Capítulo 33. «Enemigos desconocidos»
Zedric notó el momento en que Calum y Amaris desaparecieron de la multitud. Trató de seguirlos, pero, cuando giraron hacia el círculo de las rosas, Calum volteó a mirarlo y le indicó con la mirada que lo estaba observando, y que no quería que lo siguiera.
Así, Zedric no tuvo más opción que volver a la fiesta. Los vió regresar quince minutos después, ambos visiblemente distintos. Parecían nerviosos, más también se podía notar que sabían algo que él no sabía por la manera en que desviaban la mirada de un lado al otro, o por la energía que desprendían, una especie de combinación entre los poderes de Calum y Amaris. Era una esencia apenas distinguible, pero ahí estaba, podía significar mil y una cosas distintas.
Entonces, tan pronto como notó aquello, también se percató de que Amaris había formado un escudo en su mente. Un escudo nuevo, uno que no era de él, y que la mantenía cerrada y oculta de los demás.
Ella fue directamente hacia él, ignorando las miradas curiosas de todos aquellos que la rodeaban. Se acercó, le tomó la mano, y dijo:
—Calum y yo hemos hablado. Está bien, no te preocupes por eso.
—Créeme —fue lo que él contestó—: Me preocupo más por ti que por él. Calum suele ser duro. Cruel, no medita lo que dice ni lo que hace. Temo que pueda hacerte daño.
—Quiere ayudarnos, a todos. Me ha enseñado a hacer un escudo en mi mente, hemos viajado al pasado y hemos visto cosas que no podrías creer. Nunca creí que hacer un escudo fuera tan fácil. Simplemente es como hacer una barrera de hielo, pero en mi mente, con magia. Sentir que mi magia tiene forma y color es algo nuevo.
Zedric apretó los labios. Todo ese tiempo había estado haciendo escudos para él, para los demás, pero no había pensado en compartirlo porque no entendía como otras personas podían utilizarlo. Se sintió inútil hasta que recordó el hecho de que Calum era prácticamente un dios, y eso cambiaba completamente las cosas.
Varios miraban. Aún cuando estaban en una zona alejada del centro del movimiento, (por dónde estaban las bandejas de comida, y las mesas para cenar), y se habían posicionado en la entrada a aquella zona del jardín, cerca de la banda y la pista de baile, eso no evitaba que sus miradas se concentraran en ellos desde lo lejos, tratando de leer, entender algo.
Las cosas habían cambiado desde el inicio de la guerra. Los sabios y personas poderosas no tenían reparos en espiar y mover en la mente de las personas, y una lucha de poderes se movía lentamente, aún por debajo del agua.
—Amaris, estamos en esto juntos, y lo estaremos aún más después de casarnos. Incluso desde el momento en que el sabio selló el círculo de fuego, comenzamos a ser uno. Somos uno. ¿Estás consciente de eso?
—Sí, pero...
—No te pido que me digas lo que has descubierto, confío en ti y en tú criterio, y sé que tanto tú como Calum abrirán sus bocas en el momento preciso. Simplemente te pido que... —suspiró, tocando su mejilla por debajo del velo y llamando la atención de varios nobles que, sorprendidos por la familiaridad de la pareja, no pudieron enmascarar su curiosidad—. Que estés tranquila. Quiero que estés bien, que seamos un equipo, uno muy bueno.
—Lo somos —contestó Amaris, una pequeña sonrisa ladeada en su rostro—. Ahora, bailemos, antes de que la mirada de tú antigua prometida comience a ponerme los pelos de punta.
Era cierto. Toda la noche Zedric había percibido los pensamientos enojados y sustanciosos de Elina yendo y viniendo hacia él. Ella lo hacía a propósito, haciéndole saber lo enojada que estaba. Sin embargo, los pensamientos que sentía en aquel momento no eran de furia y enojo, sino de anhelo. Anhelo por una relación como aquella. No que fuera Zedric, sino que pudiera encontrar alguien más, alguien con quién se viera de aquella forma. Que parecieran enamorados, hechos el uno para el otro.
