6. El delirio de la viuda
Las horas se apagan como las velas de un funeral ya acaecido. Se tropiezan unas con otras, pisoteando minutos vacuos y otros cargados de sentimientos. Cargados de la histeria que solo la ansiedad provoca. Genevieve se recluye en su mansión, presuntamente alejada de todo mal. Cierra puertas y ventanas, arropa los vidrios con los cortinajes más tupidos que sus armarios son capaces de proveer, con un esmero, una meticulosidad y un amor casi maternales. Hace uso de cada llave, inhabilitando accesos, tapiando vías de escape hasta que solo queda un cuarto. El salón principal se transforma en su asilo, en el refugio preferido.
Ahí está ella, en el preciso centro de la propiedad, en medio de sus entrañas. Con las entradas cerradas y los ojos bien abiertos, absorbiéndolo todo. Las venillas en ellos refulgen en rojo, mientras que las de sus brazos y torso se tornan negras como el mismísimo carbón en el que habían ardido las penas de Ellis. Eso no lo recuerda, no aún. Sin embargo, está segura de que en Eastbourne las nubes de tormenta no son lo único que se cierne sobre ellos. Las memorias pueden faltarle, pero no el sentido común.
¿O eso también se había esfumado?
La sobrecoge la posibilidad de que su cordura esté en la línea de fuego. Así que vuelve a intentarlo. Vuelve a recapitular los días pasados, tratando de desenterrar los secretos de los que su razón —o su demencia, o su aprensión, o el qué dirán, o el quién sabe... ¿Importaba?— la priva. Para entretener a su cuerpo impaciente, se entrega a otras tareas, también. En un montón junto a su figura desmejorada, las posesiones de Terrence se apilan sin ton ni son. Las valiosas, las ocultas, las que Genevieve conocía y unas cuantas decenas que no había visto con anterioridad. Hay un millar de hilos que, en contrapunto con su trama, se anudan y fabrican una historia manifiesta y obvia.
Hay engaños. Hay mentiras por doquier. Hay muertos, hay renacidos. Hay codicia, envidia, orgullo. Hay cientos de libras y millares de peniques desperdigados por todo el camino hacia su cripta. Hay cartas, de antes de que se conocieran. Otras datadas de sus primeros encuentros, cuando el amor flotaba en el aire y las promesas estaban cargadas de voluntad. Las hay de la época en que el primogénito tardaba en venir, y a ellas se suman las de una fecha incómodamente cercana. Y ninguna, ninguna, es de ella.
Desfilan nombres variados, en su mayoría de mujeres. Debería haberlo supuesto. Catherine y Jezabelle no habían sido las únicas en retozar en su lecho. Había una señorita muy amable, Eleanor. Joven, por cierto. Desconocida, además. No es ni un borrón, ni una imagen vista de refilón, empañada. Es esa carta y ya. Un nombre, un instante de lujuria, un receptáculo de las perversiones de su marido y no más. Le siguen Diana, Margaret, Clarisse, Peyton. Faith, Heather, Vivianne, Laura... Podría armar una lista entera y quedarse sin tinta ni papel con los cuales escribir.
¿Por qué había guardado semejantes pruebas? ¿Es que pensaba que no lo descubrirían? ¿Es que quería ser descubierto? Genevieve las hace pedazos, como lo hizo con otras cosas hace una década atrás. ¿O había sido esta misma semana? El tiempo es relativo. Lo que vive es casi tanto como lo que transcurre en el purgatorio. Pero está despierta ahora. Siente la sangre palpitar en sus sienes. Su corazón la bombea con rapidez y eleva su presión para mantenerla respirando. No se detiene, persigue su función intrínseca, biológica. Distribuye la ponzoña que Terrence le ha regalado, sin hacer distinción entre esta y aquello que le da vida. Es un rival silencioso, una amenaza que Genevieve no podría detectar hasta que fuera demasiado tarde.
Minnie, un pobre animal que casi ha cumplido con su ciclo, nota las diferencias. Olisquea a su ama y decide mantenerse al margen. Se esconde debajo de una mesita en un rincón opuesto a ella, mirándola. Su atención no la abandona, aunque el cansancio se apodere de su cuerpo viejo y le ruegue que cierre sus ojos y se deje ir. La maldad que irradia su dueña la inquieta lo suficiente como para aguantar en vela, con sus ojillos entrecerrados. Genevieve parece no reconocerla, porque solo puede pensar en Terrence.
