Capítulo 1. «Todo lo que fue»

—Amaris, es tiempo de despertar —la voz de Cassira, aquella vieja mujer que las había cuidado toda su niñez.

—Yo no... —la voz de Amaris.

🌙🌙🌙

—Zedric, saluda a las personas —la voz de su madre, más severa que nunca y extraño viniendo de aquella mujer tan callada.

—Estoy cansado de...

🌙🌙🌙

—Skrain, tienes que olvidarlo. ¡Skrain!

—No puedo. No sé cómo tú puedes hacerlo. Ella se fue, Alannah la mató, ¡Era tú prometida, la amabas!

🌙🌙🌙

Lágrimas, un sentimiento de tristeza que Piperina nunca había sentido. Ni toda su fuerza, ni todo su poder, nada servía.

No era nada.

Las risas a su alrededor la despertaron del aturdimiento. Eran esos monstruos submarinos y tenebrosos viniendo hacia ella, rápido.

—¡Pero mira qué linda princesa, démosle un poco de su mierda para que despierte!

Golpes de arena. Granito, uno de los materiales que antes hubiera podido manejar. Estaban por todo su rostro, cortándole.

El dolor era tan conocido para ella que se había cansado de rogar. Bajó la cabeza, cerró la boca y abrió los ojos.

Vió a aquellos animalillos viéndola desde el agua, sus rostros alargados y ojos enormes llenos de satisfacción. Eran la clase más baja de sirenas, todas ahora adiestradas para servir a Alannah.

Alannah, la que siempre había sabido que escondía algo. De la que, por el amor que le tenía, nunca pudo desconfiar por completo.

—¿Son esas lágrimas? ¿No estás cansada de eso? ¡Contesta!

Piperina no podía moverse. Su cárcel era dura por los días, el hielo se amoldaba hasta dejarla por completo acorralada. Sus manos, estiradas por completo, sus pies y piernas detenidos en formas distintas, como si Alannah se divirtiera imaginando las formas en que acorralarla.

Sentada, con las piernas cruzadas, o de rodillas. A veces con el agua hasta al cuello, o hasta la cintura, fría, insoportable.

—¿No vas a hablar? —preguntó la más chiquita de esas alimañas. No de forma burlona, sino más bien interrogante, como si realmente tuviera buenas intenciones—. Nos gusta jugar contigo.

Inocente. Una vida más que no sabía todo lo que había a su alrededor. Pensar en la inocencia la llevaba a pensar en Amaris, en la última palabra que le había dicho antes de que se separan.

«Cuídate mucho. Ve a casa, dile a nuestra madre todo lo que hemos hecho para salvar al reino y, después de eso, vuelve con Nathan. Cásate con él, sé feliz, y ten muchos hijos»

Lágrimas. Más lágrimas. La forma indicada de sacar todo aquello que la agobiaba. Los animalillos esos parecieron aburrirse y, de nuevo, Piperina entró en la ciudad de los sueños de nuevo, el lugar que más odiaba.

—Deja de llorar, fierecilla, que aquello no te servirá de nada —escuchó inmediatamente después de que comenzó a dormir—, ¿Quieres realmente ser libre? Consíguelo entonces. Hay una forma en que...

Piperina exhaló. No quería escuchar a ese hombre tan extraño. No le ayudaba en nada.

La primera vez que lo viera, hacía unos meses, había sido  un alivio. Piperina estaba tan débil que aún creía que seguís despierta, su primer encuentro con él había sido parecido a una alucinación, pero ella no lo sabía. El engaño en su forma de actuar y moverse la llevaron a tener esperanzas, porque, en todo su esplendor, aquel hombre parecía fuerte y apasionado. Se notaba su divinidad a leguas.

—¿Eres un dios? —le había preguntado, con la poca fuerza que tenía. Su vista estaba firme en sus ojos, más claros aún que los de su madre, pero verdes como los del capullo de una flor—. Eres fuerte.

