Capítulo 30. «Un alma por otra alma»

—Somos poderosos —respondió Piperina con voz queda, tratando de distraer a este dios mientras que, al mismo tiempo, se contenía de llevarse las manos al estómago, presa del dolor—. Pronto tendremos el poder que tú tratas de mantener en tí.

El hombre apretó la mandíbula, furioso.

—Yo era el hermano de Eadvin, del Sol, antes de que todo esto sucediera. Entonces cambiamos, nos ganamos el poder que ahora tenemos, ¿Para qué ahora intenten quitárnoslo? No lo toleraré.

—Tendrás que hacerlo —musitó Skrain desde lo lejos, lleno de furia interna que se veía en sus ojos, brillantes por la electricidad dentro de él—. Sabes que aunque lo intentes, es parte del destino que alguien te quite tú poder. Tiene que suceder.

—Mi nombre es Seige Locke, y soy el dios de la ira. De la furia, de la fuerza y la guerra. Este cambio se dará, pero no con ustedes. No si están muertos.

Una sonrisa maliciosa y confiada le anunció a Piperina y Skrain que las cosas no iban a mejorar enseguida. A Piperina la tenía inmovilizada frente a él, una mano en su cuello y otra en su abdomen, mientras que a Skrain lo tenía exactamente en el punto más claro de su visión, y quién sabe que poderes tendría aquel dios, así que ninguno de los dos podía confiarse o hacer un movimiento en falso.

—Moriremos —respondió Piperina sonriendo perezosamente, pero muerta de miedo—. Pero no será hoy.

Seige sonrió. Su mano se extendió hacia abajo, acto seguido se deformó, convirtiéndose en una fea, roja, y deforme guadaña.

—Serás tú la primera. Tú por tener el aprecio de Conrad, de él. No había hablado con nadie en siglos. Estaba escondido, junto con los demás dioses. Cobardes, confiados, ¡Se burlan de nosotros desde las alturas del universo!

Piperina no tuvo el tiempo suficiente para reaccionar. Antes de poder notarlo, aquella guadaña ya la había atravesado, haciéndole una profunda herida que enseguida comenzó a sacar sangre, imparable. Un gemido de dolor salió de sus labios. Aturdida, se llevó las manos al costado, palpándose para evitar seguir sangrando.

—¡Muévete! —gritó Nathan, que por fin había podido recuperarse, saliendo desde las profundidades del bosque—. ¡Rápido!

Nathan ya no parecía persona. En realidad, se veía más como un fantasma, con un halo oscuro a su alrededor, como neblina, y solo su rostro viéndose de forma reconocible, gris, como de  cadáver. Nathan usaba a las sombras como si fueran él mismo, (o, tal vez, él ya era las sombras en sí), para golpear duro y rápidamente a Seige, este dios con fuerza y poder que, aunque no parecían infinitos, si eran incontrolables y desconocidos.

Por un momento, rápido, Piperina pudo notar una mirada de satisfacción en su rostro que no entendió. Ella estaba muriendo, más a él parecía no importarle. Se veía confiado, ansioso, hambriento de poder de una forma sádica que ya conocía bien.

—¡No! —gritó, preocupada. Nathan actuó con rapidez, jalando al hombre y llevándoselo lejos de ella. Skrain estuvo ahí entonces, rodeándola a ambos con un tornado que dudosamente mantendría a raya a esos dos hombres, que no dejaban de luchar entre sí, golpes fuertes uno tras otro, un embrollo de brazos y extremidades que apenas podía distinguirse con claridad.

—Mantén presión en la herida —musitó Skrain, lleno de preocupación, la preocupación que Piperina hubiera esperado ver en Nathan—. Me gustaría poder llevarte lejos, pero no encuentro algo más que hacer. Es demasiado poderoso. Demasiado.

Piperina no dejaba de presionar, pero eso no servía de mucho. Se sentía mareada, con frialdad incontrolable, y un sudor en seco que la hacía tiritar.

