el pequeño príncipe para orar a los Siete. Ya sin testigos, se descubrió su pecho, ofreciendo su leche a su cachorro. Aemond olfateó ese aroma materno, buscando de inmediato el pezón del cual prenderse, bebiendo sediento. Un dedo de Aegon limpió esas tiernas lágrimas, cepillando sus cabellos al acunarlo sentado en esa silla mecedora.
-Ya, mi amor, no llores más aquí estoy. No temas nada, no importa qué caminos deba tomar, cuidaré de ti, hijo mío.
De nuevo la Corte hablaría de cómo el joven Aegon se había ganado el favor de los dioses, pues no solo había conseguido detener la enfermedad de su padre el rey, también había salvado a su hermano menor de una muerte segura. Aemond ahora era un bebé rosado, juguetón, de mejillas regordetas que se alegraba cuando Aegon estaba cerca. Era un pequeño milagro, puesto que luego del difícil nacimiento de Daeron, todos juraron que la reina no tendría más cachorros. Con cuatro hijos no quedó en duda la continuidad de la sangre Targaryen, si bien Aegon no podría contribuir con su sacrificio, aparentemente. Helaena pareció sospechar algo, más nunca le dijo nada o fueron sus ideas, temeroso de cometer un error que le costara a su bebé hasta la vida.
Aemond creció sano con su leche, alejándose de él como lo prometió al cumplir el tiempo prometido, viéndolo siempre desde lejos cómo era procurado. Si podía, Aegon llegaba a comentarle a una nodriza sobre los cuidados para el principito, lo que sí y no debía hacerse. Cuando Alicent no estaba cerca, se colaba a su cuna para cepillar sus cabellos, cantándole esa misma canción que le cantara cuando estaba en su vientre, arrullándolo para que durmiera sus horas. También logró intervenir en sus ropas, eligiendo las más adecuadas, o en sus alimentos para que le cayeran bien a su estómago. Aegon agradeció en silencio cuando de manera discreta y quizá intencional, Helaena se quedaba con su cachorro, casualmente visitándolo para estar los tres juntos, cuatro si Daeron se desocupaba de sus juegos.
Solo por él es que no cayó profundo en su vicio por el vino, lo tomaba para no pensar tanto en esa sonrisita tierna de Aemond, sus dulces ojos admirando todo, la boquita rosada sin colmillos que gorgoteaba sin parar cuando rodaba por el pasto al tomar el sol. Ese puchero hermoso con su ceño fruncido porque le habían quitado la hoja de árbol que se había convertido en su chupete temporal. Una risa cantarina, entre burbujas de baba o gruñiditos mientras se chupaba el dedo gordo de su pie. No faltaba la dama de la Corte que admirara a su cachorro, diciendo que era de verdad un bello Omega Targaryen, quien sin duda tendría muchos pretendientes cuando llegara el momento.
No pudo disfrutar de sus primeros pasos, queriendo correr veloz a su lado al verlo perder el equilibrio y caer de sentón en el suelo duro. Su Aemond parpadeaba, gorgoteando cosas antes de pujar al volver a ponerse de pie sin derramar una lágrima, un espíritu duro de doblegar. Fue hasta que Helaena lo pidió que tuvo la dicha de llamarlo a sus brazos y admirarlo caminar meciéndose de un lado a otro, alzando sus bracitos al llegar a él, balbuceando cosas que solamente los cachorros entienden. Tampoco pudo estar presente al pronunciar sus primeras palabras, conformándose con oír las siguientes, una que fue solo para él y solo para él.
-¡EGG!
El huevo que pusieran en su cuna no eclosionó, aunque Aegon notaría que ese huevo parecía seco desde un inicio, tal vez Alicent así lo había pedido intencionalmente. No se desanimó, teniendo el favor del rey, lo usó de pretexto para secuestrarlo una que otra vez, presentándoselo a Sunfyre. Le leyó cuentos e historias, una que otra vez pudo darle de comer, terminando con el rostro sucio cuando Aemond le escupía la papilla de verduras, riendo luego, aplaudiendo dichoso de su hazaña. Si se prestaba la ocasión, se unía a las nodrizas que lo perseguían cuando llegaba la hora del baño, atrapándolo con su cachorro pataleando enojado al ser llevado cual bulto hacia la tina donde tallaba con cariño sus sedosos cabellos, revisando su cuerpo por si acaso alguien lo maltrataba.
