2. El martirio de los vivos
La lluvia no amaina. El viento se enlaza a las ramas, envuelve las pasturas, se encarniza con la casa de la que Genevieve no piensa partir. Se encarniza, también, con sus antiguos ocupantes.
El ama de llaves es la última en salir, haciendo acopio de valor y fuerzas para mantenerse estoica ante tremendo golpe del destino. Hacía años que trabajaba bajo el ala de los Aldridge y se sabía pieza fundamental de Widow's Peak. Descubrir que no lo era, que su presencia era prescindible, constituye un castigo que no podría soportar. ¿Qué haría ahora, sin hogar y sin labor? ¿A dónde iría? Lo mismo se preguntan quienes esa tarde de otoño habían sido echados de la residencia.
Genevieve lo lamenta —más por ella que por ellos—, pero no tiene otra opción. El dinero dilapidado por su esposo era lo que mantenía a Widow's Peak en funcionamiento. De él ya solo quedan migajas que apenas cubrirán los gastos que ella tenga durante el resto de su vida. Si acaso, podría evitar que la casona colapsara bajo el peso de sus años, de los eventos que en ella habían tenido lugar y de aquellos que están por ocurrir.
Quién la hubiese visto y quién la viera, una propiedad salida de un cuento de hadas convertida en un error de las épocas que corren. Una vez, en lo que se antoja como una existencia pasada y demasiado lejana para comprender, los jardines florecían y explotaban de colores que maravillaban al ojo humano, incluso al menos entrenado en visiones de ensueño. Los pisos de cada cuarto relucían, la luz invadía cada rincón, los límites parecían desdibujados. Atrás quedaba ese encanto. Parte de la glorieta ubicada al este yace derrumbada, y lo que queda en pie se encuentra en el más calamitoso de los estados. Las malas hierbas ganaron la batalla y las enredaderas trepan por el cemento y la madera, sin hacer distinción. Las grietas craquelan la fachada y osan extenderse centímetro a centímetro, asesinas silenciosas del lujo con el que se supo construir. El agua se filtra a través de ellas, se asienta en los cimientos, enferma cada habitación. Manchones de formas diversas decoran los techos y mantienen a Genevieve entretenida.
Ya no queda nada. Ya no queda nadie. Está sola en territorio olvidado, sin esposo, sin padres, sin hijos. Su futuro es un cúmulo de tierra a la espera y el abrazo helado del desamparo. Busca la compañía en interminables citas con la vista que se aprecia desde el ventanal del lado sur, en lecturas tediosas de libros carcomidos que no fueron leídos con anterioridad. Minnie, la única fox hound superviviente del grupejo de perros de caza del que Terrence solía jactarse, no ofrece demasiado dada su avanzada edad. Se queda tendida al calor del fuego y poco más puede hacer entre sus dificultades para caminar y el suave silbido que provoca su respirar.
Eso es todo. A eso se redujo su vida. A transitar por los pasillos que acostumbraban recorrer otras personas, a rememorar los bailes a los que había asistido, a revivir los instantes de esplendor y lujuria acompañados de los ecos resonantes de un amor marchito. Sin Terrence, Genevieve estaba relegada a esto, a la pesadilla de cualquier mujer de respetable cuna. Primero, tuvo que sufrir en silencio las afrentas de un marido que corría tras las faldas de cualquiera menos ella, un secreto a voces que la colocó en un pedestal para las burlas y la comidilla del pueblo. Segundo, le había dejado una suma insultante de libras esterlinas luego de haberla apartado de su propia familia, a la que ya no frecuentaba. Y, tercero, la confinó a aquel sitio separado del común de la gente de Eastbourne. Gente que no pagaría una visita de cortesía ni aunque los llevasen a puntapiés a la puerta de Widow's Peak. Genevieve lo había aceptado: ella no era ni es de interés, no sin estar bajo la sombra de Terrence.
Y su sombra es lo que quiere desterrar. Invierte horas explorando aposentos tan vacíos como se siente ella, tomando aquellos objetos que pueda relacionar con su esposo muerto. Los acumula con paciencia y dedicación, hasta que la mesa del salón comedor rebosa de ellos. Camisas finas desbordan hacia los costados, apisonadas por relojes, zapatos desgastados, papeles inútiles, frasquitos de tinta de larga data y plumas fuente aun más viejas. En el nivel superior de la pila se hallan otras prendas, galeras y sombreros antiguos, cartas del siglo pasado y memorabilia de la que, si no fuera por su búsqueda incesante, no hubiera tenido conocimiento.
