Reto #5
En las penumbras del confesionario, el padre Gabriel encontró en un beso ardiente los labios de Isabella, un choque de mundos prohibidos.
Las manos temblorosas del sacerdote recorrieron cada curva del cuerpo de la joven. Ella, con los ojos cerrados, se entregaba a ese momento de dulce pecado que los envolvía como un manto de sombras.
El confesionario, testigo mudo de su pasión, se transformó en un santuario para sus deseos reprimidos. Cada suspiro y caricia era una batalla perdida contra la moralidad y los votos sagrados. El padre Gabriel, atrapado entre su fe y su humanidad, se dejó llevar por la corriente de emociones que lo arrastraban sin piedad.
Pero la realidad lo golpeó con dureza. El padre Gabriel despertó de golpe, con la respiración entrecortada y el corazón acelerado. El sueño se había sentido demasiado real. Aún podía sentir el calor de sus labios y el aroma de su piel. Se pasó una mano por el rostro, tratando de disipar las imágenes que lo atormentaban. Pero la sensación persistía, una mezcla de deseo y culpa que lo consumía.
La joven pintora Isabella, con rizos y pecas, vivaz y de risa contagiosa, se había infiltrado en sus pensamientos más profundos. Cada vez que la veía, sentía sus votos como cadenas que lo ataban a una vida de renuncia. Se levantó de un salto, decidido a alejar esos pensamientos impuros. Pero en su mente, una tormenta de emociones se desataba sin control.
Buscó refugio en sus actividades diarias en el altar, pero cada oración y gesto estaban teñidos por su dilema. ¿Cómo reconciliar su fe con los sentimientos que lo consumían? ¿Cómo servir a Dios si su corazón latía por una mujer? La culpa lo abrumaba, dividiendo su alma en dos.
Encendiendo las velas del altar, sus pensamientos volvían a ella. La veía en cada rincón de la iglesia. Su presencia era una tentación constante, una prueba de su fe que no sabía si podía superar. Cerró los ojos y murmuró una oración, pidiendo fuerza para resistir y mantener sus votos.
Eso hasta que sus jóvenes monaguillos irrumpieron en la sacristía.
—¡Padre, la sorpresa para la señorita Isabella está lista! —dijo el pequeño Mateo con entusiasmo.
Hugo, un joven adolescente y de sonrisa bonita, añadió:
—Sí, padre. ¡Va a encantarle!
El padre Gabriel les devolvió la sonrisa, aunque su mente seguía atrapada en el recuerdo del confesionario. Les pidió que esperaran en la oficina mientras él iba a buscarla. Se dirigió a la capilla lateral donde Isabella trabajaba en el mural de Jesucristo. La incomodidad crecía en su interior. Desde aquel beso, había evitado cualquier contacto con ella, temiendo que sus deseos se desataran.
Al llegar, la vio de espaldas, concentrada en su trabajo. Sus rizos azabache brillaban bajo la tenue luz de la capilla. Su figura se movía con gracia mientras pintaba. El sacerdote se quedó inmóvil, hipnotizado por su belleza. Cada línea de su cuerpo, cada movimiento lo atraía.
La joven pintora se giró, tal vez sintiendo la intensa mirada del padre Gabriel. Desvió la mirada rápidamente, sintiendo la vergüenza arder en sus mejillas.
—Buenos días, Isabella —saludó con torpeza.
Ella sonrió, una sonrisa cálida y despreocupada que iluminó la habitación.
—Buenos días, padre. ¿Todo bien?
El sacerdote asintió, tratando de recuperar la compostura.
—Sí, sí… El mural… Está quedando perfecto.
Ella dejó los pinceles a un lado y se acercó más a él.
—Me alegra que le guste.
El espacio entre ambos se redujo, y el aire se llenó de tensión palpable. Sus miradas se encontraron, y por un momento, el mundo dejó de existir. El sacerdote sintió su corazón latir con fuerza, recordándole su dilema interno. Se inclinó ligeramente hacia ella, sus labios a punto de encontrarse.
Pero en el último segundo, se apartó bruscamente.
—Hay algo importante que debo mostrarte —su voz temblaba levemente—. Sígueme, por favor.
La joven lo miró entre decepcionada e intrigada. Isabella lo siguió en silencio, sus pensamientos eran una maraña de sentimientos y culpa. Intentó hablar, pero antes de hacerlo, llegaron a la oficina del sacerdote. Allí, los dos monaguillos la sorprendieron con una pequeña fiesta, agradeciéndole por su trabajo con el mural.