En Terrence y en ella. En las injurias. En la lujuria y otros pecados carnales. En las emociones a las que uno y otro se habían entregado. En sus juegos, en sus desvelos, sus trampas y ardides, las traiciones de ambos. En la frustración que los hubo embargado, los planes fallidos, el millar de futuros imaginados. En los herederos que no han venido y los rastros de sangre que han dejado.
Había pensado que se libraría de aquella carga ni bien abandonara el cementerio. Una vez cerrado el ataúd, allí se quedaría él con su siniestro legado. Con las órdenes, los reproches, las quejas. Con la inmundicia de su despreciable ser, atrapada entre seda y otros cuerpos infectos que habían sido tan crueles como él, sino más.
Los Aldridge habían retenido su posición gracias a sus ingentes cantidades de propiedades, dinero e inversiones. Sus viajes, sus fiestas, sus demonstraciones de poderío a cada chance que se les presentara, presumiendo de sus posesiones y de lo que estas significaban... Habían puesto a la sociedad en su lugar, marcando un límite claro y definiendo las reglas de esta representación a la que todo Eastbourne está atado. Ellos estarían por encima, en su trono de embustes y cráneos pisoteados, y los demás se adaptarían a las circunstancias. Se les daba permiso a todo, siempre y cuando las bocas pudieran mantenerse selladas con un billete o un tiro en la frente. Cada cual sabía qué elegir, o qué hacer para conseguir uno o lo otro. No había tintas medias. No había piedad. Había sacrificios.
Y los sigue habiendo.
No dejes que se acerque, Genevieve. Él acecha. Él nos observa. ¿No lo ves? Justo en la esquina, oculto. ¡Justo allí! Solo mira, míralo bien. Son sus ojos. Es su boca susurrando. Te llama. No dejes que se acerque. No lo dejes, o nos atrapará. Nos llevará con los suyos.
Las voces vuelven con su retahíla. Había dejado de escucharlas de camino a casa, entre la maleza y el agua que apuntaba contra ella. Al resbalarse, la azuzaban para que apurara el paso. Al caerse, tironeaban para que volviera a levantarse y echara en andas. Eran muchas en su momento y con el breve lapso de tranquilidad se habían multiplicado. Al estar calladas, habían sumado más vigor a sus reclamos, a sus demandas, a sus escarmientos. Son más persistentes. Más penetrantes. No dan tregua e insisten. Quieren que ella sepa, pero no le dicen nada. Sueltan confesiones fragmentadas incomprensibles para el razonamiento humano.
Porque no fueron hechas para eso.
Los humanos no oyen seres incorpóreos en sus cabezas.
No los cuerdos. No aquellos cuya salud es óptima.
Quienes no tienen a qué temer no oyen más que sus cavilaciones.
Quienes no se han desviado de su rumbo viven tranquilos, si acaso con ecos de sobresaltos salpicados por aquí y allí.
Mas quienes cargan con un peso como aquel acumulado en los hombros de Genevieve solo sobreviven. No soportan sus pesares. No resisten los embates de fuerzas que desconocen y que no son percibidas por el resto. No se les permite subsistir. No se sueltan sus cuerdas, aferradas alrededor de cuellos gruesos y finos, de muñecas laceradas, de cinturas melladas y otras partes que han sabido de mejores días. Terminan en asilos, excomulgados. Terminan en el cementerio, pagando una visita al Cielo o al centro de castigos que no debe ser mencionado.
¿A dónde sería enviada ella?
¿A la fosa de los lamentos? ¿Al exasperante intermedio, a aguardar un juicio más severo? ¿A los campos de ángeles alados? ¿Cómo podría saberlo? Apenas si puede lidiar con este reino.
¡Es él! Él, él, él. ¿No puedes verlo? Mora en los rincones de tu pensamiento. Espera al momento correcto. ¡Él! Todavía no se ha deshecho. Está ahí, ahí, al alcance de tus recuerdos. Cerrará su mano, empuñará la daga y te llevará... Te arrastrará a lo profundo del averno...
Debes verlo.
Debes saberlo.