Es un montón considerable que Genevieve analiza con detenimiento. Revisa los puños de las camisas que están a su alcance y olisquea los cuellos, algunos rozados por el uso indiscriminado. Nota unas pocas manchas, aquí y allá, causadas por la humedad y el encierro. Otras prefiere no examinarlas más allá de un simple vistazo. El carmín es inconfundible y no requiere de estudios prolongados. E indudablemente pertenece a Jezabelle.
Sus labios se convierten en una mueca desagradable de piel arrugada y reseca mientras tironea de la tela con brusquedad. Tironea de ella hasta que consigue arrancar un jirón que descarta con presteza y pisotea con exagerada parsimonia. Pero no está conforme con ello. Un gesto tan vano, del que nadie tendrá noticia, no aplaca la furia que mantuvo cocinando a fuego lento en los últimos años. En silencio, mordiendo su lengua, callando en cada oportunidad que su alma aullaba... Romper una camisa solo es un acto caprichoso y fútil que resalta su propia insignificancia. No le devuelve la juventud, no se lleva consigo el daño que le fue causado. Su honor y su dignidad no se encuentran renovados. Es la ira la que sí lo está. El rencor hace que su corazón lata con el ímpetu de antes de siquiera haber conocido a Terrence.
Terrence, Terrence, Terrence. Su amor y su tormento. Su creador y su verdugo. Su todo en su momento. Un desliz que no debería haber cometido, un deseo que no debería haber tenido. Maldice el día en que lo vio por primera vez, enfundado en su traje de paseo. Maldice, también, la ocasión en la que los presentaron formalmente. Tonta ella, que tenía ilusiones dignas de una jovenzuela como Catherine, incluso cuando sabía de muy buena mano que los hombres no siempre eran de fiar. En especial aquellos apuestos y con dinero, quienes se creen dueños del universo, de cada grano de tierra, de cada individuo. Debería haberlo predicho. Debería haber elegido otro candidato. No lo hizo.
Anoche había sido motivo de dicha y de celebración. Hoy... Hoy es otro cantar. Otra historia. La suya, enrevesada y cargada de frustraciones, de esperanzas relegadas, frases nunca dichas, sueños que jamás se cumplirían, pesadillas que la alzan a horas indeseadas, pensamientos que la colman de congoja y de necesidad. Necesidad de libertad, de cobrar venganza. Una venganza que no parece ser suficiente, así sea la última respirando en Widow's Peak. Así se haya quedado con las migajas. No suplen los años de desgracia.
Objetos varios se desperdigan por el suelo, algunos rompiéndose ni bien lo tocan. Genevieve observa incrédula su mano, como si esta hubiera cobrado vida y hubiese seguido sus instintos. La adrenalina le da un empujón extra y vuelve a dejarse ir. Galeras y relojes, palabras clandestinas, papelería arrugada, sobres cuyos emisores ella apenas conoce, esencias de difuntos y de vivos no tan vivos: cada uno rueda, se disemina, se derrama, se rasga, se pierde bajo muebles y rincones oscuros. El crepúsculo ha llegado sin que Genevieve lo note, echando su manto de penumbras espolvoreado con el fulgor de las estrellas. Afuera se oye el gorgoteo del agua escurriendo y, en el horizonte, se otea el fragor de una tormenta renovada. Pero ella está inmersa en la realidad que su mente construye para lidiar con las verdades que el mundo se empeñó en negar u ocultar.
Y resulta brindarle una sensación maravillosa, si bien fugaz. A falta de un cuerpo que martirizar, podía acabar con aquello que le había sido vedado y lo que le habían impuesto como obligación de mujer casada. ¿Quién iba a detenerla? ¿Quién acallaría sus cánticos y delirios? ¿Acaso su madre pondría el grito en el cielo? ¿Sería su padre quien interfiriera? Ellos no están allí para meter baza ni formular queja alguna. Toda su vida había sido entretejida por ellos. Desde niña, lo que fuera de ella había sido preescrito por sus padres. Vestidos, peinados, modales, clases limitadas a los intereses hogareños; buscar un marido, casarse, tener hijos... Un mandato tras otro cayendo sobre sus hombros, hundiéndola, hundiéndola, pujando para acabar con los brotes de pensamiento propio. Ideas peligrosas, eso eran. Tenía que cumplir con su deber. Tenía que ser ejemplar.