—Vete —le dijo a Skrain—. Ayuda a Nathan. Para él ya estoy muerta, y no creo que vuelva.

—Pero...

—¡Ve! —insistió ella.

Piperina estuvo apunto de rendirse. En el momento en que su vista se nubló, y una sensación extraña hizo que sintiera que el sueño pronto la haría caer al suelo, se dijo a sí misma que no había otra cosa que pudiera hacer. Por su parte, la lucha no parecía mejorar. Nathan y Skrain tenían mucho poder, buena capacidad de defensa, porque habían hecho que Seige se mantuvieran a raya, respondiendo a sus golpes y cambios de forma con buena fuerza e inteligencia.

Cuando el dolor fue tan duro que no podía pensar en otra cosa, ni siquiera en la lucha y su avance, Piperina supo que ya no podía. No podía luchar más. Entonces, de improviso, el dolor se desvaneció, y, peor que eso, hubo ardor. Ardor que la mantuvo despierta, que detuvo a la sangre de fluir, que la hizo gritar por la sorpresa de la nueva fuerza que parecía estar con ella.

—Estarás bien —dijo Amaris. Reconocería esa voz en cualquier lugar. Era una voz melodiosa, nunca lo había notado. No era muy gruesa, ni muy aguda, era profunda, madura. Más madura de lo que hubiera pensado alguna vez. Ella quitó el cabello de su rostro, un gesto de amor antes que de deseo, como había sido el de Seige.

—Yo... —Piperina estaba apunto de responderle que no gastara sus energías en ella, porque ya no habría solución a su dolor, cuando, después de que la sangre hubiera dejado de salir, notó como el agua estaba haciendo que el dolor se esfumará por completo, e incluso el ardor se fue también, dejando un pequeño escozor que fue fácil de aguantar—. Gracias.

—No es nada —respondió. Hasta entonces Piperina notó su vestimenta, que no era nada más que la ropa interior de su vestido de novia, con el corsé y calzoncillos holgados que mantenían a raya a la falda, pero que en ese momento, estaban totalmente expuestos, dándole una especie de mejor movilidad a Amaris. Traía su cinturón de armas a la cadera, y de ahí colgaba su espada. Ella sonrió. Por un lado estaba curándola, más también estaba ayudando en la lucha manteniendo un ojo en el cielo, (en el cual ayudaba a Skrain a crear una tormenta más o menos intensa por medio del agua), otro en la lucha, dónde de vez en cuando lanzaba ventiscas de hielo o agua que hacían resbalar de forma indicada a Seige, y también, incluso, parecía mirar hacia a la deriva, como si esperara algo.

—Seige es más poderoso de lo que parece —fue lo siguiente que dijo, determinación en su rostro—. Pero Zedric viene en camino. Lo detendrá  antes de que lo note.

Justo en ese momento, la mirada de Amaris cambió y se volvió vidriosa, lo que sucedía cuando tenía una visión. Tal vez no cualquiera notaría la forma en que sus ojos se hacían más oscuros, o el brillar que irradiaba, pero Piperina sí.

Amaris bajó la mano y sacó su espada justo a tiempo para devolverle el golpe a Seige, que apareció detrás de ella golpeándola con su brazo que, ahora, tenía forma de mazo.

Era demasiado fuerte. Por más que Amaris estuvo lista para defenderse, él estaba haciendo que su cuerpo retrocediera hacia atrás por no poder contener la fuerza de aquel dios. Piperina, viendo la situación en la que estaba, se levantó, dándose cuenta de que la herida, aunque seguía doliendo, ya era tolerable. Alzó su mano, ayudó a Amaris, así hasta que ambas estaban devolviendo y superando la fuerza de Seige.

