Omegas
Omegas.
Había algo en el príncipe Lucerys Velaryon que Aemond no podía despegar los ojos de él, tal vez era su sonrisa leonina que aflojaba sus rodillas o esas manos gruesas sosteniendo su espada con firmeza y al mismo tiempo siendo capaces de tomar tan delicadamente una copa, acariciando la orilla del vidrio de tal forma que el chico Omega casi babeaba. O quizás eran sus ojos que se clavaban en él, provocando unas cosquillas en su estómago que subían a su garganta y bajaban hasta su vientre que luego se sentía tibio, removiéndose inquieto en su asiento, queriendo ya no pensar en ese rostro de Alfa seguro, imponiéndose sobre los demás, volando en su dragón como esos antiguos cuentos de los Señores de Valyria que tanto le gustaban.
Ahora que las batallas habían terminado y que todo estaba volviendo a ser como antes, había mucho que hacer en esa fortaleza para todos. Su hermano Rickon tenía que salir para ver a sus hombres, dirigirlos como el nuevo Lord Stark que era, dando fin a la ardua labor de su padre. El príncipe Lucerys también estaba ocupado, ese día, por ejemplo, tenía que salir a visitar una casa noble para concluir unos acuerdos con el trono. Aemond aprovechó su tiempo libre para ir a alcanzarlo, sintiendo esas cosquillas de nuevo y muchos nervios porque así lo ponía ese fuerte Alfa con su aroma, sus sonrisas y todo lo que era él.
—Alteza —llamó con una voz menos firme que lo pretendido— ¿Puedo hablar con usted?
—Aemond —Lucerys le sonrió, deteniéndose— Por supuesto, mi tiempo es todo tuyo, ¿qué puedo hacer por ti?
—Yo...
—¿Sí?
—Quería disculparme, por lo de su ojo. Estuvo mal, Alteza, no debí atacarlo así y lamento mucho el haberle dejado esa cicatriz y todo. Lo siento.
Lucerys se llevó una mano a su parche, ladeando su rostro. —No hay por qué disculparse, Aemond, la culpa fue mía por gritarte así, claro que te asustaste. Fui imprudente, el error fue mío pues era mi deber el cuidarte y protegerte, no hacerte sentir agredido. Lo cierto es que me asusté de que algo malo te hubiera sucedido, un lindo Omega lastimado en mi guardia hubiera sido el peor de los crímenes.
—¿Le parezco lindo? —las mejillas de Aemond se colorearon.
—Por supuesto, eso no lo debes dudar ni un momento.
El Omega sonrió, mordiéndose un labio, recordando la otra cosa que iba a hacer, buscando en uno de sus bolsillos con torpeza.
—También quería obsequiarle algo, Alteza —sacó una suerte de cadena que le mostró, tejida por sus propias manos— Es para su espada... bueno... igual y es...
—Gracias, Aemond, ¿me harías el honor de colocársela?
Lucerys se desabrochó su cinturón, quitándose la espada que sacó apenas de su vaina para que amarrara esa cadena en la empuñadura. Aemond suspiró al ver ese gesto, su mente pensando en otras cosas, como en esa imagen del príncipe desabrochándose el resto de su ropa frente a él. Sacudió su cabeza, adelantándose para decorar su espada con su cadena, emocionado de hacerlo, de tocar su arma con la que había vencido a muchos mercenarios y que sus enemigos ya temían. El Dragón de las Mareas. Sonrió contento al ver su obsequio en la espada, Lucerys admirando su trabajo antes de verle, levantando una mano para acariciar su mentón.
—Es lo más hermoso que me han regalado, será un honor para mí llevarlo, me recordará siempre que hay algo en este mundo por lo que vale la pena pelear y sangrar.
—¿Yo soy ese algo?
—Absolutamente.
El corazón de Aemond latió como loco, casi saltándole del pecho, sin dejar de mirar el rostro del príncipe, quien se acercó sin soltar su mentón, su grueso pulgar rozando apenas esos labios rosados entreabiertos. Lucerys amplió su sonrisa, inclinándose para darle un pequeño beso en su frente en forma de agradecimiento, guiándole un ojo antes de soltarlo. Un guardia lo llamó, recordándole que ya debía salir para llegar a tiempo a su cita, el Alfa le soltó, volviendo a colocarse su espada al alejarse.
—Oh, por cierto —Lucerys pareció recordar algo— ¿Aemond?
—¿Sí?
