Exilio
Exilio.
Cuando Aemond ganó su décimo combate, la princesa Rhaenyra Targaryen le pidió al rey que le diera su mano en matrimonio para su hijo Lucerys Velaryon, heredero de Marcaderiva. Su cachorro solo tenía diez primaveras mientras que el joven príncipe ya alcanzaba los catorce años, todavía era un Alfa en ciernes, por lo que la tradición dictaba que Aemond debía mudarse a su futuro hogar para aprender las maneras de los Velaryon y cuando presentara su primer Celo, celebrar su boda que se consumaría hasta el segundo, pues siempre el primer Celo era infértil. No importó cuántas lágrimas derramó Aegon de rodillas frente a la reina, no pudo cambiar ese destino. Alicent tampoco deseaba ese enlace, había demasiadas cosas en riesgo pero Viserys tenía una clara preferencia por su primogénita, así que nada hubo que hacer.
Aemond, por supuesto, fue otro que lloró a mares, indignado y asustado. Temblaba cuando llegaron por él, Rhaenyra y Daemon, primero iría a Rocadragón, pues había una fiesta de despedida para Jacaerys y sus esposas ya que partirían a Essos aparentemente con la esperanza de "tener suerte" con cierto problema cuyos remedios de aquel continente podrían remediar. Luego de eso lo llevarían a Marcaderiva para conocer a su futuro esposo, con quien viviría hasta que llegara el momento de sus bodas. Alicent tuvo que arrancar al cachorro de los brazos de Aegon, reprendiendo al pequeño por su comportamiento en lo alto, susurrándole consejos en lo bajo. Esa noche, fue la primera noche en que Aegon realmente se perdió en el vino, pensando en mil horrores, su bebé estaría demasiado cerca de Jacaerys, alguien podría notar algo en el aroma de Aemond y todo estaría perdido.
Pero quiso el destino que no sucediera, Aemond, ya sea por consejo de la reina o porque en realidad enfermó, tuvo que estar en cama los primeros días por una fiebre que el Maestre de Rocadragón adjudicó al cambio de aires, pues nunca había salido ni estado en otro techo. Aegon recibió un cuervo de su cachorro, fue la primera de muchas cartas donde le contaba los pormenores de su estancia junto a esa familia que no aceptaba. Lo habían colmado de lujosos regalos, trajes bordados con hilos de oro, joyas preciosas e incluso juguetes para animarlo, Aemond solo los recibía antes de encerrarse en su recámara fingiendo que no se sentía bien.
Reconocía ese capricho suyo, así lo hacía cuando algo no le parecía o estaba furioso, su hijo estaba sufriendo y él no podía estar a su lado para consolarlo. Aemond estaba aterrado con justa razón, no conocía en lo absoluto a Lucerys, no quería irse a Marcaderiva ni tampoco tener que convivir con ese príncipe Alfa como una suerte de consorte trofeo. Aegon trató de animarlo con sus letras que no fueron tan alegres como hubiera querido, estuvo a nada de confesarle la verdad con tal de arrancarlo de las garras de Rhaenyra, pero el efecto hubiera sido peor. Su cachorro hasta el momento era el heredero del príncipe Jacaerys, de saberse la verdad lo perdería por completo.
Guardó cada carta de Aemond celosamente en un cofrecito que abrazaba por las noches, orando a los Siete porque lo protegieran. Finalmente, llegó el día en que lo llevaron a su presentación oficial ante su prometido en una fiesta tan fastuosa como los Velaryon podían permitirse. Era el matrimonio con el mejor augurio, murmuraban en la corte, pues al contrario de las hijas Betas de Daemon, un Omega Targaryen cuyo aroma tierno de fertilidad era evidente se convertía en la promesa de descendientes seguros. Algunos lores asistieron, mismos que Aegon interrogó discretamente sobre el banquete, escuchando halagos de lo hermoso que se había visto su cachorro en las galas Velaryon, tan dócil y tímido al dar su mano al príncipe Lucerys quien sonrió feliz toda la fiesta.
Aegon supo en su interior, que esa noche después de la fiesta, su Aemond lloró.
No recibió más cuervos los días siguientes, pero supo por chismes de sirvientes que los Velaryon habían notado a su cachorro cabizbajo y asustado, llevándolo de paseo para conocer las maravillas de Marcaderiva, una de ellas era donde estaban resguardados los dragones de la familia. Un mal presentimiento se apoderó de Aegon, su instinto no se equivocó. La pesadilla vino una noche en que su Aemond tuvo la descabellada idea de reclamar a Vhagar, maravillado por la dragona solitaria que nadie había podido domar desde que Laena Velaryon falleciera. Al regresar de su vuelo nocturno, su hijo se había topado con Lucerys quien estaba buscándolo pues los guardias lo habían visto escabullirse del castillo, reprendiéndolo por arriesgarse a algo tan peligroso a solas.
La pelea no se hizo esperar, el príncipe nunca imaginó que Aemond fuese esa clase de Omega que no se sometía ante un dominio Alfa, sino al contrario, reaccionaba con agresividad. Su niño, su acorralado bebé sacó su daga al sentirse en peligro por el aroma Alfa y las órdenes de quien sería el amo de su destino, haciendo lo que siempre hacía en los entrenamientos cuando necesitaba hacer retroceder a un enemigo, solo que el resultado aquí fue diferente.
Lucerys Velaryon perdió su ojo izquierdo.