Amaris soltó el maso y se giró antes de que Seige hiciera otro movimiento. Lo tomó de los pies, tirándolo directamente hacia el suelo. Seige rió como un desquiciado, jalando a Amaris con él, más ella, preparada para eso, saltó y dejó que una columna de hielo la propulsara lejos. Piperina   alzó las manos, mandándole a la tierra que rodeara al cuerpo de Seige y lo mantuviera inmovilizado. Estaba débil, así que cualquier despliegue de energía rasgaba un poco más dentro de ella, puramente en su interior, y, aunque pequeño, un dolor lento e incontrolable. Este dolor la debilitaba, hacía que fuera más difícil mantener el control que tenía sobre la tierra, responder a Seige, que con su fuerza de Dios devolvía cada golpe que le daban con la misma fuerza que se habían dado, e incluso más.

Seige destruyó la primera capa de tierra sobre él, y la segunda, la tercera, e incluso cuando cayeron tres juntas, e incluso un relámpago sobre él, volvió a destruirlo todo. Amaris soltó una larga exclamación, y, le mandó al agua que rodeara a Seige, enseguida haciéndole una seña a Skrain para que lanzara un nuevo rayo a Seige.

El grito de furia que Skrain soltó le dejó en claro a Piperina lo mucho que se había esforzado para lanzar aquel relámpago hacia Seige. Él también gritó y rió, desquiciado, mientras que, de forma grotesca, su piel se ennegreció y comenzó a caerse, viva, en la tierra.

Nathan golpeó. Amaris lanzó dagas de hielo, Piperina mantuvo sus pies inmovilizados con la tierra más pesada que pudo conseguir. Skrain seguía lanzando rayos, uno tras otro, gastando toda su fuerza y gritando por la excitación del momento. Entonces, después de todo ese despliegue de poder y fuerza, un silencio profundo se instaló en el lugar. Seige había caído al suelo, desmayado.

—¿Está vivo? —preguntó Piperina, temerosa.

—No estoy seguro de que pueda morir —contestó Skrain. Miraba fijamente a Seige, curioso, más no se notaba calmado, sino alerta. Amaris, por su parte, seguía teniendo la mirada vidriosa que no auguraba cosas buenas—. Es un dios. Su fuerza no está solo en su cuerpo. Tiene poder repartido a lo largo del mundo, como cualquier dios.

Piperina estaba agotada. Seguía y seguía mandándole a la tierra que hiciera capas sobre él, una sobre otra, así como también sentía que se desmayaría, presa del dolor.

—Ya no te esfuerces —dijo Amaris, inclinándose hacia ella y haciendo que el agua curara lo más posible de sus heridas—. O se abrirá. No es tan profunda, pero si es una herida grave.

Fue justo en aquel momento, cuando Skrain y Nathan estaban acercándose a Piperina con un rostro lleno de preocupación, que Zedric llegó. El portal violáceo ya conocido por todos apareció en su campo de visión, y Zedric, Ranik, Yian salieron de él.

Ranik fue directamente hacia Piperina. También sabía un poco de curación, pero especialmente, y Zedric notó, yendo al lado de Amaris. La abrazó, señaló la herida de Piperina, e incluso hablaron por unos segundos, segundos en los que Zedric sintió unos celos que le fueron difíciles de afrontar. Entonces, su mente comenzó a trabajar rápidamente, buscando algo que hacer, alguna forma de defenderse de aquel dios. Trató de entrar a su mente, y, lleno de sorpresa, notó que estaba abierta para él.

Dentro de todas esas capas de tierra, que aún seguían creciendo gracias a la fuerza y poder de Piperina, la mente del dios seguía actuando. Era un embrollo de pensares que le eran d yoifíciles de asimilar, como si no se tratara solo de una mente, sino en varias. Buscó todo lo que pudo, así hasta que llegó a un punto de su mente que lo llenó de terror.

Ese lugar, inquebrantable, tenía todo el poder de dios que Seige ostentaba tener. Había sentimientos de miles de personas alrededor, una inteligencia que creaba y deshacía estrategias, que sabía las formas en que podría vencerlos, pero también la forma en la que podían vencerlo. Era tan confiado en sí mismo que incluso estaba dejando abiertas las puertas de su mente, sin preocuparse de poder ser vencido.

