Susurros sangrientos (Disparador #5: Terror).
Antes que nada quiero agradecer a CynthiaDannot por la hermosa portada que me ha hecho para esta historia. ¡Gracias por regalarme esta belleza, Cynthia!
«Mi memoria es magnífica para olvidar».
Robert Louis Stevenson
¿Años o meses? Difícil percibirlo, la impresión es la de un largo sopor. Quizá porque le he dado un giro a mi rutina y me he radicado en Hollywood, con un contrato para escribir guiones de serie B. Ciento ochenta y un complicados días de la vida de esta madre soltera derrotada por el absurdo, marcados en la pared con rayas blancas similares a copos de nieve.
Reconozco que mi jefe, Colt, tenía razón desde el principio. Tal vez, incluso, a partir del momento en el que me deslumbraba su anuncio en Internet, puesto que resplandecía en la pantalla del ordenador. Llamaba mi atención con sus destellos en los tonos del arcoíris, poco antes de que me tirase en caída libre sin paracaídas cambiándolo todo.
—¡Ay, Harvard, aprende rápido cómo hacen los guionistas las cosas aquí! —me decía con su voz grave de locutor tendiéndome un bourbon, burlándose de mi título universitario porque solo me permitía el acceso a su trabajo de supervivencia, en tanto anestesiaba mis sueños con alcohol y otras sustancias.
Así, las horas de frases esperpénticas perdían peso al igual que mi cuerpo, aligerándose al consumir la heroína que él me regalaba. Drogas gratis al principio... luego tenía que comprárselas de una manera o de otra.
El polvo blanco llenaba el vacío de palabras inútiles, de responsabilidades que sobrepasaban mis fuerzas, de tramas incoherentes y hasta el hartazgo de clamar por un amor que me ignoraba al otro lado de la línea telefónica. E, inclusive, la incertidumbre de un futuro prometedor para Paul, mi niño.
Aspiraciones que jamás se concretaban y que se derretían como el hielo que se funde en el fregadero. Me vaciaba del sufrimiento que me negaba a admitir y me relajaba tanto que a veces hasta me olvidaba de respirar y sentía que moría. ¿O estaré muerta, acaso? Quizá también me lo ha hecho olvidar y solo soy un fantasma que vaga por las avenidas pidiendo limosna para comprar heroína, sin que nadie repare en mí por ser invisible...
Tampoco parecía que sobrepasara alguna línea prohibida cuando, por no llegar a fin de mes, decidía prostituirme.
—¿No entiendes, Harvard, que sacarás mucha más pasta acostándote con algunos de mis amigos que escribiendo estas idioteces? —insistía Colt a mi lado en la cama, acariciándome las caderas con una mano y, con la otra, tirando al aire las hojas del último guion; al final, después de llegar al orgasmo, yo podía advertir con claridad que la suya era la única solución—. Y nunca te va a faltar heroína, ¡eso sí que te lo prometo!
Jamás me faltaba, por fortuna, ya que cuando los Servicios Sociales se llevaban a Paul («un niño de tres años no puede estar solo en casa todo el día y menos sin comida y en este estado de abandono y suciedad») y le daban la custodia al padre siempre ausente, la lucidez me hubiese hecho perder la cabeza.
Sin mi hijo resultaba innecesario que gastase en el alquiler del piso y, por tanto, las calles de la ciudad y el refugio para indigentes se convertían en mi nuevo hogar. La Señora Heroína, mi eterna compañera, demandaba cada dólar que me llegaba al bolsillo. Porque lo que Colt me entregaba de Dama Blanca ya no constituía todo lo que necesitaba: era voraz, me exigía más, más y más.
El sexo también mitigaba el vacío. No al tirarme a ancianos con colgajos de piel arrugada y por obligación en alguna callejuela, sino cuando me citaba con gente interesante de la agenda de Colt o al hacer el amor con él. Un clímax a continuación de otro provocaban que me sintiera poderosa, especial, además de permitirme juntar los billetes verdes que anhelaba con apremio creciente.
—¿Sabes que eres hermosa? —me murmuraba Kimball en cada encuentro semanal, en tanto me recorría con la lengua la mejilla, el cuello y los senos, proporcionándome un placer infinito—. Espero con impaciencia verte, ¿verdad, Arya?
Y ella asentía con la cabeza, ya que mi cuerpo veinteañero era su obsesión y no se desprendía de él ni un segundo. Le dedicaba la misma atención que una sacerdotisa a su templo, recorriendo reverente cada pequeño rincón.
Salía de la mansión de la pareja con la mente confusa. Al sexo duro y a la heroína que nos obsequiaba Colt ellos añadían otras drogas. Flotaba hasta el cielo y bajaba con rapidez, en tanto las sensaciones me perforaban como si me clavasen alfileres placenteros. Ni siquiera la advertencia de Colby me arrancaba de mis fantasías eróticas. Colbert, el indigente del refugio con el que hacía el amor escondidos en la habitación de los trastos, por pena y para engañar a las horas.
