Guerra
Guerra
Aegon se talló una sien, caminando detrás del Maestre rumbo a su sala donde estaban tumbados dos inquietos muchachitos a los que le dieron ganas de ponerlos en su regazo y darles de nalgadas hasta que no pudieran sentarse. Verla estaba con ellos, atendiendo sus heridas con el cariño propio de una nodriza.
—¡¿Qué fue lo que les dije?! —estalló al ver la rodilla abierta de Aemond y la ceja partida de Rickon— ¡Cuando les ordené NO IR al viejo campanario esperaba que me obedecieran! ¡Miren nada más! ¡Oren a los dioses porque las manos del Maestre no les dejen cicatrices!
—Pero, mami...
—Nada, a callar.
El Maestre como Verla estaban divertidos, era usual tener esas escenas entre los cachorros y Aegon, porque las travesuras nunca paraban con esos dos, como si los dioses hubieran esperado el justo momento para reunirlos y poner de cabeza no solo a sus padres sino a toda Invernalia con sus ocurrencias. Rickon siempre era la mente maestra detrás de los planes, Aemond el ejecutor a veces poco prudente explorador. Todo terminaba o con uno llorando por algún susto o enojo, o con ambos con los cabellos quemados, sucios, heridos y algunas veces perdidos en alguna parte de un bosque. Aegon siempre tenía que atenderlos, o bien ser cómplice forzado de sus secretos para que su padre no los castigara por perder algo o romperlo, en el mejor de los casos.
—Lord Aegon, he terminado, con suerte no habrá nada que lamentar.
—Gracias, Maestre Qyncell.
Un Stark tenía tantos deberes como si fuese un príncipe de sangre real, con tantas casas vasallas siempre había algo que resolver entre ellas, por lo que no quedaba espacio para esos desmanes ya que los cachorros debían comenzar a entrenarse para ser los futuros dirigentes del Norte, en especial Rickon, el más despreocupado de los dos. Después de otra reprimenda, Aegon los mandó a lavarse y cambiarse antes de la cena, porque ese día volvería su Alfa de la visita rutinaria al Muro, un nombre que todavía lo hacía estremecerse de pensar lo cerca que habían estado de terminar ahí. Aegon suspiró, mirando por la ventana esperando ver aparecer los banderines con el lobo plateado.
Nunca se imaginó terminar desposado con un lobo del Norte, esa cosa de tener un Alfa la había dado por muerta luego de lo que pasó en el nacimiento de Aemond. Pero ahí estaba Cregan Stark demostrándole que siempre se podía volver a comenzar, así que ahora tenía una Marca en su cuello, portaba el lobo de plata en sus ropas y era llamado Lord Aegon por todos, con la potestad de mandar igual que su esposo, porque en esas tierras no existía una diferencia entre parejas de la misma forma que tampoco tenían problemas con la sucesión, fuese quien fuese.
—¿Mamá?
—Aemond, les dije que...
—¿Si me enseñarás ese vuelo que me dijiste ayer?
Aegon frunció su ceño, el tema le pareció demasiado azaroso para que saliera a colación en esos momentos, asintiendo a su cachorro ya con ropas cambiadas.
—Claro, antes de la cena.
—Me prepararé.
Verla ya le había comentado que su hijo estaba algo taciturno, con una razón detrás que Aemond jamás le mencionaría para no lucir como un desesperado. Rickon ya había presentado su primer Celo, uno que era infértil como sucedía en todos los cachorros Omega, pero que marcaba el inicio de su camino hacia la adultez. Había sucedido el otoño pasado y todos en Invernalia estaban felices, era un buen augurio. Aemond seguía sin mostrar signos de un Celo para sus catorce años, por lo que comenzaba a desesperarse, lo cual se traducía en una tristeza oculta porque no deseaba quedarse atrás, tenía miedo de no ser un Omega sano y estar a la altura del honor de su casa adoptiva, no necesitaba que se lo dijera, Aegon casi podía escucharlo en su mente esos agobios de su niño.
