8. El horror del Purgatorio
Las nubes se han apartado, buscando nuevos puertos. Apenas quedan resabios de los gigantes sempiternos que batallaban sobre Eastbourne, ya agotados. Es un alivio que la lluvia no caiga sobre ella, que no añada peso a su delirio y su pena. Suficiente tiene consigo misma, con sus ropajes abundantes, con los chillidos y exclamaciones que sofoca por pura fuerza de voluntad. Porque las voces siguen allí, durmiendo algunas, otras sibilantes. Ellas también parecen haberse agotado. Pero Genevieve no se confía. No lo tiene permitido, no hasta que el acto haya finalizado y la obra acabe.
Avanza satisfecha con sus maquinaciones a cuestas, repasándolas en un ciclo que se repite y se repite y se repite hasta que no queda ni un hueco. Su velo vuelve a cubrir su rostro austero. El cuchillo refleja la luna plateada y sus piernas se mueven con soltura, fuertes, decididas, arraigadas a este mundo del que no quiere partir. No hay espacio para Terrence en él. Y, por eso, debe morir.
Morir, esta vez, en serio.
Sin huellas. Sin susurros. Sin cánticos. Sin miedo.
Sin piedad.
Se apega a ello sin reticencias. ¿No es lo que quería desde hace años? Desde que el romance mutó de suerte a vergüenza suya y de otro alguien, a saber quién. Desde que los besos fueron reemplazados por gritos y acusaciones. Cuando el amor se transformó en locura e histeria. En odio sin consumar, reverberando en lo más profundo de su seno. En ira, en trampas, en artificios y tretas a medianoche y a pleno día. Genevieve quería acabar con Terrence desde antes, mucho antes. Aun estando sentada y con una sonrisilla pegada en su rostro de porcelana, recibiendo nuevos invitados que calentaran las sillas por un rato y la agasajaran por una maravillosa velada. Incluso cuchicheando con otros trofeos menos brillantes y prístinos, brindando profusos elogios por manos bien cuidadas y esposos bien portados. Poco la diferenciaba de las demás olvidadas, salvo su ingenio.
Lo había sabido guardar mejor de lo que él hubiera esperado de su muñequita de hueso y trapo. Arrellanado en su trono de mentiras y revanchas, negado a rebajarse a su nivel, había permitido que su esposa cultivara las ansias y el deseo infinito de verlo sufrir. Deseo que se propagó como el fuego de su imaginario, como la enfermedad que se extiende por su sistema en estos instantes. Potente y fiero, ardiente e incontenible.
Su risa tintinea en el descampado, débil primero, luego desbocada. Se quiebra a intervalos, sin ton ni son, ahogada por sus resuellos y la agonía de sus pulmones. En su estado febril, Genevieve tantea el aire con la yema de sus dedos, buscando, indagando, espantando sus ilusiones de ultratumba. Se empuja a su límite y lo cruza ya sin miedo, renovada. Tal vez ida. ¿Cómo comprender la realidad estando perdida? Su cuchillo dibuja el camino, atravesando las vísceras de los fantasmas de una existencia que no parece pertenecerle. Se abre paso entre ellos, pisoteando sus restos, impávida. Como si el temor que la había paralizado no hubiera existido. ¿Por qué temerles a ellos, encerrados y apilados en casitas de mármol y hormigón? No pueden dañarla.
—No pueden, no pueden, ¡ja! ¡No pueden hacerme nada, diablillos de pacotilla! Pobres almas rechazadas, ¿quién va a salvarlas? —Se ríe y se ríe, convulsionando hasta que el crepitar de la sangre en sus oídos la obliga a detenerse. Temblorosa, recorre con su mirada la explanada y divisa el trazo de estatuas, monumentos y tumbas recortadas en la penumbra. Sus ojos se iluminan y destellan cual lucero, templo de quienes se rebelan.
Camina, trota, corre a la carrera con la tosquedad de aquel que recién aprende a movilizarse, o lo hace después de lustros, de décadas de pasividad y distrofia. Debe llegar a las puertas del purgatorio de Eastbourne adelantándose a las doce campanadas, cuando el hechizo divino se rompería y el mal volvería a suspirar tranquilo. Debe arribar anticipándose al quiebre del pacto entre monstruos y creadores, protegida por el trato establecido entre ellos en el preludio del universo. Solo entonces permanecería su alma dentro suyo, amparada de su otrora atroz destino.
La torre de la capilla la vigila al internarse entre las cruces de madera desgastada, los pilares de concreto y las sepulturas recientes que la guerra había sembrado en el campo, regadas con la sangre de ambos bandos. Eastbourne, si bien pequeño y en apariencia inmune a los embates de naciones y conflictos hercúleos, no había evitado el derramamiento. Y Genevieve no era ni estaba remotamente cerca de ser su única viuda. Las había jóvenes y ancianas. Madres, compañeras, amantes, salpicadas de primas, hermanas y amoríos prohibidos de los que, a escondidas, todos hablaban.