Al menos la reina no tuvo resentimientos con Aemond, conforme pasaban las estaciones y lunas, lo cuidaba y mimaba cada vez más, siendo el menor de sus hijos pareció ser el consentido, incluso por Viserys aunque este estuviera ausente con ellos como siempre. Aegon se concentraba en su cachorro, ignorando otras cosas, como los preparativos de la boda de Jacaerys a quien ya no vio, cuando iba a la fortaleza a visitar al rey, se recluía en su recámara o bien daba un paseo con Aemond en Sunfyre para que tampoco viera a su hijo. Le dolía su nombre, su presencia, el no poder arrancarse ese cariño malogrado por más que se decía que era insano mantenerlo en su corazón hecho pedazos.
Su corazón dio un vuelco cuando Aemond aprendió a decir mamá, resistiendo las lágrimas al verlo correr hacia Alicent, quien lo llenaba de besos, llevándolo hacia el jardín donde las damas de la Corte buscaban su atención. Él era el dedicado hermano mayor, nada más. Para Aemond, era Egg, su amigo y confidente de travesuras, guardián de las golosinas prohibidas como de las historias sorprendentes de la Antigua Valyria que le contaba para que durmiera. El día de la boda de Jacaerys, Aegon se terminó una botella de vino, limpiándose el rostro de lágrimas y tumbándose en su cama escuchando las campanadas del templo de los siete, los gritos de la gente aplaudiéndole a la joven pareja. La nodriza de Aemond fue a buscarlo con el bebé en sus brazos, entrando con algo de temor al interrumpirlo.
-Milord, lo siento, es que el príncipe insiste en verlo.
-Está bien -Aegon se limpió el rostro, extendiendo sus brazos- Yo me encargaré.
-Sí, milord.
Jacaerys colocaba la capa sobre los hombres de Baela Targaryen mientras él besaba los cabellos platinados de su cachorro entre lágrimas, que de manera inconsciente podía sentir lo mal que estaba, buscando consolarlo con su compañía como el buen cachorro Omega que era. Aemond creció aprisa, haciendo honor a su sangre paterna, teniendo un temple que no se intimidaba ante Alfas como Daeron, a quien más de una vez mordió o pateó cuando no le gustaban las bromas que le gastaba, dejando la marca de sus colmillitos en los dedos de su hermano quien maldecía.
-¡Por los Siete! Nunca había visto a un mocoso Omega ser tan terco y orgulloso.
-Te mereces esa mordida por impertinente. Déjalo en paz.
-Siempre estás defendiéndolo, Aegon.
-Soy el mayor, mi deber es cuidar de ustedes y reprenderlos cuando no se comportan como los príncipes que son.
-Puf.
-¡Egg! -Aemond corrió a él, estampándose en su pierna sacándole la lengua a Daeron.
Tuvo un ligero susto cuando fue el día del nombre su cachorro, Alicent organizó un pequeño banquete puesto que Viserys estaba agotado. De forma inesperada, Jacaerys apareció en el palacio, buscando a la reina al saber que su abuelo no estaba en condiciones de recibirlo, encontrándola en el jardín donde festejaban a Aemond, a quien saludó apenas, más dispuesto a pasar el mensaje de su madre que en estar cerca de su pequeño tío. Aegon solo observó de lejos, tragando saliva con sus manos tirando de las enredaderas bien dispuesto a salir corriendo por su hijo en caso de que el joven Alfa lo hubiera olfateado con atención. De suerte que no lo hizo, dejando la fiesta para retirarse.
-Egg, Egg, ¿me leyes uno cuento?
-Claro, bebé.
Su ansiedad se había disparado porque a Desembarco llegaron los chismes sobre Rocadragón, el hijo primogénito de la Princesa Heredera seguía sin descendencia pese a haber desposado a una hermosa y pura joven Beta de sangre Targaryen y Velaryon, motivo por el cual había tomado a una segunda pareja, nada menos la hermana gemela de su esposa, Rhaena. Pero los cachorros no aparecían, la capacidad Alfa de Jacaerys estaba comenzando a ser cuestionada junto con el viejo tema de su sangre bastarda, más de uno suponía que las dos cosas estaban conectadas lo que sería sin duda una prueba irrefutable de que no merecía sus títulos ni el apellido Velaryon.
