I: DEIGH

Noah bajó del destrozado velero, después del difícil viaje, y caminó entre la muchedumbre recién agrupada en la orilla.

La isla Deigh es una isla tropical por excelencia: un lugar de arenas finas y una vegetación abundante y verde; con palmeras altas y costas de marea baja. Una isla cálida y con tormentas eléctricas más frecuentes que lo normal.
Esta isla no parecía dejar a gusto a sus habitantes, pues todos estaban cansados de tanta lluvia y que los relámpagos amenazaran constantemente con destruir alguna vivienda.

Noah, por otra parte, que siempre había vivido en una isla con un clima frío, no parecía presentar ningún tipo de inconveniencia al llegar a la calurosa Deigh.

Todos los habitantes congregados lo miraban con curiosidad y miedo en iguales cantidades. Una niña se soltó del agarre de su madre y lo agarró del pantalón:

—¿Eres Dios? —preguntó inocentemente la pequeña.

Antes de que Noah pudiera responderle, la madre cargó a su hija en brazos y se marchó con ella, dándole al chico una clara mirada de asco.
Noah caminaba justo detrás de su padre, quien lograba abrirse paso entre la gente. Al final de la turba, lo esperaba un hombre con un semblante de rotunda molestia.

—¿Quiénes son ustedes? —dijo de mala gana el viejo.

—Mi nombre es Melville Nyclock —comenzó—, este chico a mi lado es mi hijo mayor, Noah; aquella hermosa dama es Amalia, mi esposa, y la niña a su lado es Leah, mi hija menor.

—Eso no responde a mi pregunta —alegó, aún molesto.

—Lo sé, pero creo que lo más educado es presentarse primero. Imagino que usted está a cargo de esta isla. ¿Puede decirme su nombre, al menos?

—Yo soy Pollert. No sé aún si es un gusto conocerlo —el viejo tosió—. ¿Se puede saber qué buscan en mi isla?

—La verdad solo somos una familia ordinaria. Esperábamos que nos diera la oportunidad de quedarnos al menos unas semanas —explicó Melville.

—No lo creo —interrumpió Pol—. Llevo dirigiendo esta isla desde hace más de cincuenta años y nunca antes había visto que alguien lograra llegar con vida hasta la orilla. Las mareas que nos rodean son tan poderosas que las embarcaciones que tratan de acercarse a tierra terminan hundidas. ¿Y dicen que son "solo una familia ordinaria"? Creo que es justificada mi desconfianza.

—Estamos hablando en serio, Pollert. Supongo que tuvimos suerte.

Pollert lo había notado, así como el emisor de las palabras lo hizo apenas estas dejaron su boca: Melville nunca había sido uno de esos hombres que dejan sus acciones a algo tan aleatorio como la suerte, y el tono en que le habló al viejo líder hacía instantes lo había delatado completamente.

—Usted, como padre de familia además, debe saber lo arriesgado que es entrar en una zona de peligro marítimo con solo "suerte" —comentó el viejo—. Podría haber acabado con su mujer e hijos.

—No tuvimos otra opción. Nos vimos obligados a dejar nuestra isla natal por algunos imprevistos...

El tono en la voz del hombre sonaba, por primera vez en la conversación, totalmente sincera. Entonces Pollert miró detenidamente Melville, analizándolo:

—¿Cree que pueda hablarme un poco más al respecto? —preguntó antes de volver a toser— Síganme.

Entretanto, recorrieron la única calle que tenía el lugar: el suelo era arena y las casas eran de madera de caoba. En el ambiente era imposible detectar un solo olor, pues la mayoría de las casas que no tenían incienso encendido en las ventanas, usaban velas en su lugar. Habían personas cosiendo, cocinando e incluso algunas exhibiendo lo que acababan de confeccionar.

—Melville, quiero que me cuentes algunos detalles más sobre el tema —comentó Pollert mientras caminaban.

—¿Qué quiere saber? —preguntó.

—Podemos empezar hablando de la isla que tuvieron que abandonar... ¿De qué isla se trata?

Melville le dio una breve mirada a su mujer y ella, dudosa, asintió.

—Somos de la isla Sannhet —dijo el hombre.