—No hay nadie. Aquí no hay nadie, salvo yo y todas estas porquerías. Y está Minnie... Minnie, ¡ven conmigo! Acércate, chiquita. Ven a hacerme compañía. —Genevieve hace ademanes exagerados, sus labios curvados en una sonrisa que muestra sus dientes. Algo poco habitual en una persona reservada, dada a mantener con rienda corta sus expresiones sentimentales. ¿Por eso la habían cambiado por otras? ¿Por eso siempre había alguien que reemplazara su lugar? No, no la habían reemplazado. Ella se había quedado con Widow's Peak. Ella es la señora, la ama, la dueña de todo.
¿La dueña de qué, si ni siquiera puede recordar? ¿De qué, si no se tiene a sí misma? Había dejado ir a sus sirvientes a falta de otra opción. Solo queda el caserón, cerrado y vacío, el alma marchita y descompuesta. Es la dueña del olvido. La dueña del rencor enquistado e imperecedero. Eso es. Eso es lo que ha sido elegido para ella. Porque, en verdad, nunca tuvo elección.
—Vamos, Minnie. Hazme caso o no habrá comida para ti. Ven... Hace frío. Debemos darnos calor. Debemos mantenernos juntas. —La perra no se acerca a ella. Huele ese algo extraño y, a pesar de no saber qué sea, su instinto la previene de ello. Desganada, agotada por años de correteos y cazas poco exitosas, Minnie no gasta su aliento en ella. La sigue observando a una sana y segura distancia, gruñendo por lo bajo una advertencia.
Genevieve se incorpora, mas pierde el aliento. Vuelve entrecortado, a ramalazos de angustia e ira ciega y pura. Se gira y clava su mirada inquisitiva en lo que queda de su esposo, en las posesiones que no pudo llevarse a la tumba. Las voces cuchichean por lo bajo, alimentando el plan que se funge dentro de ella. Debe deshacerse de todo. Si no lo hace, Terrence seguirá allí, viviendo con ella. Viviendo al alimentar el pasado, al llevarlo con él desde el más allá y enrostrárselo a Genevieve. Si no elimina toda marca de su existencia, seguirá en Widow's Peak, recorriendo sus pasillos, vigilándola. No permitirá que le llegue la placidez de la vejez.
Quémalo todo. El fuego purifica. El humo borrará sus pecados. Eliminará la maldad que dejó en nuestro hogar. Quémalo, quémalo, quémalo. Es la única forma de que nos deje en paz. Los suyos... Los suyos nos quieren. ¿No lo ves? Sigue ahí, en la noche. Camina comandado por ella. Por ella... Ella.
La chispa de la duda prende. Quizás las voces no se equivoquen. Tal vez sean las únicas que se atreven a mostrarle la verdad. Aquel pináculo inalcanzable y esquivo se le antoja más cercano. Ya no es un oasis en la distancia, frágil y borroso, sino algo casi palpable. La chispa se expande, aviva su ser, estimula sus sentidos. Sabe a sensatez al lamer sus cimientos, infectando sus sinapsis hasta que cada célula aclama las nuevas que las voces pregonan.
Genevieve asiente, fuera de sí. Corre por la casa y rompe las barreras para abrirse paso por las habitaciones, tropezando con las sillas que había colocado entremedio. Encuentra una pequeña caja de fósforos en uno de los desordenados cajones de la cocina. ¿Hace cuánto que no utiliza la cocina de forma apropiada? Desde que sus ayudantes habían abandonado la propiedad, no había probado una comida decente ni se había interesado en preparar una. Al fin y al cabo, tampoco había aprendido a hacerlo. Coser y bordar, tocar el piano, cantar con una voz dulce y afinada, leer y escribir a las chapuzas, servir en las labores maritales... No se la había instruido para más. De lo otro se podrían encargar sus comandados, le decía su madre. Siempre habría alguien que supliera su desconocimiento. Las tareas caseras no se designaban a muchachas como ella, delicadas y comedidas. Corteses y finas, de pieles níveas y suaves, sin marcas que dañaran el precioso mapa de sus cuerpos. Sin preocupaciones que perjudicaran y deterioraran el habitáculo de sus ideas y sentimientos.