🌙🌙🌙
Salieron hacia la guerra la mañana siguiente. Amaris aún llevaba ese molesto velo en su rostro, deseando quitárselo desde la noche anterior cuando, antes de dormir, había tenido que acomodárselo alrededor de su cuello, así para que no se moviera o desprendiera en la noche. Tenía a una sirvienta observándola dormir, lista para acomodar el velo en cualquiera momento peligroso o para atestiguar de que, o bien había permanecido bien en su lugar, o bien había conseguido moverse.
Nunca había escuchado de un compromiso que fuera cancelado porque la novia había dejado el velo caer de su rostro, aún así, Amaris le mandó al agua que se convirtiera en hielo para mantener firme aquel molesto velo, así asegurando la estabilidad de su futuro matrimonio y estancia en el Reino Sol. Al día siguiente, cuando la caravana estuvo apunto de avanzar, y todos se reunieron en la explanada para escuchar las finales de despedida del rey, el agregó lo siguiente a su discurso.
—Hoy, nos unimos con un mismo propósito. No es la lucha la que comienza, sino que, y aún más importante, es cuando demostramos lo fuertes que podemos llegar a ser, es cuando debemos estar dispuestos a cualquier cosa, a adaptarnos con un mismo propósito, ganar. ¡Corceles!
Aquello indicó el arribo de corceles y carruajes, todos guiados por oficiales de la caballería real. Un corcel en particular, de color crema, dorado y brillante, un palomino, llamó su atención. Era alto, grande, y lucía mucho más arreglado que los demás, con aquellos adornos brillantes en su crines y patas, y el porte, diferente a los demás.
Zedric, que la tomaba de la mano, dijo:
—Ese es el mío, Lucán. Tenía tiempo que no lo veía.
Zedric se adelantó y subió a su corcel. Recibió grandes alagos y exclamaciones del público lejano, aquel que observaba a puertas del palacio y solo creía que la caravana saldría de viaje, tal vez de gira.
Zedric y el corcel parecían uno. Parecían entenderse de una forma casi antinatural. En el Reino Luna no se tenía tanto amor por los caballos. Casi todas las expediciones se hacían a mar abierto, o se iba de viaje en carruajes, sin cabalgar explícitamente o hacer torneos de lo mismo. Les gustaba la caza, correr, y sí, montar, pero no lo hacían mucho, ni implicaba hacer alarde de ello. Era más bien una herramienta de lucha.
Así, cuando un brillante y negro corcel apareció en escena, Amaris no esperó que fuera para ella.
—Es un regalo para ti, nuera —dijo el rey.
Ella, sorprendida, se acercó y tocó la melena del que ahora sería su corcel, propio. Era negro completamente. Tenía su melena y cola con el cabello largo y esponjado, aunque obviamente peinado por la ocasión.
—Puedes ponerle como desees —dijo Zedric desde el otro lado de la explanada—. Pero tiene que ser antes de que lo montes.
Amaris tragó hondo. Observó largamente a su corcel, tratando de decidir. Era precioso, estético, delgado y musculoso al mismo tiempo. Era negro, como el cielo cuando ni la Luna se ve en él. Negro como el mismo cabello de Amaris.
—Tempestad —acarició su melena, suave, larga—. Se llamará tempestad.
— Nevhita según la lengua de nuestros antiguos padres —dijo el rey, como mandándole que le pusiera así —. Aquí no puedes llamar a los caballos conforme a la lengua que hablamos normalmente. El nombre de tú corcel es demasiado sagrado para eso.
—Nevhitas es un buen nombre —concordó ella—. No tengo problema con él.
—Siendo así, y ya nombrada, puedes montarla.
Ranik se adelantó para ayudarla. Había estado a su lado todo ese tiempo, ayudándola a prepararse, hablando tanto con ella como con Piperina. Él también había notado que ella tenía algo, que sabía algo nuevo, pero no se lo había hecho saber, sino que, antes de que se fueran, le dijo:
—Actúa con precaución, hay muchos observando, y un escudo no siempre es suficientemente bueno como para ocultar los secretos.
Amaris lo abrazó. Él rodeó su cintura, dejó que ella se apoyara en él, y la escuchó cuando dijo:
—Gracias.