—¡Mantener las formas! ¡Comportarme como una dama! —Genevieve brama y se ríe. Las lágrimas hacen su entrada triunfal, mas no son de tristeza. Son la combinación perfecta de una alegría forzada, de una locura que comenzaba a surgir de las zonas más recónditas de su ser y del resentimiento acumulado en los confines de su figura—. ¿Y él qué? ¡Él qué! Él podía hacer lo que se le antojara, ¿verdad? ¿A quién le importaba? Mientras hubiera dinero por rapiñar, los cuervos se mantendrían cerca. Y ahora alzaron vuelo porque no hay entrañas que engullir, no hay carroña que devorar. —Continúa su retahíla en borboteos de lucidez y desvarío. Camina en círculos, revuelve su cabello azabache, juguetea con el sencillo atuendo que ha escogido por la mañana.
Como un alma en pena, desligada de los mandatos sociales por preciosos minutos que no quiere dejar escurrir entre sus dedos, permite que sus pies la guíen a través de espacios sumidos en sombras. Una lámpara de querosén parpadea en el cuarto de estar, iluminando vagamente el desastre que su arrebato ha creado. Pero ella no lo ve como tal. Es un quiebre fundamental. Una revelación inesperada de rebeldía consumada. Es una obra de arte, una expresión pura de que ella está allí, de que vive, de que sangre fluye por sus venas y alimenta a un espíritu que había permanecido prisionero. Es el sabor de la libertad.
Recuerda entonces el armario donde Terrence guardaba sus licores y otras bebidas de esencia demoníaca de las que nunca fue devota. Quizás, solo quizás, se debiese a que no se le permitía acercarse a ellas. De vez en cuando, en ocasiones contadas y esporádicas, se le otorgaba una medida que alcanzaba para mojar sus labios. Pero Terrence prefería que ella no probara una gota. Que dejara en sus manos el perder sus inhibiciones: ella debía quedarse con todas, por el resto de sus días y el resto de sus noches. Su muñeca de porcelana, bellamente arreglada, no debía hablar ni hacer lo que su esposo no le indicara.
Entiende el porqué de su control. Si hubiese caído bajo los influjos del alcohol, ¿qué horrores habría sido capaz de revelar? Terrence era inadecuado en un sinfín de tópicos, mas sabía protegerse a sí mismo. Sabía guardar las apariencias cuando eso era necesario. Y resultaba ser que siempre lo era. La imagen ofrecida al público visitante no debía tener mancha ni grietas en la pintura fresca.
Sonríe, Genevieve, sonríe y se buena. Compórtate como una damisela.
—¡A tu salud, Terrence mío! —exclama luego de servirse el líquido ambarino de uno de los tantos decantadores que había guardados. Gotas salpican del copón de cristal que ha llenado hasta rebalsar y parte de la bebida se derrama al llevarla a su boca. Olvidada la timidez y el temor, da tragos largos que hacen que su lengua chispee y que su garganta arda. El sabor la espanta y nubla su pensamiento ya alterado, dándole impulsos nuevos.
Bajos. Extraños. Definitivamente fuera de lo acostumbrado. Deja que su risa resuene y que los ecos invadan Widow's Peak. Bebe y se entrega al abandono, destrozando sus sentidos con cada copa que agota. Su cuerpo se estremece, exaltado, y la madrugada la invita a más. Y ella lo acepta, dándole la bienvenida a la posibilidad de ser ella misma bajo el amparo de las tinieblas.
Widow's Peak se entrevé a largos metros de distancia, oculta bajo una espesa niebla de algodón y escarcha. Es la hora más oscura, aquella en la que los espíritus salen a vagar por un mundo que ya no es suyo, en la que las almas en eterno conflicto asoman y campan a sus anchas por territorios desconocidos. Entre ellas, por algún motivo, se encuentra Genevieve.
Rojo y negro se revuelven y entreveran en sus manos, en sus pies, en el dobladillo de su pollera. Camina descalza, guiada por voces de ultratumba que la sumen en un trance del que no puede desligarse. Avanza al son de palabras siniestras, alumbrada por el filo de luna que brilla sobre Eastbourne. Los hilos de independencia que la manejaban han caído en las manos equivocadas y tiran de ella, la atraen a tierras sagradas que han sido mancilladas por la presencia de seres que no deberían estar allí.