La muchachita de antaño había desaparecido, devorada por los andrajos y la ruina. Genevieve marcha a paso precipitado, sin detenerse a observar el reflejo que devuelve el espejo ornamentado que se encuentra fuera de la sala principal. Deslucido, aunque transgresor. Viola todas las reglas acomodadas en los estantes de su historia personal y la de un pueblo que, desde su primitiva creación, había quedado enfrascado en sus propias costumbres. Lo extraño le es aberrante, como la imagen que ella presenta. Deshecha e inhumana. Repulsiva. Diezmada. Es el fantasma de lo que algún día supo ser. De lo que supo creer.
Sin inmutarse por aquello que no ve, coge la caja minúscula de cerillas y se la lleva consigo. El coro que habita en su mente apoya la decisión. Le brinda una idea o dos sobre cómo armar la pira, ya que nunca había hecho una. Entre letanías silenciosas de oraciones e improperios y aspavientos de tanto en tanto, sigue instrucciones que provienen de ese algo dentro de ella. No tienen sentido, pero no es de importar. El papel prende con facilidad. El fuego lame las orillas y devora lo demás en un parpadeo. La llamarada se amplía, se agranda, y está hambrienta de mucho más. Genevieve aplaude complacida, sus ojos brillosos como cristales. Cristales.
Sabe que todavía queda alcohol disponible para su uso. Sus gritos de júbilo siguen sus pasos cuando va a buscarlo, los tablones de madera resonando con cada uno de ellos, acompañando su grotesco cántico. Las botellas y escanciadores se acumulan entre sus brazos. Algunas caen y se estrellan contra el suelo, salpicando las patas de los muebles e incluso a sí misma. Eso no disminuye su contento. ¡Se irá de una vez! ¡Terrence la dejará! ¿Qué más puede pedir? ¿Qué importa si no recuerda lo que sucedió? Es un precio mínimo que pagar. Con gusto entregaría un puñado de minutos y otro igual de vestigios de remembranzas y experiencias a cambio de que él fuera obligado a partir. Sería solo un pequeño sacrificio. Sería su ofrenda para los dioses de los que gustaba renegar en soledad.
Vinos y licores se desparraman por las camisas, por el reloj horrendo cuyo tic-tac la desesperaba en las noches que había pasado en vela en el sofá, preguntándose cuándo volvería su esposo, un mar de años atrás. Cae por todos lados, crea charcos que las llamas captan con renovado interés. Se desparrama como la salud que abandona sus venas. Su aroma pungente asalta sus fosas nasales, perturba aun más sus sentidos. Es toda ella un río embravecido. Es ella, también, el fuego.
Pero lo que había sido maquinado como un incendio controlado se transforma en un ente con propósitos que a Genevieve le son ajenos. El salón principal es una tea viva, roja y ardiente. Escupe fogonazos que expulsan tanto a su creadora como a su mascota. Las arroja fuera, hacia otros cuartos donde el humo comienza a hacerse espeso. Minnie sufre de estertores que la inmovilizan por segundos valiosos que Genevieve no está dispuesta a desperdiciar. La dejará atrás. Tiene que dejar aquello que ha conocido, que la ha atado con férrea intensidad. Tiene que huir de esa pira infernal.
Es él. Él, que viene a recuperar su mando. Es él, no lo dejes entrar. Quédate y defiende tu hogar.
Las voces no desean que se vaya. Quieren que se quede a jugar. Quieren que se una a las cenizas y arda. Porque ¿cómo desaparecería Terrence si no lo hacía ella a su vez? Podría desterrarlo de su vivienda, y aun así sería eterno morador de su espíritu, encarnado en sus frustraciones, en sus pesadillas, en los ramilletes de sueños que había dejado ocultos en los rincones. Si la mansión caía, así lo tendría que hacer ella.
El fuego purifica. Así no podrá entrar. Genevieve, quédate... Necesitas tu pureza para luchar. No abandones tu hogar. Quédate, quédate, y no lo dejes entrar. Quédate con nosotros. Prometemos que no te dolerá.
—¡Callen! ¡Callen! No me dejan pensar... No me dejan... No me deja.