¿Cuánto habrían discutido sobre los de su Terrence? ¿Qué tantas conversaciones habría entretenido con sus gestas, con sus hazañas extramatrimoniales? No tenía historias de batallas que contar, salvo aquellas ocurridas entre sus sábanas. No había gloria, ni condecoraciones, ni honor. No había dinero ni lujos, tampoco. Ya no. Pero ¿qué sabría Genevieve? Del ingenio a la ingenuidad había un trecho demasiado corto y ella coqueteaba entre ambos puntales. De economía no podía hablar ni entender hasta ver las arcas vacías y los contratos incumplidos. ¿No lo mencionó Ellis?
Ellis. ¿Dónde está él? No, no se atreve a aventurarse por esa senda de pensamiento. Debe concluir con lo que ha iniciado a contrarreloj. No debe detenerse cuando su cuello está en la línea de fuego. Resoluta y sin aprensiones, empuja la cancela chirriante del cementerio y se entromete en territorio sagrado. Una picazón furibunda la invade, de adentro hacia afuera, irradiando desde su centro. La sacude por unos brevísimos segundos, contrariándola en extremo. No comprende dicha sensación, ni las que le siguen.
Las puntadas en su pecho. La respiración agitada que se corta y se mantiene en guardia, quieta, en vela. La vista borrosa. El silencio, el horrible silencio. ¿Por qué este sabe a injuria y a lamento? Vuelven la alarma y el recelo. Las manos que la sujetan y la visten de prisionera. Los insultos, los alaridos, el esfuerzo magnánimo de sus músculos y de todo su cuerpo. Los tendones castigados, la espalda dura y tensa. El tirón de sus cabellos, sostenidos por un ánima conocida.
¿Dónde está Ellis?
Regresa el desamparo, el misterio. Aquel que es incapaz de resolver, que se aleja de su entendimiento. La desgarra y hace vibrar sus cimientos, pujando bilis nuevamente fuera de sí. Pero se mantiene en pie. No se dobla, no contiene los espasmos, no lucha contra los ramalazos que la golpean en una marea embravecida. El asco, la fatiga, la congoja, la sentencia que pesa sobre ella... Queman y la destruyen en pizcas y naderías arrastradas por la brisa. Y siente el fuego proveniente de la hoguera. Se percata de aquellos espíritus siniestros que la alentaban, que la deseaban, la vigilaban, la tenían como presa atrapada entre garras y colmillos de múltiples bestias. Oye, oye bien, las palabras claras de una fémina que aparentaba desconocida. La sombra que habitaba en sus pesadillas. La que alimentaba sus delirios. ¿Delirios? ¿Cómo saberlo? ¿Qué es real cuando todo parece cuento?
¿Qué importa Ellis cuando tengo a Terrence? En la punta de los dedos, tan cerca y tan lejos. Tan vivo y tan muerto. Atrapado en su pilar de errores y fallidos, compartiendo el reposo con familiares y nombres borroneados por el paso del tiempo. Lo tengo a él y vengo a ofrecer su merecido escarmiento.
Que duela y que arda y que la extermine con cada avance de su osamenta pervertida y añejada. No se rinde, aunque su ánima pugne por estallar en sus venas y alcanzar el paraíso vedado. Su arma refulge a la luz astillada del astro que desaparecería en un puñado de horas de las que, tal vez, no fuera testigo. Y no necesita más. Su visión se ha adaptado, para su sorpresa y desasosiego, a la horrible oscuridad cargada de fantasmagorías. La misma oscuridad que había provocado los más intensos llantos en su niñez, aquella de la cual se había refugiado bajo edredones y otras mantas al recibir el rechazo de sus padres.
Se interna, entonces, en la tierra sagrada que le provoca escalofríos y la sensación de una parva de mariposas invadiendo sus órganos. Traga en seco, sintiendo su garganta abrir y cerrarse como una puerta que no ha sido aceitada. El cuchillo se alza. Preparado, ansioso, hambriento. Se acerca tanto a la lujuria que es difícil de separar una emoción de la otra. Su piel perlada se cubre de sudor pegajoso, asfixiante, mientras más cerca se halle de la capilla. Se evapora en volutas iridiscentes, creando un halo a su alrededor y así convirtiéndola en un ángel caído que se prepara para entrar en batalla con su creador.