Entonces, Zedric vió lo que debió haber visto desde el principio.

—¡Corran! —musitó Zedric, lleno de —. Su poder es devolver. A estado devolviendo los golpes de Nathan, pero solo eso. Está aprendiendo de nosotros. Está aprendiendo.

Piperina carraspeó. No había dejado de usar su poder, esperando que sirviera. El hombre simplemente no se había detenido con ella, apuñalándola antes de que pudiera hacer otra cosa. ¿Por qué? Había dicho algo de Conrad. El dios de los sueños, aquel que había hecho posible su salida de la prisión eterna.

Él le había dado tiempo, pero también se lo había quitado, al parecer.

—No me culpes a mí —una voz, en su mente—. Es porque eres fuerte. Por eso te ha atacado antes. Pero, eso sí, no contaba con la presencia de tú hermana.

—Luchen —musitó Skrain. También tenía los ojos fijos en Seige, con un gesto preocupado que parecía estar completamente adherido a su rostro—. Podemos hacerlo.

La tierra, entonces, comenzó a crujir. Seige estaba despertando. Todas esas capas de tierra, tantas que ya podrían hacer una especie de pequeño cerro, se rompieron de una vez. Seige salió de las profundidades, creando un espectáculo visualmente grotesco. Estaba lleno de tierra y arena, pero no era eso lo que resultaba difícil de ver. Era la piel, que estaba totalmente quemada, carcomida, y se le caía a pedazos. Parecía una serpiente, porque todos aquellos pedazos que caían al suelo terminaban recompuestos a los cuatro o cinco segundos. Antes  de que toda aquella tierra cayera se le había visto la piel mal, pero no de aquella forma. Verlo así daba escalofríos, porque su piel se notaba llena de vida, cambiando y moviéndose por partes distintas, curando.

Piperina suspiró. Alzó su mano, mandándole a la tierra que le hiciera un mazo para luchar, y ella enseguida respondió, quitándole un poco de miedo a lo que podía suceder después.

Pero aquello no sería suficiente. Piperina pensó en el poder de las plantas, e intentó que la tierra la obedeciera creando árboles y raíces que lucharan también contra Seige.

Seige, por su parte, sonrió. Zedric y él parecían mirarse fijamente, luchando mentalmente.

—Ranik —dijo. Su mirada cambió cuando miró hacia él, reflejando dolor puro—. Alza tú escudo. Protege a Amaris, yo protegeré a Piperina y Skrain.

—Lo haré —contestó. Cerró los ojos, luego murmuró, tomando la mano de Amaris—: No tengas miedo, que estoy contigo.

—Gracias.

Seige alzó la mano. La tormenta que Amaris y Skrain habían creado le sirvió contradictoriamente a él, que llamó varios rayos, y, como si estuviera bailando, los lanzó primero hacia ella , luego hacia Piperina, y seguido de eso directamente hacia Nathan.

Skrain soltó un grito de furia y le mandó a la electricidad que fuera hasta él antes que a sus amigos. Fue una carga demasiado grande incluso para él, que, al sentir la energía subir desde la planta de sus pies hasta su corazón, sintió como este bombeó con demasiada fuerza, así nublando sus sentidos. Él cayó al suelo, indefenso, mientras que Amaris y Zedric avanzaron directamente hacia Seige.

Zedric tenía el poder del cetro. Uno de sus golpes fue suficiente para desestabilizar a Seige, que esperaba aquello y respondió dando un paso hacia atrás y lanzándole una llamarada de fuego que salió de su boca, al estilo de un dragón. Amaris lo apagó enseguida, distrayéndose un segundo de mirar en el futuro para saber lo que Seige haría. Él extendió los brazos, haciendo círculos para llamar a una especie de tornado que la lanzó lejos.