—Recuerda, la calma es la mejor forma de guiar a un dragón.
—Sí, mamá.
Y es que su Aemond ya comenzaba a mostrar esa belleza etérea de los Targaryen, con un cabello largo y lacio que parecía espuma al mecerse al viento. Una mirada fiera en un rostro de piel rosada y rasgos finos. Una buena fachada para que pensaran que no era tan fuerte al tener un cuerpo esbelto, cuando en realidad ya le daba pelea a Cregan. Pero no había Celos, Aegon sospechaba que su cachorro estaba poniéndose cada vez más ansioso al no mostrar toda su naturaleza Omega en las tradiciones del Norte con todo y que su padre ya le había aclarado que le podía tomar más estaciones que ocurriera. Solo que su desesperación se acentuaba porque parecía que Rickon pronto tendría su segundo Celo, ese que ya sería fértil, que daría su aroma final y lo señalaría como un Omega listo para comprometerse si es que deseaba hacerlo.
Entre competencia infantil por ese tema y que su Aemond tenía cierta tendencia a compararse con los demás, Aegon supo que debía tener una pequeña charla con él para calmarlo, no había prisas por presentar esos Celos, sería cuando su cuerpo estuviera listo, nadie estaba presionándolo. Salieron hacia sus dragones para un vuelo de entrenamiento, tanto Sunfyre como Vhagar alcanzaron las frías nubes, moviéndose entre ellas. Aegon fue paciente para enseñarle a su cachorro, sonriendo al verlo tan seguro ya sobre su dragona, en una imagen que bien podía compararse con la famosa reina Visenya. Pero frunció su ceño al notar que vaciló luego de un giro, no por Vhagar, su jinete estaba inestable.
—¿Mondy? ¡MONDY!
Le hizo señas para que aterrizaran en el campo debajo, porque su nariz detectó algo. Corriendo hacia su cachorro quien descendía tembloroso de la escalerilla de cuerdas, Aegon lo esperó para sostenerlo, Aemond estaba hirviendo en fiebre.
—Sshh, ya, estoy aquí. Tranquilo, hijo mío, iremos a casa.
Ahí estaba por fin ese primer Celo, que golpeó a su hijo con fuerza. Solía ser una fiebre de un día o dos por máximo, con un ligero sangrado. Aegon quiso reír a las muestras de ayuda de Rickon, corriendo cuando le pedía más agua fresca o peleándose con sirvientes porque no cortaban el pan en las rebanadas que él deseaba para su hermano. Al día siguiente, Aemond despertó como si nada hubiera sucedido, aunque agotado y feliz al fin porque ya había presentado su primer Celo. Lobos aullaron, anunciando el regreso de Cregan Stark, retrasado un poco pues le había enviado un cuervo con la noticia y se detuvo a cazarle a su hijo un enorme ciervo para el banquete que le celebrarían.
Cuando un cachorro Omega presentaba su Celo, en el Norte lo celebraban, no era cosa de desprecio o burla como en Desembarco. Aegon entregó a Verla las sábanas manchadas que serían ofrendadas al arciano en una ceremonia nocturna donde los demás entregarían pequeños presentes a Aemond, deseándole salud y fuerza para sus siguientes Celos y realizando una suerte de danza ritual donde se prendería fuego a las sábanas previamente bendecidas, pidiendo a los dioses antiguos la protección para él, fertilidad y sobre todo, dicha. Visitó a su niño con ese traje rojo oscuro ceremonial, con su corona de hojas de arciano, Cregan le obsequió su medallón de los Stark, besando su frente.
—Que seas feliz, y sobre todo, que seas el Omega que deseas ser.