Genevieve no es consciente de nada de lo que sucede. Como una marioneta, un ente sin discernimiento alguno instigado por aguijonazos en la negrura de sus vísceras, tropieza con ramas caídas y se arrastra por el barro. Termina gateando, abriéndose paso a través del agreste paraje que rodea la propiedad. Se incorpora al encontrar un punto de apoyo y marcha directo al cementerio, su mirada perdida y blanquecina, sus extremidades temblorosas. Su cabello enredado, avivado por el viento que sopla sin descanso, azota su rostro con virulencia. Pero ella no lo siente.
Genevieve... Ven, ven conmigo. Maldita serás por cien existencias y un millar de eternidades. Ven. Rescata a tu amado. Ven.
Ven.
Vuelve a tu hogar.
A su tumba.
Se divisa una silueta difusa a unos cuantos pasos que se acortan con celeridad. Alta, eso no puede discutirse, enfundada en un vestuario impropio de ese tiempo, vaporoso e intrincado, con detalles que escapan al ojo humano. Al acercarse, se distingue que es femenina, pero su rostro sigue escondido tras un velo similar al que Genevieve utilizó en el funeral de su esposo. No se mueve. No parece siquiera que respire. No semeja a alguien que pertenezca a este plano.
Maldita serás, por los siglos de los siglos, ahora y siempre.
—Amén —susurra Genevieve en pleno estado de sugestión forzada. La otra mujer suelta una carcajada terrorífica, una que podría crispar los nervios de los soldados británicos que combatían en el extranjero. Extiende su mano hacia ella, arañando sus brazos y desgarrando sus mangas. Uñas largas y afiladas deshilachan el paño manchado, hurgando hasta rozar la pálida piel de Genevieve. No contentas con ello, avanzan a través de la brecha que crearon y perforan su frágil carne. Se clavan en ella y la escarban, provocando que sangre rezume de la herida. De un bordó oscuro, apenas contrasta con aquello que ha causado la lesión, que más pronto que tarde adquiere un color parduzco.
—Lo buscarás, Genevieve. Lo buscarás y lo liberarás de su yugo. —La voz punza sus oídos. No está en su mente: es real y escalofriante. Una lengua viperina lame su lóbulo y desciende por su cuello. Se aparta momentáneamente para reunirse con el líquido ferroso que continúa manando y filtrándose en la tela. Lo saborea, lo degusta, absorbe todo lo que puede de él—. Lo traerás a mí. Y él se encargará de ti, Genevieve.
La mujer desaparece de forma repentina, dejando tras de sí el perfume de la muerte y a una nueva víctima desmadejada en el campo abierto.
El alba despunta acompañada del cantar de un pájaro solitario. El sol vuelve a esconderse tras nubes bajas de distintas tonalidades de gris, amenazando con invocar una nueva tormenta.
Y Genevive, por fin, despierta. Entre pasturas heladas y restos de tierra blanda, recostada de manera inapropiada a un universo de distancia de su cama, donde debería haber despertado esta mañana. Trata de recordar qué ocurrió en las últimas horas en las que no ha sido dueña de sí misma, pero sus memorias son inservibles. Más allá del regusto a bilis y del punzante dolor en su antebrazo, más allá de la mugre impregnada en su vestido y de la sensación de que algo siniestro ha arribado a Widow's Peak, no queda nada. Solo miedo.
Atroz y tan fuerte que se imprime en sus facciones y cala hondo en su mente. Recorre cada fibra, se asienta en sus tejidos, en músculos gastados, en huesos quebradizos. Es un milagro que se recomponga lo suficiente para levantarse, cuando todavía la aquejan un centenar de padecimientos no del todo claros. El manejo de su cuerpo se le antoja extraño, una tarea mundana transformada en un castigo divino que le causa el mayor de los daños.
Se incorpora y prueba sus extremidades con cuidado. Se mueve como un insecto vadeando un territorio anegado, tratando infructuosamente de deshacerse de aquello que lo retiene. En multiplicidad de ocasiones cae de nuevo al barro, lloriqueando ahora que nadie puede ver. La embarga la desesperación y el espanto. Las ínfulas que poseía el día anterior se han borrado por completo y a su paso dejan una turbación que la fulmina con los estragos que causa.
Mira a su alrededor, aterrorizada, sus cabellos pegándose a su rostro. Gotas gruesas caen de un cielo encapotado que trata de transmitir un sencillo mensaje.
Corre.
Y, de alguna forma, lo hace.
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