—Solo quiero saber que estás segura, que él no te está obligando.
Y, solo con eso, habían cambiado de tema. Ranik tenía cierto aire inseguro y preocupado en su rostro, más Amaris no ayudó mucho a calmarlo, contestando:
—No hay otra opción. Si estoy aquí, si consigo que mi pueblo no resulte tan afectado, entonces eso es suficiente. La guerra es inevitable, lo supimos desde el principio, y aún cuando intentamos evitarla, nos sigue. Lo que importa es que ganemos, que ganemos lo más que podamos.
Ranik y Amaris se separaron entonces, y tomados de las manos fueron hacia la salida del palacio. Justo antes de salir se habían separado, pero el sentimiento de tenerlo cerca seguía ahí, y aumentó aún más cuando lo vió cerca de ella, listo para ayudarla a subir.
—Cuidado —dijo, tomándola de la cintura. Amaris exhaló, dejó que él la ayudara a impulsarse e intentó, a duras penas, parecer grácil y elegante. Ya cuando estuvo arriba, los sentimientos que tuvo fueron del todo contradictorios. Ese caballo era distinto al de su hogar, más grande, más fuerte, listo para matar. Eso la hizo sentirse intranquila. Por su parte, también se sintió libre, fuerte, poderosa. Pero eso no le gustaba porque sabía lo que el poder podía llegar a hacer.
—¡Ahora, avancemos! —mandó Zedric sacándola de su ensoñación. Así comenzó el viaje, con un nuevo amigo para Amaris y una extraña sensación de que algo la estaba persiguiendo.
La caravana avanzó por las calles de la ciudad con mucha extravagancia y fanfarria. Amaris se sentía bien yendo sobre Nevhitas, que era delicado y grácil, mucho más fácil de mandar que los caballos de su reino y, también, hecho específicamente para ayudarla y verse bien.
Zedric iba a su lado. Juntos saludaban a la población, sonriéndose entre sí y de ves en cuando tomándose de las manos. El pueblo parecía quererla, despidiéndola con emoción latente. Siendo así, salieron lentamente hasta que llegaron a las puertas de la ciudad. Entonces Zedric ajustó las riendas, y preguntó:
—¿Se siente diferente, verdad? ¿Nuestros caballos son más ligeros?
—Lo son —contestó Amaris. Zedric sonrió ladeadamente, divertido.
—Ahora, correremos. ¿Estás lista?
—Lo estoy —contestó Amaris con diversión. Ajustó sus riendas también, entonces comenzaron a ir a galope, rápido y sin descanso.
Aquello realmente fue una experiencia relajante y liberadora. Amaris se deleitó al sentir su cabello volar, el impulso del viento y la sensación de que el velo no estaba con ella por lo mucho que se alzaba, dándole un poco de aire libre. No corrieron mucho antes de llegar a la frontera, justo frente al bosque encantado. Zedric, que iba adelante, fue el primero en detenerse. Al verla llegar le dijo:
—Siempre he tenido muchas dudas respecto a este bosque. Es tan bello, tan salvaje, y marca una división, al mismo tiempo, muy marcada entre nuestros pueblos. Creo que podríamos aprender en vez de temerle.
—Este lugar es muchas cosas —contestó Amaris mientras trataba de mantener a Nevhitas tranquila, parecía nerviosa e intentaba retroceder—. Es peligroso, sino Nevhitas no reaccionaría así.
—Es porque le temen a las grandes bestias que abundan ahí —contestó Zedric, divertido—. Pero ahora, con este poder que tenemos, no hay bestia que pueda vencernos, y yo le he enseñado eso a Lucáhn. Por eso el no teme.
Nevhitas seguía nerviosa. Amaris seguía intentando calmarla cuando la mirada de Zedric cambió, volviéndose intensa, seria, curiosa.
—Ella no está huyendo, más bien quiere, entrar. Puedo verlo en sus emociones. Los caballos no piensan como nosotros, más, aún así, desean, sienten, y son influenciados por fuerzas grandes que incluso nosotros no conocemos. Ella quiere enseñarte algo, lo veo en sus ojos.
