4. El cantar de los muertos
Genevieve siente el pánico abrir sus alas en el centro de su pecho. Lo siente tocar cada fibra, consumir cada gota de oxígeno. Siente el embrujo y la condena al que la incertidumbre la somete. Los siente desgastar sus huesos. Siente tanto, tanto, y a la vez semeja ser una corteza arrastrada por el viento. Endeble y podrida, dejada a la benevolencia de los demonios reunidos en su mente. ¿Qué harían con ella? Lo debaten intensamente, entre murmullos y gestos quebrados. Genevieve no los comprende, como así tampoco comprende su realidad.
Había sido prometida el mar y las estrellas. Universos completos al alcance de sus yemas delicadas, hechas y rehechas por años sabáticos de preocupaciones escasas. Su familia la había educado para servir a su marido y responder de manera adecuada. Su madre le había enseñado los secretos de amas y señoras. Su padre la había castigado con dureza y dado el regalo de la sumisión. La sociedad había cantado para ella sus modales de cartón. La había cegado con sus colores brillantes, con lujos efímeros, mejillas sonrosadas y telas suaves de naciones lejanas. Terrence había jurado un amor sereno y duradero, propicio para ambos. La había envuelto en pasiones y deseos que le habían sido imposibles de contener. Sus compañeras de bailes y festines varios la habían instruido en el arte de los rumores, y la habían sumado a su fingida amistad.
¿Para qué?
El mar y las estrellas no están más cerca ahora de lo que lo estuvieron al venir a este mundo, pero sí lo está el Inframundo. Sus venas arden. Su corazón palpita de forma errática. Sus músculos lloran y se quejan, angustiados como nunca jamás. Sus piernas están entumecidas, sus brazos se desmoronan con extrema facilidad. Su cuerpo arrebatado se rebela ante su inusitada desazón. Ante una nueva enfermedad.
¿Cuántas horas han pasado? ¿Acaso fueron días? ¿Semanas? Quizás han transcurrido años. Ya no la sorprendería. Genevieve parpadea tratando de huir del estupor que nubla sus sentidos. En su memoria hay huecos, manojos de instantes que solo suman negrura en contraste con el blanco dolor. ¿Había estado dormida? No lo sabe. Cree oír una voz que se equilibra sobre la delgada línea entre lo conocido y el terror por conocer, pero se convence de que es otro desvarío. Uno más que añadir al ovillo de disparates que su mente maquina en su tiempo libre.
Esta vez, sin embargo, no es uno de ellos. La voz es real. Vibra a través de otro cuerpo, frente a ella. Un cuerpo que gesticula exageradamente, que entra en contacto con el suyo. Puede notar algo que se clava en su brazo derecho. Dedos. Son dedos que rasgan y se hunden en su piel, con demasiada fuerza. Con furia. Con odio. Necesita despertarse de ese sueño.
Pero cae en su red nuevamente, acarreada por fragmentos sueltos y sensaciones fugaces. Sus memorias la aguijonean, se burlan de ella al atraerla con la clase de promesas que Terrence le ofrecería si no estuviera plantado en su emporio de muertos.
Oye voces lejanas, de ultratumba.
Huele el ligero aroma húmedo del musgo, de la hierba en descomposición. De algo que prefiere no reconocer, pero que ha olido ya en el cementerio. La putrefacción que adorna la muerte se zambulle en sus pulmones y los estruja entre sus garras. El miedo zumba en sus oídos, tomando la forma de una figura que ha visto de refilón, al pasar.
Una mujer entre tinieblas, susurrando a su oído, relamiendo sus labios con su lengua viperina.
Detalles rojos ya borroneados en un corsé ceñido, salpicando una boca delineada por carmín mal aplicado.
Una amenaza que baila en plena oscuridad y aúlla invocando a los demonios.
Un escalofrío atraviesa su espina, trazando líneas de horror y espanto. La despierta de su ensoñación, aunque es quien la sacude aquel que rompe con el sortilegio.
—¡Genevieve! —La voz se rompe en sus oídos, en sílabas que puede desmenuzar. Sus ojos teñidos de horrores se fijan en el sujeto. La calma se esfuma por unos segundos que, si bien pocos, resultan ser suficientes. Ellis la observa con atención, reteniéndola junto a él. Pero la cercanía es más de lo que puede soportar por entonces. Se remueve inquieta bajo el peso de las palabras que no han sido dichas, de los motivos ocultos que los han unido esa noche.