—Afortunadamente para tí —contestó él—. Sí. Soy un Dios. Mi nombre es Conrad, y soy el dios de los sueños.

—¿Y por qué has venido a verme, Conrad? —preguntó Piperina, dolorida—. ¿Cómo a tí sí puedo verte, y a los demás dioses...?

—Estás escondida de los demás gracias a la magia del cetro, el creador de dioses de pacotilla, pero aquí, conmigo, en mi mundo, eres mía. Por eso puedo verte.

—¿Y? ¿Me ayudarás a librarme de esta cárcel en la qué estoy? ¿Podrías darme fuerza, comunicación? ¿Eres más fuerte que estos dioses de pacotilla?

—Lo soy. Mi vida fue concebida distinta a la suya. Todo en mí es distinto a ellos. Yo no estoy en riesgo con este cambio de era, mi poder abarca más de lo que puedes siquiera imaginar.

—¿Y si tienes tanto poder no podrías ayudarme...? —rogó, Conrad negó—. ¿No se supone que ustedes los dioses son poderosos y benevolentes?

—Esa es una idea falsa que ustedes los humanos, frágiles y necesitados de algo, tienen, pero claro que no es así. Nosotros necesitamos tanto de ustedes como ustedes de nosotros, pero... —se detuvo, algo pareció haber llamado su atención en un punto lejano de aquel lugar— La diferencia es que todos ustedes importan, pero como conjunto. Como seres únicos siempre son tan simples...

—No entiendo como sí soy tan simple pude llamar su atención.

—No entiendo porque ustedes se empeñan en poner honoríficos y clasificarlo todo. La vida sería más sencilla sino fuera así. Me gusta hablar contigo porque eres poderosa, sencilla, y tan simple que hasta resultas interesante.

La conversación no tomó ningún buen ritmo después de aquello. Ese sujeto sólo hablaba de cosas banales, glorificándose a sí mismo mientras al mismo tiempo hacia bromas o hablaba de cosas sin sentido.

Pronto su presencia se había vuelto más callada, y poco hacía cuando la veía, y poco hacía ella para llamar su atención. Siempre la buscaba cuando estaba en las peores situaciones, con hambre, o dolor, quitando uno de todos esos pesares pero dejando todo lo demás.

—No quiero escucharte —contestó Piperina después de haber contenido sus sollozos, aunque un tanto sorprendida de que no la buscara en sueños— No haces nada por mí aparte de hacerme sentir peor. Cuando era libre... —sollozó— Conocí a un chico que tenía el mismo par de hoyuelos que el tuyo. La misma sonrisa, la misma actitud confiada. No quiero recordarlo al verte.

—Sé quién es —la sonrisa del dios se extendió—. Cada noche sueña contigo, cree que estás muerta y te anhela. Nathan Swordship.

—Pero él...

—Es uno de muchos que desea algo que no puede tener. Tú eres mía por ahora, y si realmente quisieras salir de aquí me hubieras escuchado cuando llegué.

—Te escuché por un mes entero y sólo jugaste conmigo. Eres un dios traicionero, más que nadie que haya conocido antes. Más que mi propia hermana.

El Dios estaba ya lo suficientemente provocado. Eso siempre hacía que se fuera. Su mandíbula se contrajo, luego dijo:

—Soy el dios equivocado al cual pedirle alabanzas. Rézale a tú padre, tal vez si lo intentas con la fuerza suficiente él te conteste.

Dicho eso, se marchó. Todo se quedó en silencio, y un sueño que no era suyo apareció en su mente.

Era extraña la percepción que el dios le había otorgado. Podía ver a Nathan, a su ostentosa habitación rodeándolo, y sentirse como él, así también viendo sus sueños y la forma en que estaba reviviendo aquella última noche antes de la guerra.