—Dejaré que me guíe, entonces —farfulló Amaris, temerosa. Realmente quería saber que es lo que estaba llamando a Nevhitas, pero también sintió que algo, una especie de miedo, una sensación de incertidumbre a lo desconocido, se infiltró en su ser.
Amaris ajustó las riendas, dejando que Nevhitas la guiara. Entonces entraron al bosque, yendo en línea recta hasta que chocaron contra un ancho y caudaloso río. Había escuchado de él, era la fuente de muchas leyendas.
—El río Sabornnah —dijo Zedric.
—Es más arriba —contestó Amaris—. Puedo sentirlo.
—¿Puedes sentir qué? —preguntó Zedric.
—No lo sé —Amaris bajó la mirada, apretó los labios, y frunció el ceño. Ni siquiera se había dado cuenta de que aquella energía también la estaba llamando a ella. Solo dejó que Nevhitas la guiara, así hasta que llegaron al pie de una cascada en la cima del río. Era magnífica. Una montaña altísima, una parte que no era solo bosque, sino que también parecía selva.
El bosque encantado no lo tenía todo de bosque encantado. Había partes más cálidas, más salvajes, selváticas. Aquella parte era más selvática. Había palmeras, árboles altos, helechos grandes y salvajes, los cuales tenían la forma de un rostro, el rostro de una mujer. Se veía salvaje, etéreo, mágico, y desprendía una energía que apenas si podía soportar.
Sus sentidos se avivaron, pudo sentir cada gota de agua cercana, escuchar, ver más. Aquello era mágico, mítico, ese era el rostro de la naturaleza.
No, el rostro de la naturaleza era el de Erydas. Su propio padre. Aquello hizo que Amaris sintiera escalofríos, que saliera de la distracción que, hasta entonces, la había mantenido embelesada, enseguida buscando a Zedric con la mirada, la esperanza latente de que pudiera decirle lo que estaba sucediendo.
—No estás, no estás —murmuró. La situación estaba empeorando. La última vez que había estado sola con un ente mágico, inevitablemente terminó haciendo un trato del que aún se arrepentía a pesar del tiempo que había pasado.
El amor de su vida, el amor de su vida murió por una estúpida decisión a la que inevitablemente había recurrido. Ranik había muerto, y Ranik estaba de vuelta. Ranik era el amor de su vida, y lo siguiente que sabía es que estaba apunto de casarse con otra persona que no era él.
Pero aquello se sentía bien. Demasiado bien. Estaba esperando casarse con él, vivir toda una vida a su lado. Y, aunque sabía que Ranik podía ser el amor de su vida, de todas maneras no sentía que lo fuera.
Amaris exhaló y trató de concentrarse en otra cosa que no fuera esa. Llevaba ignorando aquello mucho tiempo, pero sus sentidos estaban tan atentos, encendidos, vivos, que su mente daba mil y una vueltas, y no podía dejar de pensar en eso.
El temor fue el siguiente en nublar sus sentidos. Trató de encontrar una salida, más los árboles parecían haber cambiado de lugar, todo estaba desordenado, no había nada. Amaris bajó de Nevhitas, y, desesperada por calmar su mente, se acercó al río para tomar un poco de agua y calmar su sed. Hubiera tomado agua, pero un extraño rostro le devolvió la vista en el reflejo del agua, un rostro que no era el suyo.
Era una chica. Bella, delicada, de piel azulacea, cabello azul oscuro, labios verdes y rasgos fuertes, salvajes. Era el mismo rostro que estaba grabado en los árboles, pero mucho más real. La chica sonrió, y Amaris saltó, aterrada. Entonces, antes de que pudiera detenerlo, lágrimas salieron de sus ojos, rápidas, incontrolables, y cada uno de los sentimientos que había estado tratando de reprimir salieron a flote.
Y es que antes, cuando pensaba, muchas cosas estaban en su mente. Comida, Zedric, sonidos, agua, sol, las bestias cercanas, Ranik, su muerte, su vida, Alannah, su matrimonio, Piperina, sus poderes, Skrain, y muchas cosas más. Pero ya después, en aquel momento, su mente se concentró solo en un pensamiento, solo en su dolor, constante, inalterable.