Todo fue más tranquilo luego de eso, no que le quitara el sentido de aventura a Aemond. Hubo una escaramuza de mercenarios en lado este del territorio, como esos criminales solían moverse rápido, Aegon ya había pedido a su Alfa que fuese él quien se encargara de encontrarlos y deshacerse de ellos de una buena vez, dejando claro que el Norte era más fuerte ahora que tenían dos dragones como defensa. Aemond y Rickon volaron con él en Vhagar, siguiendo de cerca a Sunfyre al llegar a las Colinas Solitarias donde los habían visto la última vez. Tal como lo pensaron en Invernalia, tomarían el río para fugarse, en cuanto vieron los navíos no dudaron en ordenar a sus dragones que los quemaran pues esos mercenarios no eran de la clase que solo robaba y se marchaba, asesinaban y violaban por placer, dejando huérfanos y mujeres mutiladas.
—¡DRACARYS!
Descendieron del otro lado, los esperaba un pequeño grupo de guerreros que eran parte de la Casa Karstark, pidiéndoles que les ayudaran a patrullar para asegurarse de que no había más mercenarios. Los dos cachorros estuvieron más que felices porque eso significaba volar todavía más. Aegon solo rodó sus ojos, dejándolos que fueran con ellos sin temor. Podían pasar mil cosas, menos que alguien del Norte ofendiera a un Omega, menos cuando llevaba el apellido Stark. Él decidió visitar al viejo Sarbino Karstak, el patriarca de la casa para saber de su salud mientras sus niños se cansaban buscando enemigos.
—Lord Aegon —el anciano que ya no veía de un ojo le sonrió, sentando junto al fuego con pieles en sus piernas y un par de nietas a sus costados— Perdone que no me levante, estas rodillas han renunciado a sus deberes.
—No hay necesidad, Lord Karstark, he venido a asegurarme que todo esté bien en este bastión.
—Los mercenarios no alcanzaron a llegar hasta acá, en cuanto supieron que había dragones, huyeron como los cobardes que son —el viejo tosió rasposo, jalando aire— Pero es extraño, Lord Aegon. Son el tipo de mercenarios que la flota Velaryon suele mantener a raya.
—Tal vez por eso decidieron explorar más hacia arriba.
—Pero estoy siendo descortés con mi señor, por favor, vino para Lord Aegon y mi té.
—Gracias, Lord Karstark.
—¿Cómo están los jóvenes amos? Deben ser ya lindos lobos.
—No sé si son lobos o tormentas, lo confieso. Hay días en que pienso que me los han cambiado.
Su charla continuó hasta que llegó un guardia, trayendo un mensaje urgente que venía de Invernalia. Una de las nietas de Lord Karstark lo leyó para su abuelo, este como Aegon abriendo sus ojos al escuchar que se llamaba a todos los guerreros, el Norte iba a la guerra.
—¿Guerra? —Aegon no lo preguntó a nadie, era una duda más para sí mismo.
—Del joven rey.
—¿J-Joven rey?
La cachorrita le tendió el mensaje para que lo leyera todo. Aegon tuvo que sentarse porque no creyó lo que estaba mirando. Un dragón había llegado a Invernalia. Vermax. Con su joven rey, Jacaerys, quien buscaba desesperado la ayuda del Norte para combatir a su tío Daemon en una guerra que ya le había costado la vida a su madre, la recién fallecida reina Rhaenyra Targaryen. El rey se había marchado pues no podía quedarse, esperando que Cregan saliera cuanto antes para detener la masacre que estaba dejando ríos de sangre por doquier, incluyendo sangre de dragones.
—Milord —llamó Lord Karstark— Debe volver, yo le diré a los jóvenes amos que regresen en cuanto aparezcan.
—Gracias, Lord Karstark, me retiro.
—Que los dioses antiguos lo protejan. A todos nosotros... ¡llamen a todos los Karstark, vamos a la guerra!