Todo se volvió difuso para Aegon, lleno de miedo porque sabía que el castigo por semejante acción iba a ser la muerte para Aemond sin importar qué. Nadie tocaba a los cachorros de Rhaenyra. NADIE. Las horas se convirtieron en estaciones al esperar el regreso de su cachorro escoltado por la Guardia Real para escuchar la sentencia en boca del rey Viserys. En cuanto supo que estaba en el salón del trono, corrió tan rápido que incluso se lastimó al caer o tropezar en las escaleras, abriéndose paso con desesperación para llegar a tiempo, entrando al salón justo cuando Alicent estaba apelando por la vida de su cachorro quien lloraba a mares, con un aroma que gritaba lo aterrado que estaba.
—¡SU MAJESTAD! —gritó Aegon a todo pulmón, llegando junto a la reina, cayendo de rodillas en actitud de súplica— ¡Su Majestad! ¡Por favor, antes de que dictes sentencia, escucha mis palabras! Sé que Aemond hizo mal, no justificaré su crimen, ni pretendo que lo olvides. Merece un castigo, es verdad, pero te pido que lo cambies por lo que yo te ofrezco: bórrame del libro de la familia, que mi nombre sea olvidado por siempre, hazlo igual con Aemond, envíanos a ambos al Muro y nunca más pienses en nosotros. Te lo suplico, Señor de los Siete Reinos, déjame llevarlo al Muro, viviremos en la deshonra hasta que el Desconocido reclame nuestras vidas, hazlo así, por favor, Majestad. ¡Por favor!
Alicent abrió sus ojos en horror, girando su rostro hacia su Alfa sujetando a un Aemond temblando de pies a cabeza, sus ojos ya rojizos por tanto llanto. El rey los observó, Aegon inclinándose para reverenciarlo con un silencio mortal de la Corte, esperando por la sentencia.
—Que así sea —murmuró Viserys luego de un rato— Otto, ellos no existen más en la familia Targaryen, son criminales que partirán de inmediato al Muro.
—... Como ordenes, milord.
Les dieron ropas comunes, unas capas para el frío. Puesto que ahora ambos eran jinetes de dragón, estos partirían con ellos ya que no había manera de separarlos, sería Cregan Stark, quien decidiría lo que pasaría con Sunfyre y Vhagar cuando llegaran a Invernalia a recibir la orden de qué castillo del Muro ocuparían. Aemond estaba muy mal, así que no pudo montar, Aegon lo llevó en Sunfyre, envolviéndolo en sus brazos con todos observándolos en el patio sin poder creer ese cambio de destino tan fatal. Cuando estaba por ordenarle a su dragón que emprendiera el vuelo, Alicent se adelantó.
—¡Aegon! —llamó con voz temblorosa, sonriéndole entre lágrimas— Mi hijo... ahora es tu hijo.
No pudo creer esas palabras, que casi lo hicieron llorar, asintiendo en forma de agradecimiento silencioso por ese gesto de su madre. Asintió, partiendo de la Fortaleza Roja rumbo al Norte. Aemond no dejó de llorar todo el viaje, pidiéndole perdón una y otra vez hasta quedarse dormido. Conforme se aproximaban a las tierras frías, Aegon estaba menos seguro de su decisión, ir al Muro era una suerte de sentencia de muerte, dos Omegas entre violadores, asesinos, ladrones, la mayoría Alfas... en su mente comenzó a idear una forma de mantener intacto a su hijo, no importaba si él se convertía en la ramera de todos con tal de que no lo tocaran. Eso era mucho mejor que ver a su bebé ser decapitado, mil veces mejor.
Llegaron cuando la noche caía en Invernalia, era primavera así que el clima era fresco, aunque frío para alguien que siempre había vivido en el Sur. Aemond no despertó, no había dormido nada desde el incidente, llorando todo el tiempo, ya no tenía más fuerzas. Lo cargó entre sus brazos, entregando a los guardias del castillo el edicto real, esperando afuera como le correspondía con su cachorro acunado en su pecho, Aegon temblando no supo si por el clima o lo que estaba por venir. Al escuchar el crujido de las puertas abrirse y olfatear el inconfundible aroma de un Alfa Stark, hincó una rodilla en el suelo inclinando su cabeza, pegando a Aemond a su cuerpo con manos inseguras.
—Milord —saludó.
Podía hacer ese trueque, su persona a cambio de comida y la pureza de Aemond. Y si tenía que matar ya no iba a importar, todos ahí eran criminales, castraría a todo aquel que no respetara el acuerdo. Quizás con el paso de los años el Lord Comandante de la Guardia Nocturna pudiera liberar a su hijo, tendría una vida de común en el Norte, pero sería algo. Algo. Con el corazón estrujado, Aegon empezó a preparar su discurso una vez que los llevaran al Muro, era seguro que sus dragones permanecerían en Invernalia como botín, así que no podía valerse de ellos. Estando tan ocupado en su mente planeando su sobrevivencia junto a su cachorro que no notó el momento en que Lord Stark caminó hacia ellos, respingando brusco cuando una pesada capa con cuello peludo cayó sobre sus hombros y una mano le fue ofrecida con sincera gentileza.
—Díganle a Verla que caliente el estofado, tenemos invitados —ordenó Cregan Stark a un guardia, volviéndose a Aegon— Por favor, arriba, el suelo es duro y frío.
—P-Pero...
—¿Aegon?
—Sí, Lord Stark.
—Anda, ven conmigo, el viaje debió ser agotador. Tenemos habitaciones de sobra y comida, no hay nada qué temer. Todo estará bien, tienes mi palabra.
Aegon rompió a llorar.
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