Noche. Las luces se habían ocultado tras paredes y cortinajes pesados. Mientras su psiquis empantanada chapoteaba entre recuerdos, ira y confusión despiadada, los últimos rayos del sol se habían extinguido tras voluptuosas nubes cargadas de malos presagios. La bruma había hecho acto de presencia nuevamente, envolviendo Widow's Peak entre velos de misterio.
¿Qué hace Ellis allí? ¿Por qué no puede mantenerse anclada a esta realidad? Tan poco suya, pero la única que le corresponde. La única que conoce. La única en la que puede desenvolverse más o menos con destreza y desenvoltura, aunque su espíritu esté devastado por las circunstancias que atraviesa a esta edad. Si hubiera sucedido en su juventud, tal vez podría rehacer su vida. Podría encontrar un nuevo esposo, más apropiado. O, mejor incluso, podría vivirla con la independencia que siempre había soñado. El dinero podría conseguirlo con algún préstamo que su belleza le entregara como premio; lo demás se lo ganaría a pulso. La guerra había cambiado los roles que hombres y mujeres ejercían. Había abierto oportunidades que antaño se antojarían como fantasías. Y, si no hubiera alguna que le conviniese, se la fabricaría con gusto y honra, así fuese para irritar al corrillo de viejas chismosas y palurdos varios que rondan por East Sussex.
Mas ya no es joven y su belleza decae con el paso de los días. Debe reconocerlo, aunque le pese: en un sitio como Eastbourne, sin su juventud y aquella preciosura tan valorada unos pocos lustros atrás, no tiene chances. No tiene más salidas. Tiene una montaña de reproches con los que entretenerse, murmullos que aparecen en todos los rincones, miradas que no ocultan la pena ajena que un puñado sienten por ella.
La de Ellis, por el contrario, arde con el resplandor de la furia que ha sido alimentada con cuidada dedicación y cocinada a fuego lento. La atraviesa y parece llegar a lo más profundo de su ser, husmeando recodos a los que no debería tener acceso. La perturba. La pone en alerta, sacándola de golpe de su martirio por un segundo o dos.
¿Qué hace Ellis aquí?
¿Qué hace?
Se aprieta contra ella, tratando de llamar su atención. La pared que se encuentra detrás muerde su espalda y castiga su cuerpo ya lastimado. Sus energías danzan en un peligroso equilibrio que amenaza con dejarla fuera de juego, pero el pavor que surca sus venas logra que siga despierta y no sucumba al sueño. Porque no son más que sueños, ¿verdad? Todo debe tener una explicación lógica que todavía no logra hallar. Las vivencias de los últimos días habían hecho mella en su mente, por más que no quisiera admitirlo. Que su amor con Terrence hubiera acabado hace tanto nada tiene que ver con el afrontar su pérdida física. El negarse a que ello le importara no implicaba negar todo lo demás: una ausencia inextinguible y unas verdades que superan lo que Genevieve había estado preparada para enfrentar. Todo lo que había construido... Todo se despedaza en migajas entre sus manos y bajo sus pies.
¿Acaso Ellis venía a recogerlas? ¿Sería él otro buitre más a la espera de arrancarle sus ojos? A fin de cuentas, Terrence lo había criado bajo su propia ala. Siempre su sombra, en días apacibles y noches sibilinas, Ellis y Terrence parecían cortados con las mismas tijeras. A simple vista, Ellis le había resultado un calco burdamente garabateado de lo que su esposo era. Con el correr de los años y las mentiras, Genevieve había encontrado otros detalles. Detalles que no encajaban en el molde en el que los hombres de Eastbourne se habían asentado. Pequeños, insignificantes quizás, pero allí estaban.
Insignificantes entonces. Para ella, ajena a los secretos del menor de los Abbott. Para ella, una de las caras más visibles del pueblo, protegida por apellidos que cavaban tumbas desde la fundación. Para ella, envuelta en seda y terciopelo, tranquila en el refugio que el dinero y los pecados habían construido. No había tenido motivos para sentir miedo, para creer que aquello que su inconsciente había captado se convertiría en una presencia palpable, real, lista para ponerse en su contra. Lista para mostrar sus dientes y devorarla a ella.
Ellis no es quien dice ser y nunca lo fue. Ellis es un peligro que debería haber evitado. Ellis es el peligro del que no podría escapar, no en aquel estado. No sin su Terrence. Por mucho que lo odiara, él la había mantenido a salvo de sus siniestras intenciones.