Sannhet, o mejor conocida como la Isla de Invierno, era una isla que se caracterizaba por estar ubicada en la zona superior de los mapas, sus bajas temperaturas y las nevadas que hacían de los días festivos unos dignos de recordar. Aún así, la popularidad de la isla había crecido por la reciente polémica del régimen militar que había impuesto en ella su actual Rey. La libertad se había visto reducida por el toque de queda después de las once de la noche y todos eran vigilados desde la distancia por algún que otro oficial. La magia era, sin duda, algo mal visto allí, y todo aquel que fuera descubierto por un oficial mientras la practicaba podía darse por condenado ante las torturas que el rey realizaría con ellos.

—Sannhet —se repitió en apenas un murmullo—. Sannhet nunca ha sido una isla muy amigable... ¿Por qué razón abandonaron su "hogar"?

—Fuimos acusados de practicar magia con el fin de derrocar al Rey.

—¿Magia? Así que de ese modo lograron entrar a esta isla...

—Incluso si fuese cierto, los herederos de Sannhet no tuviesen ninguna habilidad que nos beneficiara en la travesía. Sabe usted muy bien que la magia de Sannhet es-

—Ya veo que sabe mucho sobre el tema —interrumpió Pollert—. Debe ser usted una persona de estudios... o pariente de un heredero.

—¡Se equivoca! —gritó sofocada Leah, deteniéndose y apretando sus puños a los lados como tratando de encontrar una fuerza que no poseía—. ¡Nosotros no podemos usar magia! Somos gente inocente, así que no nos hagas nada.

Pollert, sorprendido por la determinación de la introvertida chica, se acercó a ella:

—¿Cuántos años tienes? —le preguntó, inclinándose para igualar su altura.

—Tengo doce... —contestó intimidada.

—Sé que quieres proteger a tu familia. No temas: no les pienso hacer nada. Lo único que quiero es conocerlos un poco mejor —le explicó, mostrando empatía. El viejo se puso de pie y enfocó su mirada en Melville una vez más—. Desde que Sannhet prohibió la magia he comenzado a notar cosas demasiado difíciles de entender para mí. No quiero acusarlos de magia pero, si pueden usarla, agradecería que me lo dijeran desde ahora: en esta isla la magia no es algo mal visto.

—¡Aléjate de ahí! —gritó un chico a lo lejos—. ¡Si entras no volverás jamás!

—Esto es malo —murmuró el viejo, segundos antes de empezar a correr (como podía) en dirección al muchacho—. ¡Detengan a ese niño!¡Si entra al bosque va a morir!

Melville y Noah le pasaron por ambos lados a Pollert, al igual que animales feroces compitiendo por su presa, y alcanzaron al niño. Este intentó zafarse, mas obviamente le fue imposible ante el agarre de Melville.

—¿Por qué me detuvieron? —preguntó llorando.

—Porque ibas a entrar al bosque, Neil. Sabes muy bien que no puedes entrar —regañó Pollert entre respiraciones, aún agitado por la carrera.

—Pero es que mi hermano entró esta mañana y no ha vuelto.

—Lo vamos a buscar, pero tú no puedes entrar. Las criaturas que habitan al fondo del bosque detestan la compañía humana.

—Nosotros lo encontraremos —propuso Noah, mirando a su padre.

—De ninguna manera —negó Pollert—. Aquí mando yo. No voy a permitir que nadie entre allí si no son mis agentes de confianza.

—Yo soy un cazador experto y mi hijo es casi tan bueno como yo —contó Melville—. No tiene de qué preocuparse.

—Las criaturas que habitan este bosque no son nada comparado con los animales normales que veían en Sannhet. No son jabalíes o jaguares. Son bestias feroces que anhelan comer todo lo que puedan.

—Pollert, no tiene de qué preocuparse. Tan solo déjelo en nuestras manos.

Melville le susurró algo a Noah y este corrió a donde se encontraba Amalia. Luego de recoger la bolsa que su madre cargaba, volvió al lado de su padre.

—¿Nos vamos? —preguntó entusiasmado el chico.

—Si no volvemos en seis horas significa que estamos muertos. No pongan en peligro a nadie para buscarnos.

Entonces, sin dejarle oportunidad deprotestar al viejo, emprendieron su camino y se adentraron en el inmensobosque.

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