—¡Sorpresa! —gritaron al unísono, con sonrisas radiantes.
Isabella se llevó las manos al pecho, sorprendida y emocionada.
—¡No puedo creerlo! —Sus ojos brillaron de alegría—. ¡Gracias!
El padre Gabriel, aliviado por la distracción, sonrió y se unió a la celebración. La oficina estaba decorada con guirnaldas y globos de colores. Sobre el escritorio, un pastel casero y dulces tradicionales.
—Mi madre hizo el pastel —dijo Mateo con orgullo.
—Seguro que es delicioso.
Mientras comían y reían, la tensión se disipó momentáneamente. El padre Gabriel observó a Isabella interactuar con los monaguillos; su risa contagiosa llenaba la habitación.
Los monaguillos compartieron historias divertidas y anécdotas, llenando la oficina de risas y camaradería.
—Una vez el padre se cayó del púlpito —dijo Mateo riendo.
—¿En serio?
—Sí, fue durante una misa muy importante —añadió Hugo—. Pero se levantó como si nada hubiera pasado.
El sacerdote se sonrojó ligeramente, pero se unió a las risas.
—Fue un momento… memorable —admitió.
A medida que la tarde avanzaba, la luz del sol se ocultaba poco a poco. La fiesta improvisada se convirtió en un momento de alegría, alejando temporalmente el romance y el dilema moral.
Finalmente, al llegar la noche, los monaguillos se despidieron, dejando al padre Gabriel y a Isabella solos en la oficina, recogiendo los restos de la fiesta. Sus manos se rozaban ocasionalmente, enviando destellos de electricidad a través de sus cuerpos.
—Fue un detalle inesperado, pero fue una buena fiesta. Gracias.
—Me alegro que te haya gustado —respondió el padre Gabriel—. Los chicos estaban muy emocionados por agradecerte.
—Son adorables.
Él asintió de nuevo, pero su mente estaba en otra parte. Finalmente dejó de recoger y se volvió hacia ella, su expresión era seria.
—Necesitamos hablar —su voz era tensa y baja.
Isabella lo miró, sus ojos llenos de preocupación.
—Lo sé.
El padre Gabriel la miró con dureza y los ojos llenos de conflicto. Su voz temblaba ligeramente al pronunciar las palabras que intentaban borrar el recuerdo del beso prohibido.
—Ese beso nunca debió suceder.
Pero esas palabras fueron como una chispa en un campo seco. Isabella no pudo contener las emociones desbocadas de su interior. Sus ojos, llenos de lágrimas y fuego, se clavaron en los del sacerdote.
—¿Por qué niegas lo que ambos sentimos? —replicó, su voz quebrada por el dolor.
—¡Porque es un pecado! —exclamó en voz alta por la furia y desesperación—. ¡No debo sentir eso!
—¿Y qué hay de mí? —gritó dando un paso hacia él—. ¿Acaso mis sentimientos no importan?
—¡No entiendes! He dedicado mi vida al servicio de Dios y a seguir sus mandamientos. No puedo traicionar todo por un momento de debilidad.
—¿Debilidad? ¿Eso es lo que soy para ti? ¿Un error, una tentación que debe ser rechazada?
La discusión se intensificó, cada palabra era un dardo envenenado. Las imágenes de los santos alrededor eran testigos de su batalla emocional.
—¡Basta! —la voz del sacerdote resonó por toda la oficina.
En un arrebato de furia y deseo, rompió la distancia entre ellos. Sus manos temblorosas pero decididas se aferraron a los hombros de Isabella, y sin previo aviso la besó con una intensidad que les robó la respiración. Fue un beso cargado de una pasión contenida que no podía ser negada ni frenada.
Gabriel atrajo a Isabella con urgencia, y sus lenguas se entrelazaron mientras la tomaba por las caderas y la colocaba en su escritorio. Tiró libros y papeles a un lado y se colocó entre sus piernas, generando una deliciosa fricción que aumentó la urgencia de ambos.
Isabella se arqueó contra él, aferrándose desesperadamente al sacerdote, mientras su respiración se entrecortaba por los besos y las caricias en su cuello que le prodigaba el padre Gabriel.