Piperina estaba lanzando rocas al mar a diestra y siniestra, furiosa consigo misma y su incapacidad de poder usar las flores como aquel Erys que había visto cuando se había enterado de su llamado divino.

—Tienes que concentrarte, pero no creo que eso suceda contigo —dijo Nathan, todo confianza. Esos hoyuelos, esos malditos hoyuelos...— Eres más del tipo que reacciona. Cuando estés en el campo de batalla, y todas esas habilidades salgan, la lava mortal, el susurro mortal, y las plantas venenosas voladoras, yo diré que no importó lo mucho que entrenaste porque el poder estaba ahí de todas formas.

Piperina se había quedado callada. Siempre olvidaba la buena memoria que Nathan tenía.

—Confías más en mí de lo que yo lo hago —dijo, sin más—. ¿Por qué? ¿Desde cuándo me conoces tanto?

Aquello era demasiado. Ver el sueño desde la perspectiva de Nathan lo hacía aún peor. Su amor por ella...

Existía. Había un anhelo ahí que ella nunca hubiera percibido, que no percibió en el momento en que estaba con él. A esto se agregaba la sensación de vacío, (porque Nathan la extrañaba en aquel momento), y de estrés, (porque seguro las cosas no estaban bien en el presente y Nathan necesitaba algo que lo hiciera sentir bien de nuevo)

¿Podía ella hacerlo sentir bien, tranquilo?

—Desde qué te besé por primera vez. Primero era sólo un deseo de repetirlo, pero después de eso comencé a apreciar más cosas de tí que te hacían interesante, y cuando estábamos en la borda esa noche, con todo sobre nosotros...

—Esa bestia te emborrachó, casi te mata y te hace dormir.

—Esa bestia me hizo olvidarlo todo por un momento. Y entonces tú voz estaba ahí, calando en mi interior...

—Así que lo que sientes es amor por el susurro mortal, te pertenece él y no te pertenezco yo.

—Tú me trajiste de vuelta. Y cuando te ví, empapada, con los ojos verdes brillando y una decisión como ninguna... —se detuvo, Piperina no podía creer lo que decía, ni podía creer ver en sus sueños que todo lo que decía era auténtico, no una broma, como había querido creer que era— Te ví como la auténtica tú. Por primera vez entendí que la perfección no es como pensamos que será, y que tú, tan sólo siendo tú, con todas tus rarezas y virtudes, y hasta con tus defectos, eras perfecta.

El sueño se paró en el momento en que Nathan se inclinó para besarla. Aquel beso había sido del todo pasional e incontrolable, pero al parecer el dios de los sueños no era tan benevolente como para permitir que Nathan lo reviviera. Debió de haber sido divertido dejar a Nathan deseando algo que nunca volvería a suceder.

Nunca. Aquella palabra hizo que Piperina se sintiera aún peor. Salió de sus dueños, volvió a la conciencia y sintió la forma en que el hielo se deformaba para dejarla descansar. Ya era de noche.

Piperina se sentó, tomó el plato siempre presente de trigo hervido que aparecía cada noche en su ya conocido bloque de hielo, y deseó, no por primera vez, tener algo que la calentara.

Pero el poder del cetro seguía con ella. Hielo que antes la hubiera congelado solo estando unas cuantas horas en él llevaba rodeándola por meses, y su vida seguía con ella. Las heridas se curaban en la noche, cuando dormía, o en el día, si la trampa de hielo no era lo suficientemente dolorosa. Cómo sus muñecas siempre estaban a acorraladas había un gran y angustioso moretón a su alrededor, pero nada aparte de eso y los tatuajes que cada día crecían en sus antebrazos y abdomen.

Parecían runas. Estaban hechos de distintos colores, verdes, negros, o violetas. No habían crecido más de dos pies en todos aquellos meses, pero ahí estaban y hacían que Piperina se sintiera inquieta.

Justo en aquel momento volvió a su mente la última frase del dios. Le había dicho que rezara, que le rezara a Erydas.

Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top