—Te ves muy bien en esas ropas —los ojos del príncipe lo recorrieron de pies a cabeza, girándose para salir.
Aemond jadeó, pasando sus manos aprisa por su traje. Su madre le había sugerido comenzar a vestirse mejor, pues era el hijo del rey, su heredero y debía tener un porte acorde a su rango, no las austeras ropas del Norte. Se meció a sí mismo, canturreando para sí con las mejillas todavía rojas, pensando en el príncipe Velaryon, su sonrisa que le había dedicado, sus labios contra su frente... lo bien que se sentía el que lo tocara. Todavía había algo de su aroma de Alfa en el aire, cerrando sus ojos para memorizarlo.
—¡Aemond!
Respingó al escuchar la voz de Aegon, dejando ese pasillo para ir a alcanzar a su madre en los jardines que unían esa parte de la fortaleza, calmándose a tiempo para que no lo viera tan alterado.
—Madre.
—¿Dónde estabas?
—Buscándote.
Aegon no pareció creerle, entrecerrando sus ojos por unos instantes, mirando alrededor antes de tomar su mano para regresar por dónde él había llegado.
—¿Estás listo?
—Sí, mamá.
—Recuerda que...
—Sí, mamá, lo sé —rio Aemond— No te preocupes.
—¿Cómo te has sentido junto al rey?
—Bien, sabe muchas cosas, de todo. Aunque sus bromas son malísimas.
—Ese siempre fue su defecto —sonrió su madre, como recordando algo— De acuerdo, mientras van de caza, estaré con tu hermano.
—¿Mi hermano? ¿Qué no salió ya?
—¿De qué hablas?
—Pues yo vi que Lord Blackwood pidió unos caballos y dijo que ensillaran el de Rickon.
—¿Qué...? Vamos con Su Majestad y veré eso.
Aemond negó apenas, llegando al patio donde esperaba el rey con su hermoso caballo negro, otro blanco para él. Su madre se despidió aprisa, dejándolo solo con su padre biológico. Ya habían tenido una que otra charla, era la primera vez que saldrían juntos a cazar porque ya le había comentado lo mucho que le gustaba hacerlo. El rey lo ayudó a subir, cuidando de que todo estuviera en orden antes de salir custodiados por esos guardias con sus largas capas blancas. Fueron hacia el bosque por el norte de Desembarco, cabalgando por un rato hasta llegar a una pequeña cascada donde se detuvieron porque el monarca se quedó mirando ese sitio.
—¿Majestad?
—Aquí fue donde conocí a tu madre por primera vez.
—¿En serio? —Aemond parpadeó— ¿Cómo fue?
—Él estaba en la cascada, bañándose, completamente desnudo.
—¿Mamá hizo eso? —casi se le cayó la mandíbula de la sorpresa, no podía imaginar a su madre haciendo semejante desfiguro— ¿Qué hizo Su Gracia?
—Morirme de la pena, me puse de mil colores y me marché tan rápido como pude. De hecho, me raspé una rodilla al correr despavorido porque sentí que había hecho algo muy malo al espiarlo así. Cuando nos volvimos a ver, me dijo "yo sé que me viste" de nuevo me puse todo de colores y Aegon se rio, de esa manera tan fresca, tan libre...
Aemond miró el rostro del rey, una sonrisa melancólica, acercó su caballo porque quiso hacerle una pregunta un tanto personal.
—Su Majestad, yo quisiera preguntarle algo.
—Adelante, Aemond.
—De haber sabido que mamá me llevaba en su vientre... ¿qué hubiera hecho, milord?
—Lo habría dejado todo, Aemond. No me hubiera importado nada con tal de protegerlos. Hubiese sido una decisión imprudente pese a lo noble que se escuche, éramos jóvenes e inexpertos, lo más probable es que mi valiente acto hubiera desembocado en ustedes siendo lastimados. Quizá te hubiéramos perdido, no lo sé, eran tiempos muy peligrosos. Tu madre tomó la mejor decisión, fue extraordinariamente fuerte, por ti. Pero tu pregunta fue qué hubiera hecho yo, lo mismo, Aemond, lo mismo que él, enfrentar al mundo y darlo todo solo por mi cachorro y él.
La mano enguantada del rey pellizcó apenas su mejilla, acariciándola luego. Aemond parpadeó un poco, sonriendo luego.
—Majestad... ¿yo le agrado? —preguntó más tímido.
—Claro que sí, cariño.
—Es que... no soy como los Omegas que hay en la fortaleza.