Aegon temía que por accidente en alguna de sus visitas, Jacaerys descubriera que Aemond era su cachorro y quisiera arrebatárselo. La reina ya le concedía ciertas libertades, como el cargarlo o alimentarlo, a veces cuidándolo cuando ella debía salir. No deseaba perder eso solamente porque aquel idiota no podía ser padre con sus lindas y perfectas esposas. Una descendencia era casi requisito imperdonable en un heredero al trono, si Jacaerys no cumplía con ello, o mejor dicho sus esposas no lo hacían, esos matrimonios iban a anularse y el príncipe quedaría de nuevo en el ojo público como un Alfa cuya sangre falsa causaba esos infortunios.
-¿Egg?
-¿Qué pasa, Mondy?
-¿Me quieles?
-Con toda mi alma, cielo mío.
-¡Yo tambén te quelo!
De sus actividades favoritas era el vuelo en Sunfyre con su cachorro, Aemond gritaba de alegría al sentir el viento golpeando sus mejillas rosadas, alzando los brazos queriendo tocar el aire, señalando las nubes o esos puntitos que eran casas bajo ellos. Sin duda, había nacido para ser un jinete de dragón, Aegon ya meditaba bien cuál de los dragones sin jinete en Pozo Dragón le convenía a su pequeño, porque era un Omega aguerrido, nada débil ni temeroso, así que debía tener un compañero similar.
Vino otra celebración, Lucerys Velaryon era nombrado formalmente el heredero de Marcaderiva al presentarse como un joven Alfa despertando su esencia por completo. Puesto que los votos de Aegon le impedían esa clase de celebraciones, se quedó en la fortaleza junto a Aemond, quien era demasiado pequeño todavía para festines que duraban hasta el amanecer. Aprovechó esos días para llevarlo a pescar, a cazar conejos, volar otro poco en Sunfyre, leerle sus cuentos favoritos e incluso comenzar a enseñarle a sostener una espada. Su cachorro estuvo fascinado con su pequeñita espada de madera, abriendo sus ojos y sonriéndole feliz, esa sería otra de sus cosas favoritas.
-Creo que el príncipe tiene talento nato para ser un excelente espadachín -le comentó uno de la Guardia Real- Pocos cachorros tienen su interés tan genuino.
-Será un gran guerrero entonces.
-Debería comentarle al rey que lo incluyan en los entrenamientos con Ser Criston Cole, Excelencia.
-Lo haré.
Cuando tuvo su primera fiebre por los colmillos, Aegon no se apartó de su lado, siendo discreto en su angustia materna, respirando hondo para no gritarle a las sirvientas ni al Maestre porque su bebé lloraba adolorido. De suerte que solamente fueron unos días, lo que sorprendió al Maestre pues según en sus libros, los Omegas solían padecer de dolores por más tiempo.
-De verdad que es un Omega fuerte, Majestad -informó a la reina- Tiene el fuego de los primeros Targaryen.
Aemond mordió todo lo que tuvo a su alcance para esa comezón, incluyendo la mano de Aegon, quien solamente le sonrió, orgulloso de esos colmillitos tan sobresalientes que contrastaron con su tez suave y cabellos sedosos con un rostro agraciado. De cierta forma se le parecía a él, solo que su sonrisa a veces era exactamente igual a la de Jacaerys. El rey enfermó más, así que Alicent ya no pudo atender a Aemond como lo deseara, cediendo esos cuidados a Helaena, quien siempre discreta y sigilosa, los compartía con su hermano mayor "casi" accidentalmente. Su hermana le enseñó a peinarle sus cabellos cada vez más largos, a vestirlo correctamente o cómo era mejor sujetarlo en la montura de su dragón.
-Egg, Egg, Egg.
-Dime, cariño.
-Eto lo hice pala tú.
Era un trocito de escama de Sunfyre donde Aemond había tallado en sus maneras de cachorro pequeño unos intentos de figuras, uno más grande que el otro que volaban con sus propias alas de dragón tomados de la mano. Aegon casi lloró ahí, abrazando a su cachorro cuyos cabellos besó con ternura.
-Yo quielo sel uno Guadia Leal pala cuidalte siempe musho toda mi vida.
-Aemond, eres un príncipe Targaryen, debes ser algo mejor que una Capa Blanca.
-Mm, nu -su pequeño negó juntando sus cejas de forma graciosa- Quielo estal contigo siempe todos los días miyos y tuyos.
No supo si Aemond lo sabía o Helaena lo empujó a hacerlo precisamente ese día, pero fue el mejor regalo que Aegon pudo recibir el día de su nombre.
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