Porque es él. Es él quien ha creado a esta Genevieve que se yergue del abismo. Es Terrence quien le ha dado este regalo. Él y su acompañante. La esquiva, taimada, cruel proyección que no termina por revelarse. La serpiente viperina que ofrece la manzana, ya mordida. Ya podrida. Si se lo propone y anula el resto de los estímulos que la corroen, quizá llegue a cazar a la dama de la noche. Eterna y llena de gracia, el fruto de su vientre es la adversidad, su voz la guía de las creaciones de un mal mayor. Y Genevieve expide su hedor.
Transcurren días y meses hasta que, por fin, la morada de su difunto esposo se alza ante sus ojos. La estatua importada desde Italia se empeña en mantener su guardia, echándole un vistazo cargado de ira y repugnancia. La aborrece. El arcángel, su marido, Ellis, el grupejo de inútiles amigos... No hay quien no la aborrezca ya. La detestan, pero no lo suficiente, no como lo hace ella. Siempre debajo de dedos acusadores, oprimida por gestos y corporalidades que ya no son capaces de contenerla. Siempre allí, en un rincón, lista para sus pedidos, para sus inquietudes, para sus invasiones, para sus desplantes. Sin resistencia, era acarreada por cada una de esas tempestades.
—He llegado... A pesar de todo, a pesar de ti, he llegado. —Genevieve lloriquea y se persigna con rigidez, un siseo atravesando la dura línea de sus labios al tocar su frente, su pecho, la recia curva de sus senos. El padre, el hijo y el espíritu santo la aborrecen también. La carne entumecida e irritada, envuelta en su rosario de plata, se lo hacen saber. Balbucea una réplica ininteligible, entre rezo y vituperio, soltando la cruz pesada. A pesar de que le importuna —¿vale la pena? ¿La protege o, como lo demás en su minúscula existencia, solo ofrece otra punición? Lo ignora—, deja que penda de su cuello y se bambolee al compás de su cuerpo. Una risilla truena en sus tímpanos y una música incesante le acontece. Notas en altibajos disonantes de instrumentos aislados en salones de baile de otras épocas, coros de demonios recitando las vivencias de su calvario. Voces distintas a las ya oídas, pero similares a su vez. Igual de insistentes, de obsesivas, igual de enloquecedoras.
Pero toma sus riendas. Como mascotas bien adiestradas, las silencia de un tirón de la cuerda. Y, aunque la melodía de ultratumba continúe y su mente se despedace, Genevieve no va a permitir que Terrence se salga con la suya de nuevo. Es un cadáver y, como tal, debería permanecer en un tormento pertinaz del que no hallara salida. Pero Terrence, ¡querido Terrence!, no acepta su partida, ni su muerte, ni estar ausente. Quiere salir y volver a jugar con ella. Quiere escabullirse y regresar al mundo de los vivos. Abrazar a esos extraños a los que llamaba camaradas. Y, como Genevieve, quiere cobrarse su propia venganza. Quiere, así, saldar sus deudas: con sangre en las paredes y en las aguas, corriendo libre por Eastbourne, por East Sussex y por toda Inglaterra.
El portón de hierro decorado con entramados de figuras barrocas se abre de par en par con su toque, sin necesidad de propinarle un empellón, ni de batallar con cerraduras u otros impedimentos. Dubitativa, Genevieve se adentra en el espacio reducido, su cuchillo todavía en el aire, dispuesto y ansioso por encontrarse con la carne. El olor pútrido y rancio del encierro cuajado de humedad asalta sus fosas nasales y, por unos segundos, es privada de su visión. Se concentra en contener las arcadas, los temblores, el crujir de sus rodillas deseando ceder y dejarla varada en el mausoleo. Pone toda su atención en aplacar los vahídos que tratan de encadenarse y abandonarla moribunda en el hogar de su sufrimiento.
Pero no puede evitar pensar en aquella fecha, en otra de sus existencias —una que parecía prometedora, a pesar de los embates y las desavenencias—, en la que tomó de su mano a su esposo y lo guio hasta el cementerio. Aquella fecha en la que, cabizbaja, siguió las huellas que dejaba el circo de convidados y les presentó la imagen del tierno y justificado dolor. Aquella en la que tuvo que obligarse a soltar unas míseras lágrimas. En la que tuvo que venderse y traicionarse para sofocar toda sospecha. Es esa la misma fecha en la que creyó con fervor y animosidad unidos que Terrence sería una mancha percudiendo su historia, pero no más.
Puede que fuera una culpa que, conscientemente, se le antoja ajena. Puede que fueran otros los motivos, demasiados entre los que escoger. Cualquiera que fuese la razón, ese pensamiento la consumía. ¿Sería que el mismo veneno estaba dentro de ella? No, no. Se había desentendido del cianuro ya, a pesar de los fisgones y de las constantes interrupciones.