Las ropas eran un estorbo para su creciente pasión, pero ninguna tenía intención de parar lo que estaba pasando. Las manos y labios del Padre Gabriel recorrieron cada centímetro de su piel expuesta.
El Padre Gabriel sabía que estaba cruzando límites y traicionando sus votos sagrados, pero en ese momento ninguna consideración le importaba mientras se movía contra ella en busca de más. Isabella también era consciente de la transgresión que estaban cometiendo, pero su cuerpo y alma estaban totalmente entregados a ese momento de pasión y abandono.
Su unión en ese momento iba más allá de lo físico; era la reunión de dos almas que se anhelaban y necesitaban desesperadamente. Sus cuerpos se movieron en perfecta sincronía, buscándose entre ardientes y húmedos besos y caricias que llenaban la habitación de gemidos y jadeos. Cada roce de su piel los llenaba de placer y satisfacción. Isabella se aferraba al Padre Gabriel, sus piernas enroscadas alrededor de su cintura, lo atrajo aún más cerca, queriendo sentir más de él.
El Padre Gabriel no se detuvo en ningún momento, respondiendo a su pasión con la suya propia mientras saboreaba su piel con sus manos y boca. Sus movimientos y caricias se hicieron cada vez más frenéticos, buscando ansiosamente ese momento de satisfacción que ambos habían anhelado durante tanto tiempo. Sus bocas estaban unidas en un beso desesperado, ahogando sus gemidos y jadeos de placer mientras el incendio que los consumía los envolvía por completo.
Finalmente, llegaron a la liberación y fue un momento abrumador que los sacudió con fuerza. Disfrutaron del clímax en una ola de placer y satisfacción, agarrándose el uno al otro con fuerza mientras gemían y suspiraban. Completamente entregados a la experiencia abrumadora que estaban compartiendo.
Después de unos momentos de absoluto éxtasis, permanecieron abrazados. Sus corazones palpitaban con fuerza y sus cuerpos estaban sudorosos y agotados por la intensa reciente experiencia sexual.
Un pesado silencio invadió la oficina, cargado de incertidumbre. ¿Qué sería de ellos ahora? La culpa se mezclaba con la felicidad, la vergüenza y la satisfacción. El padre Gabriel se alejó del abrazo y miró profundamente a Isabella. Su sotana yacía en el suelo y sus pantalones estaban desordenados, pero había cosas más importantes que su apariencia. Isabella, con el cabello desordenado y la piel ardiente, sentía una mezcla de felicidad y tristeza.
El padre Gabriel acarició el rostro de Isabella, sus dedos temblaban con la intensidad de sus deseos.
—¿Qué hemos hecho?
Ella colocó sus manos contra la piel desnuda de su pecho y lo acarició con ternura.
—Lo que nuestros corazones querían —su voz era suave pero firme.
Todo lo contrario a la oleada de emociones que atormentaban al padre Gabriel. Tuvo que desviar la mirada, como si con aquel gesto pudiera encontrar la respuesta.
—Siempre creí que mi camino estaba claro. Pero ahora contigo, todo se ha vuelto incierto.
—¿Por qué tiene que ser así? ¿Acaso Dios no puede permitirte ser feliz? ¿Tan egoísta es?
El padre Gabriel cerró los ojos, recordando los votos de devoción y sacrificio hacia su Dios en busca de un propósito mayor. Ahora todo se desvanecía en los brazos de Isabella. No podía negar sus sentimientos ni el deseo de estar con ella todos los días. Recordó cada momento y palabra mientras ella pintaba el mural que creó una conexión tan profunda que cuestionaba todo lo que había creído.
Volvió su mirada al rostro de Isabella, radiante y expectante. Una punzada de dolor atravesó su corazón. Sabía que debía tomar una decisión por el bien de ambos, una que cambiaría sus vidas para siempre. Entonces, sus ojos vieron la puerta apenas abierta, dejando entrever la oscuridad del pasillo.
—Maldita sea —murmuró con voz ronca.
—¿Qué pasa? —preguntó Isabella, con un hilo de preocupación en su voz.
—La puerta… Estoy seguro de que estaba cerrada.
Isabella se giró y miró con el mismo temor la puerta entreabierta.
—Mierda.
Se levantó rápidamente, ajustándose la ropa, mientras el padre Gabriel se acomodaba los pantalones. Se acercó a la puerta y la cerró con fuerza, como si con ese gesto pudiera redimirse de sus pecados.
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