Amaris se tambaleó y trató de caer de la mejor manera, más sintió que apenas pudo detener a su cuerpo de crujir por el dolor. El agua fue una especie de colchón que alivianó la caída, pero no fue suficiente. Caer no hizo que se detuviera. Ayudó a Piperina a propulsarse apesar de las columnas de fuego que iban hacia ella, y, aprovechando que Seige estaba bastante distraído luchando contra Zedric, se lanzó con todo y mazo hacia él.

Giró el rostro justo a tiempo para mirar a Nathan, que venía a su lado. Ambos, tierra y oscuridad, avanzaban imparables hacia Seige. Aquello fue un trabajo en conjunto. El fuego fue detenido por Zedric, dejándolos pasar, así hasta que llegaron hasta Seige.

Seige los esperaba. El muro de fuego los había cegado por un momento, impidiendo que Piperina y Nathan observaran la monstruosa manera en que se había deformado su cuerpo. No era un monstruo, (como al principio de la pelea), pero si se había convertido en una especie de gigante, midiendo unos doce o trece pies, con largas y fuertes extremidades y una mirada roja temible. Había músculos encima de sus músculos, por lo que Piperina supo que sería incluso más fuerte que antes.

Piperina le mandó a la tierra que creara una hacha para ella. Corrió, golpeó con el mazo haciendo que Seige se tambaleara, luego cambió de lugar permitiéndole a Nathan que diera su propio golpe. El extendió su poder de sombras, comiendo de la energía de Seige y sonriendo como un niño con un juguete.

Nathan había atacado hasta aquel momento, pero no de esa forma. Estaba alimentándose, incontrolable, y aquello hizo que Piperina sintiera un poco de terror, ya no por perder, sino por lo que sucedería si ganaban. Si Nathan ganaba.

Seige estaba inmovilizado por la oscuridad, pero Skrain y Piperina ayudaron formando un tornado que lo mantuvo inmóvil por varios segundos. Nathan cada vez sonreía más, mientras que el dios no dejaba de presionar, removiéndose y luchando para que la oscuridad no lo tragara.

—¡Ya me cansé de esto! —gritó Seige. Entonces, desapareció.

—¿Dónde está? —preguntó Nathan, furioso porque le habían quitado su cena de poder—. ¡¿Dónde, maldita sea?! ¡¿A dónde se ha ido?!

—No se ha ido —dijo Zedric—. Está aquí. Se mueve demasiado rápido, pero no puede acercarse a ninguno de nosotros debido a nuestro poder. Yo apenas y lo distingo, pero está por aquí.

Entonces apareció de nuevo, justo frente a ellos. Tenía a Yian aferrado del cuello, con los ojos de su mismo color, violáceos.

—¡No! —gritó Skrain, pero aquello no detuvo a Seige de cortar su garganta. El cuello de Yian se abrió por completo, dejando y dejando la sangre salir.

Skrain perdió el control, y, lleno de furia, lanzó hacia Seige un cúmulo de magia y energía que no sabía que tenía. La magia de la muerte, de la pérdida de energía, algo más poderoso que las sombras de Nathan, o el fuego de Zedric, incluso más que la magia del cetro, que daba vida eterna. Esta magia quitaba la vida, robaba aquella habilidad inmortal, reclamaba a aquellas almas que debían dejar el mundo terrenal.

—¡Seige, en nombre de la muerte, con sus poderes eternos que se extienden aún más allá del comienzo de los tiempos, la que le da el final a todo lo que se lo merece, te reclamo!

Seige soltó un alarido de dolor. La magia de la muerte estaba drenando todo de él, llevándose su cuerpo, o lo que quedaba de él, hacia el Inframundo.

—Pagarás por todo lo que has hecho —completó Amaris.

—Por todos a los que has hecho sufrir —agregó Zedric.

—Y darás testimonio del poder que vive en nosotros —concluyó Nathan.

—Un alma que pague por otra alma —agregó, por último, Nathan.

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