Capítulo 3: El manual de supervivencia
—¿Qué más había en la caja? —pregunté pasándome un dedo por debajo de la nariz y limpiando las últimas lágrimas. Tenía que ser fuerte y llorar de nada me servía para serlo.
—No sé, no me fije en lo demás. Digamos que hice un ataque a la comida, estaba hambriento —respondió acercándose la bolsa a la cara.
—Deberíamos revisar, quizás hay algo útil ahí dentro —propuse pensando en lo que debería tener un bote salvavidas.
Me quedé en mi lugar esperando a que tomara la iniciativa, pero él continuaba en su puesto pasándose la bendita bolsa que comenzaba a odiar, poco importaba el beneficio que nos brindaba a ambos. Dejé la mía a un lado y pasé por sobre los maderos y por el lado de Oscar, me agaché y con un gran esfuerzo saqué la caja. Realmente pesaba y el hombre seguía ahí. Si se le ocurría cruzarse de piernas acabaría con mi paciencia y lo tiraría por la borda. ¿Un sobreviviente de un naufragio? Si no ayudaba sería uno más de la lista negra.
Levanté la tapa y miré el interior. Lo primero que llamaba la atención eran los paquetes de galletas perfectamente ordenados, todas obleas de vainilla. Si salía de esta nunca más las comería. Algo llamó mi atención, un pequeño círculo azul se veía por un lado, por lo que extraje unas pocas galletas y entonces las vi: botellas de agua. Eran 16 en total, 8 serían mías. Me pregunté si serían gasificadas como me gustaban, pero luego me arrepentí de aquel pensamiento, sonaba mal agradecido, más al ver que eran sin gas.
—Muchas galletas, 16 botellas de agua.
—Sí, olvidé contarte aquel pequeño detalle —se disculpó con una sonrisa avergonzada girándose en el madero para mirarme—. No creí que debamos beber algo ahora, quizás más tarde... ¿Qué más tenemos?
—Eso estoy viendo.
Moví las cosas un poco pero nada nuevo, todo era igual. Hasta que después de sacar una pila completa de galletas y botellas vi la punta de una especie de cuaderno ¿Quién lo ha dejado ahí? Extraje las demás y las iba dejando en el suelo, cuando ya la libreta estuvo libre la saqué y coloqué todo en su lugar de nuevo.
—¿Qué es eso? —preguntó Oscar extrañado por mi descubrimiento.
—Ni idea.
Tomé el cuaderno y lo di vuelta. Tapa roja y blanda, letras negras y grandes que decían: "Manual de supervivencia" con una calavera del mismo color debajo de esto para decorarlo. ¿Enserio existía esto o acaso era un espejismo ocasionado por la desesperación? Me pellizqué el brazo, exclamando en el momento un "auch". Dolía, por lo tanto esto era real y no un sueño.
Por un lado me sentía aliviada de tener conmigo un manual que me ayudaría a sobrevivir, pero por el otro me entristecía el acabar con la ilusión de que todo fuera un sueño.
—Manual de supervivencia —leyó en voz alta Oscar, sentándose de rodillas a mi lado—. Esto es nuevo para mí, jamás pensé que pondrían uno así en un bote salvavidas.
—Tiene sentido que los dejaran aquí y no dentro del barco —razoné después de unos segundos.
—Habría sido un gran desperdicio dejarlos en el barco, Lía. ¿Enserio crees que alguien habría sido tan tonto? —bufó, me quitó el librito y se sentó en un madero.
—Nunca faltan los idiotas. Yo por ejemplo me quedé atrapada en un bote salvavidas, quién sabe cómo, con uno de los tantos que están repartidos por el mundo —le quité ahora yo el manual para sentarme en otro madero con una pierna sobre la otra y abrirlo con más cuidado del que él estaba teniendo.
—Y yo me quedé atrapado en un bote salvavidas con una chica gruñona y amargada como una mujer de cuarenta y... ¿Qué edad tienes?... ¿23, 24?
—22 —le contesté seca e indignada por el hecho de que me haya puesto más años— ¿Y tú cuántos?... tienes la actitud de un niño de 6 años.
—Pero tengo 23.
—Bien por ti —le respondí restándole importancia y viendo los dibujos con los planos del bote. El librito prometía bastante y antes de que pudiera avanzar otra página me fue arrebatado de las manos de manera brusca. Oscar me estaba exasperando, sentía que lo odiaba y recién lo había conocido. Si esto seguía así acabaría con mi paciencia y mis nervios—. Adelante, puedes tomar con tranquilidad el manual. Total... yo no lo estaba leyendo.
—Qué bueno que no lo hicieras, así no te interrumpía la lectura —me respondió siguiéndome el juego, para terminar hablando en voz más baja —: Y el niño soy yo.
—¿Qué dijiste?
—Nada, nada Puchi.
—No me llames Puchi —me enojé.
—No te molestaba tanto cuando tu Adriancito te llamaba así.
—Porque él lo decía de cariño.
—¿De cariño te decía Puchi?... ¿Qué clase de apodo cariñoso es ese?, qué estúpido.
—¿Conoces los capuchinos?
—¿Y eso qué tiene que ver?
—Ah, no sé... ¿Qué tal ca-PUCHI-no?
—No quiero ni pensar cómo te iba separando las sílabas en la primaria —se burló de mí, haciéndome enojar aún más.
—Eres tan desesperante... y el no poder mandarte a la mierda lo empeora.
—No me apetece irme a un lugar tan habitado, pero si tú quieres te puedo tender la invitación.
No quería que él se quedara con la última palabra, más que por molestia, por un tema de orgullo, pero no se me ocurrió ninguna respuesta para lo que dijo. Terminé optando por sentarme en mi madero, que estaba caliente lo cual no ayudaba mucho, y con la bolsa me traté de refrescar mientras Oscar leía el manual. Me daba algo de miedo ir a arrebatárselo, si seguíamos así acabaríamos rompiéndolo y ahí sí que sufriríamos. No importaba que yo lo haya descubierto, lo cual me debería dar un poder más grande del que él tiene sobre el, dejaría que disfrutara descubriendo las maravillas del bote y luego yo me informaría con más calma.
De vez en cuando lo notaba poner caras extrañas y asentir como si el libro le estuviese hablando. Era extraño, pero al menos lucía concentrado con el ceño fruncido, quiero pensar que era por eso y no por el reflejo del sol que las páginas blancas ocasionaban. Decidí mirar otra parte, la bolsa, el agua, cualquier cosa que llamara mi atención la comenzaba a analizar, pero así el tiempo se me hacía eterno y el sol parecía estar estático en el lugar que estaba. ¿Por qué no bajaba ya y me daba unas horas de frescura y no este calor abrasador?
—Interesante —lo escuché murmurar.
—Idiota,
—Eso es incoherente.
—Imbécil.
—Oh, ya veo, eso está mal, se incrustó por aquí...
—Inepto.
—Como muestra la ilustración, es por allá... —me señaló a mí sin mirarme.
—Incompetente.
—Ya lo imagino...
—¿Puedes ya parar?... haces como que lees, pero en realidad no lo haces.
—¿Se te acabaron los insultos con I?
No lo quería admitir, pero la verdad era que sí, ya no se me ocurrían insultos con dicha letra. Alguien pronto caería por la borda y no sería yo. Todo por un manual de supervivencia.
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