—¿Por qué? —musitó—. ¿Por qué me siento tan mal?
—Mi nombre es Neptu. Neptu, ninfa del bosque, nacida incluso antes que a los dioses a los que tú veneras. Yo puedo verte, Amaris, y yo, también, te he llamado. Ahora, dame tus alabanzas e inclínate ante mí, porque el momento ha llegado.
—No entiendo porque, entre todos, quieres verme a mí. ¿Y qué es una ninfa? ¿Por qué me haces sentir así?
—Para demostrarte lo fuerte que soy, porque sé que es lo que quieres, y puedo dártelo. Además, tú eres el único ser mortal que conoce la verdadera identidad del Sol, y puedo aprovecharme de eso.
—¿Qué es lo qué quiero? —preguntó Amaris, escéptica. El agua comenzó a moverse, a tomar forma. Ella parpadeó dos veces, apenas creyendo lo que estaba observando. La imagen de la ninfa Naptu se convirtió en un cuerpo, cuerpo que parecía, en cierta forma, humano, bello, misterioso.
Neptu parecía una mujer. Una mujer de carne y hueso. Su piel seguía viéndose levemente azulada, pero todo lo demás, de forma increíble, parecía bastante normal. Aquellos grandes ojos, su cabello, negro, su mirada, verde, sus labios, carnosos. Lo que te hacía notar que era diferente era su belleza antinatural, su andar, lento y confiado, su ropa, un vestido de agua. El agua caía como en la cascada, pero era azul, un azul brillante y cautivante, que recorría todo su cuerpo, y que tenía varios círculos o pequeños remolinos, que hacían formas de algo, como la Luna, el Sol, o algunas que otras constelaciones que ella apenas pudo distinguir. La que más le llamó la atención fue la de Calaria, una que Piperina siempre mencionaba desde que había escuchado su leyenda. Una guerrera, que en la época de la guerra, había dejado a toda su familia y herencia para defender al Reino Luna. La historia tenía secuestros, bodas, mentiras, y a la Luna implicada en ella. En sí, la historia hablaba de dioses, pero la Luna era a la única a la que se mencionaba. Ahora podía verlo.
—Quieres tranquilidad, un poco. Pero, más que eso, quieres ganar.
—¿Y tú como te beneficias ayudándome, entonces?
—Simplemente lo haré. Me gusta ver las aguas moverse. He viajado de mundo en mundo viendo, observando, he visto este ciclo repetirse tantas veces como no tienes idea. Lo bello son las pequeñas desviaciones, inesperadas, detalles que pueden cambiar todo pero, que al mismo tiempo, llevan a un mismo lugar. Todo siempre tiene el mismo final.
—No quiero ganar —fue lo único que Amaris pudo contestar. Por un momento todo se quedó, y ella, embelesada, miró su reflejo con insatisfacción. Sólo veía ropa. Un vestido suelto de seda, azul, pero lleno de pliegues, su velo, brillante, blanco, pulcro.
Se lo quitó, dejando que, por fin, sus ojos fueran los que vieran, que su mente fuera libre.
—Quieres ganar. Has crecido reprimida, muerta. Ahora, que es tú momento de nacer, ¡Escúchate! Tienes deseos. Deseos de escuchar, de ver, de ganar. Puedes serlo que tú quieras, y lo que quieres es ser la ganadora. Quieres poder, libertad, quieres poder elegir. Y lo harás, en su debido tiempo, pero primero tienes que deshacerte de aquellos que dicen ser aliados, pero detrás tienen conflictos y rencores que los harán traicionarte. Son más de uno, más de uno.
—¿Pero quiénes?
—¡Ya ves que si te interesa! —bromeó Neptu—. No te puedo decir quién será. Es muy poderoso, y cualquier rastro de que sepas sus deseos ya es de por sí peligroso. Ahora, te daré tres pistas. Una, es un problema familiar. Dos, nunca olvides que hay espías hasta en los árboles. Y tres, Zedric, tienes que cuidarte de él.
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