—¡Por favor, Darcy, te quiero, mi amor! —imploraba, abrazándome con frenesí de psiquiátrico y sin permitirme escapar del callejón en el que nos encontrábamos—. ¿No te has dado cuenta de que ya no voy más al refugio? ¡Las criaturas sin rostro se alimentarán de tu sangre, por favor, no vuelvas! ¡Te juro que te dejarán sin alma! ¡Los he visto a través de la ventana cuando intentaba dormir!
Me reía de él, histérica, mientras me desembarazaba de sus dedos y me alejaba bajo los destellos del sol. Hasta que, minutos después y al arribar al albergue, me informan que esta noche me corresponde ocupar su habitación.
De modo instintivo lo comprendo. Esos seres malignos ahora vendrán a por mí, ocupo su lugar. Soy la próxima víctima, el último nombre que formará parte de la amplia lista de desaparecidos del centro, hasta que otro reemplace el mío. Una víctima a la que nadie buscará. Argumentan que no construimos lazos y volamos con el viento de un lado a otro sin control, igual que las hojas marchitas. Para las autoridades solo somos drogadictos y esta es la única explicación oficial que cuenta.
Escucho cómo se amplifica cada sonido desde que apagan las luces. Cada pisada me suena amenazante. Cada respiración es el resuello de un enemigo oculto. Se acercan. El rumor de la lluvia a través de la ventana no consigue minimizar sus pasos.
Porque es cierto: los veo, están aquí. Tiemblo al contemplar las caras bellas y con sonrisas crueles, los cuerpos atractivos. Pese al magnetismo que desprenden, me aterrorizan.
—¡Ya no tenemos alma! —me susurra una de las vampiresas en el oído; ha flotado hasta mí sin que lo notara y ahora me acaricia el cuello con uno de sus alargados colmillos—. ¡Solo nos resta el paso final!
Y el miedo se esfuma con su frío murmullo. Incluso la entiendo, porque mi alma es la heroína. Creo que en lugar de pensarlo lo he dicho en voz alta. Su acompañante, un vampiro moreno de belleza letal que me suena familiar, me sujeta del brazo y me levanta de la cama sin el menor esfuerzo.
Casi con cariño, me dice:
—¡Ven, Darcy! ¡Recuerda quién eres! ¡Recuerda mi nombre, Kimball!
Una sensación gélida me congela por dentro, igual que si atravesase una tundra helada. La gracia de las drogas se halla, precisamente, en que me impiden recordar. Llenan todo vacío y me sumen en la felicidad del olvido, donde no existe ningún tipo de dolor.
—¡Recuerda, Darcy, no te resistas! —insiste Arya, la vampiresa, musitando con sensualidad en mi otro oído, como si mi resistencia le causara placer.
Ambos tiran de mí, mientras voy recordando. Nuestras perversiones sexuales, acordadas por Colt, quien muchas veces se nos unía en la mansión. Los cuerpos de nuestras víctimas, sin una diminuta gota de sangre, retorciéndose en los últimos espasmos.
Me conducen hasta la sala principal del refugio, donde hay un altar. En el centro, sobre un pentagrama del color de la sangre y con Colby y otro indigente, yace mi hijo Paul, aterrado. Clama por mí, pidiéndome ayuda.
Sus gritos no me conmueven: he recordado todos los rituales, desde el primero hasta el penúltimo. Arya, la sacerdotisa, utilizaba mi cuerpo para satisfacer su sed y apagar el hambre de todos los nuestros, quienes luego me hacían partícipe de su inmortalidad.
Mis colmillos sobresalen, anticipándome al placer en sus infinitas variantes. Sé que soy una de ellos aunque aún mi memoria se adapta, frágil. La transformación es lenta. Durante el día mi realidad vampírica se esfuma y aún resisto los rayos del sol. Mi humanidad desaparece, igual que el vapor de una tetera, pues solo me alimento de personas.
Es más, sé que he cumplido, paso a paso, con todos los rituales de degradación para ser una de ellos. Y ahora traspasaré la última barrera y mi conversión en vampiresa será total: Paul es mi ofrenda de esta noche, la última línea que he de cruzar.
Mis amigos me lo agradecen. Los indigentes, nuestras próximas comidas, nos apodan criaturas sin rostro. Sí que los tenemos y muy hermosos, para confundir a cada mortal y que nos entregue el alma sin darse cuenta... El mayor éxtasis: cazarlos de uno en uno.
Total de palabras: 1.499.
Me pareció la canción más apropiada para acompañar el contenido de este cuento.
https://youtu.be/UAWcs5H-qgQ
https://youtu.be/H8upeyvWh1I
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