—No tienes que estar aquí... ¡No tienes que estar aquí! ¡Vete! —grita como si alguien más la fuera a escuchar. No hay nadie allí, solo ellos. Solo el vacío, lo que otros habían dejado atrás. Sus padres habían vuelto a su propiedad ni bien el sepelio se había dado por finalizado. Sus sirvientes no habían tenido que oír más que el millar de deudas impagas que su amo había dejado caer sobre los hombros de Genevieve para convencerse de que ella no podría pagar ninguna de ellas y que, por consiguiente, ellos tampoco obtendrían ni un penique. Solo su ama de llaves se mantuvo reticente a marcharse, pero lo hizo finalmente. La había obligado a ello, y se arrepentía de haber tomado esa decisión apresurada, aunque ella no hubiera podido intervenir para salvaguardar su honor en un instante como este.
—¿O qué? ¿Tu marido se va a atrever a echarme desde su tumba? ¡Estás sola y perdida, Genevieve! Ya no tienes quién te proteja. Ya no tienes a nadie, más que a ti... —Su mirada se centra en la de ella, la cala en lo más hondo. Es perturbadora y le hiela la sangre, la convierte en frío que congela sus carnes—. Y tienes la suerte de que sea a ti a quien quiero. Mira, hasta podemos hacer un trato... ¿Qué te parece? Terrence me debía dinero, como le debía a todo el mundo. Eso ya debes saberlo, ¿no? Debes haber encontrado alguno de sus cuadernos. Y, si no lo has hecho, ocurrirá pronto. Pero podríamos arreglarlo entre nosotros. No tienen porqué enterarse, Genevieve. —Su agarre es tan férreo como en un principio, pero su expresión había cambiado. La locura anida en sus iris y dilata sus pupilas, dejando sus deseos al descubierto. Una sonrisa fiera se extiende por su rostro hasta desfigurarlo. Pero ella no quiere ver. No quiere lidiar con ello. No puede.
Había esquivado sus avances con el poder de un anillo en su dedo y de dos apellidos en planeada unión. Y ese poder había llegado a su fin.
El desdén que maquilla el rostro de Ellis ante la falta de respuesta no hace sino aumentar su preocupación. Consumido por sus impulsos y sin algo que lo contuviera, ella está a su merced. Indefensa. Y lo odia. Maldita su situación, siempre definida por su alrededor, por el hado del destino y las influencias ajenas. Maldito sea Eastbourne, con sus habitantes remilgados y sus sonrisas acartonadas. Malditas sean sus reglas y sus costumbres y el baile interminable de secretos y engaños. Maldito él y maldita ella en ese estado.
Maldita serás. Ahora y siempre. Maldita serás.
Maldita.
Maldita.
Maldita.
Algo se rompe en su interior y las voces braman sin control en su cabeza. Las emociones caen en cascada y se anudan entre sí, tirando de ella directo hacia el precipicio. A través del yermo y de los peligros, cruzando por el río de sus sentimientos encontrados, del horror y del alivio. ¿Debería entregarse a la marea o luchar? No tiene opción. Un último grito escapa de ella antes de que todo parpadee una, dos veces... Y luego se vuelve negro.
La gloria de un pasado salvaje asoma en Widow's Peak. Las luces de la casa se encuentran apagadas, sin manos que se dediquen al hastío de prenderlas por cada habitación. Pero no se las extraña. No hacen falta. Afuera, en el pastizal y bajo el amparo de la fecha más extraña, se enciende una hoguera.
El fuego crepita en el centro de la tierra, azuzado por cánticos que poseen magia propia, interna. Su idioma es arcaico, proveniente de otra época, una que los humanos no recuerdan. Solo las criaturas de la noche lo reconocen, lo manejan, entretejen sus palabras y recurren a sus secretos. Despiertan rituales ancestrales en el ocaso de las esperanzas, escondidos tras las cenizas y el putrefacto aroma de la venganza.
Hay una hoguera y, junto a ella, un muerto. Uno que se estremece, se retuerce y respira. Se oye el retumbar de su caja torácica, el crujir de sus huesos, el vibrar de su voz cavernosa alzándose a través de un órgano cadavérico. Está despertando.
Están despertando, todos ellos.
El vacío se reabre, se estira, los expulsa de sus entrañas. La tierra canta y los devuelve a este universo. Es su momento.
Su madre los ha llamado.
Porfin, se acaba su tormento.
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