Aegon estaba temblando cuando tomó las riendas de Sunfyre, queriendo llorar ante la confusión y el desasosiego. ¿Cómo que Daemon estaba luchando contra su propia familia? Se suponía que la sucesión no debía tener problemas. Dudó mucho que Helaena o Daeron hubieran causado algo. ¿Qué le había pasado a Rhaenyra que Jacaerys voló tan rápido buscando a los lobos del Norte? Algo andaba muy mal en el sur, muy mal y temió por su Alfa. Llegó tan pronto como pudo a Invernalia, notando esos banderines afuera de los batallones ya formados que comenzaban a desfilar rumbo al camino principal. Casi lloró, corriendo a buscar el caballo de Cregan, encontrándolo sin su jinete quien estaba despidiéndose del Maestre Qyncell y Verla cuando entró al castillo.
—¡Alfa!
Cregan se giró, sonriéndole como si fuera solo a cazar un conejo a los alrededores. Aegon se estampó en su pecho, llorando asustado, todos tenían ese aroma que gritaba muerte y sangre. Las manos de Lord Stark sujetaron su rostro, besando sus labios.
—Volveré.
—¡No! —Aegon negó aprisa— ¡Déjame ir contigo!
—Amor mío, sabes que eso no lo puedo permitir.
—¡Tengo un dragón! —casi chilló— ¿No crees que viene bien algo de ayuda? Puedo pelear, no quiero dejarte solo... no me dejes atrás.
—Los niños...
—Yo hablaré con ellos, Alfa, por favor, quiero ir contigo. No me dejes aquí, donde no sabré qué te sucede, deja que Sunfyre sea tu soporte si es que las cosas están tan mal.
Lord Stark lo meditó largo, dejando caer sus hombros. —Detrás de mí, siempre detrás.
—¡Sí! —Aegon lo besó, tirando de su capa— Te alcanzaré en cuanto regresen ellos, no te preocupes, les dejaré claro que deben esperarnos porque vamos a volver.
—Lo que ordene mi Omega.
No pudo con las lágrimas al verlo subir a su caballo, lanzándole un beso al aire antes de darle la espalda y salir a trote con el resto de los jinetes para encabezar la salida de los lobos hacia el sur. Aegon se llevó sus manos a su corazón latiendo aprisa. Una maldita guerra. Rickon y Aemond regresaron para la medianoche, todos blancos del susto, notando la ausencia de guerreros y el silencio pesado reinando en Invernalia. Madres habían despedido a sus hijos, esposas a sus parejas, hermanos separados... nadie tenía humor para bromas ni risas.
—¡Mamá! ¡Mamá!
—Rickon, Aemond, tengo que hablar con ustedes.
Aemond abrió sus ojos, su labio inferior temblando. —¡No! ¡Tú no te vas a ir también!
—Hijo, no dejaré solo a tu padre. Somos Stark, una Manada. Los lobos se defienden entre sí.
—¡No, no, no, no, no!
Rickon quedó en hipos incontrolables al dejarle el mando de Invernalia, sujetando con fuerza la mano de Aemond quien estaba igual, solo que rabioso porque no le permitió luchar a su lado.
—Entiende, son los señores del Norte, alguien debe permanecer aquí. Ustedes ahora son protectores, su deber es con su pueblo.
—¡Pero...!
—¡Aemond!
Aegon salió en la madrugada, cuando Verla le dijo que ellos se habían quedado dormidos. No quiso despedirse porque no hubiera podido irse, viendo esas caritas tristes de sus cachorros. Sunfyre apenas había dejado el suelo cuando una voz desesperada y rota en llanto le gritó más atrás.
—¡MAMAAAAAAAAAAA!
Giró su rostro para ver a su Aemond tropezar y caer de rodillas al suelo, una mano estirada hacia él. Le sonrió, parpadeando al sentir sus propias lágrimas, tirando de las riendas. Sunfyre rugió, perdiéndose en el cielo nocturno con su niño gritando entre llantos que volviera.
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