—Por supuesto que no serás como los demás, eres hijo del Omega más aguerrido de Poniente.
—Entonces ¿está bien si peleo, si entreno y tengo a Vhagar?
—Tú puedes hacer y ser lo que desees, Aemond. Y si alguien quiere detenerte, primero tendrá que hablar conmigo al respecto.
El rey Jacaerys era una buena persona sin duda, que había pasado por muchas pérdidas y aprendido cosas de una forma que no había sido nada linda. Aemond estaba conociéndolo mejor, le gustó el tipo de Alfa que era, muy paciente, tan educado y siempre dispuesto a escuchar por más desesperado que se encontrara. Cuando él aparecía, parecía que el Señor de los Siete Reinos no tenía ojos para nadie más, atendiéndolo con fervor y cariño. Así podía pasar un buen rato a su lado, como en esa cacería donde apostaron por quién atrapaba por el venado más grande. Tomaron un descanso en un claro, el rey contándole de la anécdota de su madre cuando encontró al famoso venado blanco símbolo de la realeza.
—¿Su Gracia lo ha visto?
—Dudo que siga vivo, Aemond, con la guerra probablemente lo cazaron o murió en una trampa.
—Oh.
—Pero si tú lo encontraras, sería genial ¿no crees?
Aemond negó tímido. —No sé si pueda ser un buen heredero, milord.
—¿Te digo un secreto? Yo no sé si estoy siendo un buen rey.
—¡Sí lo es! —replicó de inmediato, balbuceando luego al haber sorprendido al otro— A mí me parece que hace un buen trabajo, señor.
—Gracias, Aemond, viniendo de ti significa mucho para mí.
—¿Majestad?
—¿Qué sucede?
—Um... su hermano, el príncipe Lucerys... ¿no piensa tomar una pareja?
El rey rio para sí mismo, acariciando la cabeza de Aemond al mirarle muy cómplice.
—Creo que los dos sabemos en quién se ha fijado mi hermano. Solo que... tú eres aun muy tierno para asuntos de parejas y matrimonios.
—Su Majestad ya estaba comprometido a mi edad, igual que la reina Rhaenyra.
—¿Supongo que no deseas romper con la tradición?
—Pues... él...
—¿Sí, Aemond?
—A lo mejor... puede ser... —Aemond habló casi en susurros— Puedeserqueélpríncipemeguste.
—Que tu madre no te escuche o me pedirá encerrarte en una de las torres.
—No haría eso ¿o sí?
—Mejor no tentemos la suerte, cielo.
—¿Tú si estás de acuerdo?
—Solo si Lucerys hace los méritos necesarios, después de todo, eres mi hijo y heredero.
—Pero él es el Señor de Marcaderiva.
—Tú ya has meditado bien todo este asunto ¿eh?
Aemond se puso rojo hasta las orejas, jugando con una varita seca entre sus manos. El rey rio otro poco, sentándose a su lado en ese viejo tronco frente al fuego.
—Haremos esto, iremos con mucha calma ¿de acuerdo? MUCHA CALMA. Eso significa que nada de escabullirse para ir a verlo ni tampoco ni mucho menos salir con él sin permiso. Lo que también incluye peleas donde los dos terminen uno encima del otro.
—...
—Si más adelante, todavía sigues interesado, haremos el compromiso ¿qué dices?
—Bueno.
—Hay tiempo, Aemond, no corras prisa. Disfruta tu vida, dame la dicha de poder convivir contigo antes de que un Alfa apestoso y de aspecto descuidado te robe de mi lado.
—No apesta —defendió, mirando al rey y al fuego— Huele bonito.
—Oh, por los Siete.
—¡No le digas a mamá!... ¿Por favor?
—Será un secreto entre los dos.
Aemond asintió, inclinándose sobre Jacaerys, quien lo abrazó sonriente, besando sus cabellos en agradecimiento por ese gesto. Su hijo sin duda tenía la nobleza de Aegon, ese corazón que sabía amar tanto como para darlo todo, por eso debía protegerlo de las amenazas que todavía existían, como el Príncipe Usurpador. Lord Mano ya le había advertido que era seguro que Daemon intentara deshacerse de su cachorro, y si no lo lograba, lo haría a un lado de una u otra forma. Eso no lo iba a permitir, una vez había cedido ante sus demandas bajo el pretexto de cumplir un deber, ahora elegía proteger lo que amaba, porque era su futuro, lo mejor de él y de ese hermoso Omega por el cual aún latía su corazón.
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