El parqué es suplantado por el lodo, la hojarasca y los tirones de las raíces expuestas como tendones entrelazados. Genevieve corre por el descampado, persiguiendo un horizonte seguro que sus dedos no logran alcanzar. Los demonios se arremolinan a su alrededor. La ahogan con sus vituperios, con su presencia agorera. Están en los huesos, colgajos de carne macilenta cubriendo parte de sus rostros deformes, ojillos pardos fijos en su figura. La arañan, vociferan, maldicen. Hacen lo imposible para que no pueda marcharse de Widow's Peak, para convencerla de que allí, y solo allí, podrá obtener lo que tanto desea. Pero ella no se detiene. Corre resuelta a través del pastizal y de la niebla que ha vuelto a ocupar Eastbourne en esa tarde otoñal. Corre sin mirar, sin dirección, sin alternativa. Corre porque ya no hay más. Es eso o dejarse estar, ver cómo de ella hacen un monstruo más.
Si tan solo pudiera ver todo con claridad... Ya es un monstruo más, aunque falta una revelación final. El acto que cerraría el telón.
Pero corre, porque piensa que se puede salvar. Que las voces pueden esfumarse, que su mente se puede recuperar. Que el toque de la oscuridad no la había mancillado, que Widow's Peak es lo que está mal. Y lo está, lo está. No obstante, lo que la recibirá es incluso peor.
El cementerio del pueblo está bajo sus pies. Choca con una de las cruces clavadas en la tierra fangosa y pierde el equilibrio al que tanto se aferra y del que depende sin más. Se desploma con brusquedad, ante la puerta de un mausoleo muy particular. Un ángel iracundo la observa con sus ojos vacíos, custodiando una puerta por la que no hubiera osado ni se dignaría a entrar. Tiembla ante la perspectiva de haber vuelto a donde había iniciado su descenso a la locura, aquella que no admite poseer. Extiende de manera tentativa uno de sus brazos temblorosos, su mano grisácea alzándose como una aparición. El mármol se siente frío y húmedo al tocarlo, tanto más de lo que ella podría soportar, mas con una textura que no se corresponde con la que debería ser la realidad. Sus dedos vibran, se estremecen, envueltos en una fina capa de cristales y suciedad. La temperatura a su alrededor desciende junto a ella en una espiral.
Y llora.
Llora ante la imagen idolatrada y pide perdón. Se santifica y solloza, en constante repetición, confundiendo cada palabra. ¿Qué ocurre con ella? Esto no es un minúsculo precio a pagar.
—Dime, Dios, ¿qué he hecho? ¿Qué he hecho para recibir tu desaire? ¿Qué debo hacer para recuperar tu amor y buenaventura? Lo haré todo. Sacrificaré lo que sea para entrar a tu reino. Como tu sierva fiel, pide y lo tendrás. Para mi Dios, en lo alto, alabanza en esta Tierra. Alabanza y ofrendas varias, como me sea ordenado. Dime, Padre, cómo debo continuar —dice casi sin pausa, inspirando una gran bocanada al terminar. Hace acopio de valor y de paciencia en pos de obtener una respuesta del Grandísimo que enaltece ahora, pero del que se ha burlado con asiduidad en tiempos mejores.
Sus pecados lo callarían, así tuviera cuerdas para hablar. Su falsa fe lo detendría antes de que su misericordia saciara su sed. Pero Dios no se encuentra en aquel lugar.
Como Ellis creía, ese Dios había abandonado Eastbourne mucho antes de que él, ella y cada habitante formara parte de su magnánimo plan, de su creación. Siglos atrás, había condenado esos acres a la soledad y lobreguez que trae la calamidad a cuestas. Había cedido el terreno para quien lo quisiera tomar. Y su hijo rebelde había cerrado sus garras en torno a él, clamándolo como propio y permitiendo a su reino aflorar.
Él único que la oiría sería, hasta el fin de sus días, Satanás. Los únicos que acudirían a ella serían sus siervos.
Mientras las luces se apagan y la necrópolis queda en penumbras, son ellos los que aparecen ante sus pedidos. Atraídos por su desesperación, la rodean en un círculo que estrangula su espacio personal.
Es el rostro de Terrence el primero en asomar entre los desconocidos, los malditos, mas no el único. Tiene compañía, una vieja conocida. Una amante, una amiga. Una creadora de vida.
Jezabelle camina con la seguridad de una fiera, como una presencia diabólica dueña del principio y el final. Y es aquello lo que ella viene a escribir.
Genevieve será su tinta.Terrence será su pluma. El cementerio, el testigo de la venida del mal.
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