La madre Mary, como gustaba de ser llamada, había cumplido con su rol de espía, bien pagada por Terrence y estimulada por los años al servicio de la familia Aldridge. Pero ni sus peniques valían cuando la desesperación es libre y asciende al poder. Sus artimañas superaban con creces a las habilidades de una abuelita excluida de los suyos, con achaques y limitaciones propios de su edad y de la de sus antepasados. Ni que decir de las cotorras que chismorreaban con su amo, repitiendo rumores en un batiburrillo de inventos y medias verdades. Jovenzuelas maleducadas, imberbes y atrevidas: bien les venía haberse ido de Widow's Peak. No le servían a ella, sino a un marido caído en la ruina y, poco después, en los brazos de la muerte. Bien le valía recordárselo y sepultar las últimas cenizas vivas de lástima que quedaban en su interior.
No, definitivamente ese veneno ya no estaba a su alcance. Había sabido suministrarlo con presteza y en las dosis adecuadas, para no provocar efectos palpables en un corto periodo. Eso lo notaría cualquiera. Eso hubiera causado visitas del médico de la familia, Charles Jones, otro amiguillo más que anhelaba aplastar como cucaracha. De barba rala, bigotes retorcidos y cabellos blanquecinos, solía observarla con ojos de musaraña hambrienta. Sacaba excusas de sus mangas y bolsillos para entretenerla e intentar sonsacarle algo, lo que fuera. Palabras, miradas de regreso, algún coqueteo que la expusiera. En ocasiones, Genevieve consideraba la probabilidad de que fuera la mismísima señora Aldridge la que lo enviara, para atraparla fuera de su molde y condenarla por ello.
De todos modos, y por acertadas que llegaran a antojársele sus conclusiones, se forzaba a desestimar dichas consideraciones. El señor Jones era un hombre con poco recato y cortesía para con el sexo opuesto, como lo era su esposo, y por ello no temía meterse con mujeres casadas o muy por debajo de su edad. ¿Quién se lo iba a reprochar? Por grotesco que pudiera ser, nadie abría la boca. Las mujeres habían nacido para callar y los suyos para dominar. Esos eran los papeles que les habían entregado al nacer, y a ellos se tenían que ceñir hasta el ocaso de sus días.
Es curioso. También había sido testigo de su muerte, en su momento, aunque no tuviera que ver con ella. Una falla al corazón, o eso dijeron. Tuvo que presenciar la escena del velatorio, con una viuda parecida a ella, pero surcada de arrugas profundas. Le estrujó el corazón verla allí: consumida, desgastada, arruinada por quien debería haberla hecho florecer como un jardín fresco en primavera. No quería que su vida replicara la de ella. No quería verse marchita.
Se arriesgó a apurar las dosis, ya fuese que Terrence las ingiriera con sus comidas o con la típica copa de licor que servía en sus noches. Muerto el doctor y sin otro profesional de confianza, tenía un salvoconducto para llevar a cabo su misión mientras Dios no la vigilaba y hacía, como siempre, oídos sordos a sus plegarias. Su fe iba y venía, tal cual los ramalazos de ira y de angustia, mas la urgencia de poner a su consorte donde correspondía —tres metros bajo tierra o escondido tras gruesas capas de madera, concreto y mármol, lo que el párroco y la familia sanguínea prefirieran— seguía firme dentro de ella. Era menester que Genevieve arrancara de raíz su unión con los Aldridge y se erigiera como Hamilton de nuevo, por más que su apellido le causara, asimismo, cierto nivel de disgusto. No había familia perfecta en East Sussex: todos, sin excepción ni miramientos, ocultaban cadáveres en sus placares.
El suyo es el de Terrence. Aquí, presente, a un metro y medio de distancia. Un metro. Medio. Separado por un centímetro o dos de madera. Madera astillada, tapa corrida. Tapa corrida. Solo unos pocos milímetros, pero es claro que ha sido deslizada del lugar en donde debía encajar. Sus dedos finos pueden entrar por la hendidura, arrastrarse por la suave tela que enfunda el interior, rozar el cuerpo que se descompone con cada uno de sus alientos.
Su horror es el que le impide hacerlo. Crepita en el centro de su pecho y se extiende acalorado por sus extremidades y rincones. Es un terror puro y refulgente, incomparable con aquel que había sentido hasta ahora. Este es superior en todos los sentidos. Este es inexpugnable. Que el Señor oyera sus súplicas nocturnas y velara por ella. Que se apiadara de su sierva, de la oveja que perdió el rumbo y no supo volver al redil. Que escuchara el grito agudo emergido del confín de sus lamentos, alto y claro para que tanto santos como demonios pudieran sentirlo. Que alguien acudiera a sacarla de este teatro infernal.
Porque Terrence no vivía solo en sus imaginaciones febriles.
Terrence, de una forma que desconoce pero cree atisbar, sigue escapando de las garras de la muerte.
Y sigue escapando para alcanzarla a ella.
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