capítulo 10: Hilary y Robert

   Un gran cartel señalaba la entrada a Calwen. Esto no podría ser más increíble. Emocionada, me asomé por la ventana del auto para observar todo a mi alrededor. Era una gran ciudad. Había edificios altos, ¡Altísimos!, que parecían rascacielos. De muchos de ellos colgaban pantallas colosales que reproducían algún anuncio de publicidad. La cantidad de coches que circulaban por allí era inimaginable. Todos, inclusive los peatones, se guiaban por los semáforos, que cambiaban de rojo a verde, y viceversa. Nunca había visto nada igual. Nada de esto teníamos en Catwell, y aún me preguntaba por qué. Había grandes fábricas, y diversas tiendas, pero lo que más me sorprendió fue la gente en sí. Vestían trajes y ropa colorida. Muchos de ellos sonreían, aunque también podía ver a algunos que caminaban con paso presuroso y notable preocupación en sus rostros, ¿ellos tenían los rayos del Sol? ¿Podían sentir?

— Sé que esta pregunta probablemente les suene extraña, pero... ¿Están felices?— le pregunté a la pareja que se encontraba en la fila de adelante. El tal Robert, pareció desconcertado con mi pregunta, pero no despegó su vista del camino.

— Claro que sí, pero no siempre— respondió enseguida su esposa.

— ¿Te refieres a que también sienten otras cosas?— cuestioné dudosa. Ella miró de reojo a su marido antes de asentir enérgicamente.

— ¿A qué vienen estas preguntas? ¿Te sientes bien niña? Hablas como si no fueras humana, como si fuéramos alguna especie de bicho raro.

— Lo siento, no fue mi intención darles esa impresión. Tan solo siento curiosidad...

Decidí que lo mejor era guardar silencio, callar todas esas preguntas que amenazaban con salir si abría la boca. Regresé mi mirada a la ventanilla para poder así seguir deslumbrándome con las maravillas que tenía ante mis ojos. Ya tendría tiempo para encontrar respuestas, solo debía esperar.

— ¿A dónde quieres que te dejemos?— me preguntó Robert.

Pánico. Nuevamente sentí esa sensación horrible en mi estómago. No sabía qué responder. Ni siquiera sabía en dónde estaba... ¿Cómo pretendían que supiera orientarme en un lugar tan inmenso?

— Pueden dejarme aquí— respondí ocultando mi nerviosismo. La señora se volteó a verme extrañada y luego de escudriñarme con la mirada, dijo:

— ¿Tienes familia aquí?

Negué con mi cabeza mientras evitaba mirarla a los ojos.

— ¿Algún lugar en dónde quedarte?—agregó compasiva, a lo que nuevamente meneé mi cabeza.

— ¿Cómo terminaste aquí? ¿De dónde vienes?— preguntó Robert cada vez más perdido.

— ¿Conocen el reino de Catwell?— devolví esperanzada. Hubo silencio.

— No— respondieron ambos.

— ¿El reino del Sol?— volví a preguntar en busca de reconocimiento en sus rostros.

— ¿El reino del Sol? Esa es una leyenda. Niña, esos cuentos no son reales— explicó Robert.

No entendía... ¿Acaso Catwell era sólo recordado como una leyenda? ¿Era por eso que nadie nunca había intentado derrocar a Mafera desde el exterior? ¿Por eso habíamos quedado aislados del resto de la sociedad?

—No son leyendas, de ahí vengo— revelé angustiada.

— No estás bien niña, por ahora te quedarás con nosotros hasta que averigüemos dónde están tus padres— declaró Robert buscando la aprobación de su mujer.

Asentí satisfecha, me agradaba ese trato... si tan solo supieran que jamás sabrían de mis padres... Ya tenía un lugar en el cuál quedarme, y no podía quejarme. La verdad, eran buenas personas, y por alguna razón, confiaba en ellos.

— Soy Rachel.

— Un placer, yo soy Hilary, y él... bueno, ya sabes, se llama Robert.

Ahora todo estaba aclarado, ellos oficialmente me conocían a mí, tanto como yo a ellos. No podían ser considerados extraños a este punto.

De pronto, el motor se apagó, y al notar que ambos bajaban del vehículo, los imité. Creía que había ocurrido algo, alguna especie de falla, pero no fue así. Habíamos llegado. Ante mí se alzaba un imponente edificio color blanco, ¿Cuántos pisos tenía esa cosa?

— ¿Qué esperas? Niña... Rachel, entra— demandó Robert con impaciencia al ver cómo parecía estar absorta en mis pensamientos.

La puerta que conducía hacia el interior era de vidrio, tan grande que hasta un elefante podría haber entrado por allí. Una vez adentro, mis pupilas se dilataron ante la belleza que estaba presenciando. Las paredes y el suelo estaban aterciopelados, y un gran candelabro de cristal colgaba del techo. Seguí a mis hospedadores a través del salón hasta que se metieron en una cabina de metal, ¿Qué era esto? Había millones de espejos a mi alrededor, y del lado derecho de la puerta automática, habían diversos botones con números.

Miré atontada como Hilary presionaba el número diez, y la cabina comenzó a subir. Mi primera impresión de los ascensores no fue del todo buena. Estaba aterrada, sentía como si las paredes de la cabina se cerraran ante mí. No estaba acostumbrada a espacios tan pequeños y cerrados. Cerré mis ojos, e inhalé y exhalé aire tratando de tranquilizarme. Era muy consciente de las miradas penetrantes de los mayores clavadas en mí, pero ese no era un problema de mucha importancia. Solo quería bajarme de esa maldita cosa de una vez por todas.

Sentí un gran alivio recorrer mi cuerpo cuando oí como las puertas se abrían lentamente, y me precipité fuera del ascensor junto con Robert y Hilary.

— ¿Qué te pasó ahí dentro? ¿Nunca habías subido a un ascensor?— me preguntó Robert al verme tan agitada.

— Claro que sí, no sé lo que me pasó— ¿Eso había sido una mentira? No podía creerlo. No solía ser mentirosa, excepto cuando se trataba de ocultarle mis libros a Mafera y sus secuaces, ¿Pero a ellos? Eso había sido extraño... solo había querido aparentar no ser ignorante, pero, ¿Mentir? No volvería a hacerlo.

Sin darme cuenta, me encontraba ya dentro de su departamento. Tanto las paredes como el suelo eran de color blanco, y la luz del Sol entraba por la ventana. Había varios sillones junto a una mesa de madera, y un gran televisor. A mi izquierda, había un pequeño corredor con diversas puertas a los costados. Cada una de ellas llevaba a un dormitorio, excepto una, descubrí luego que era un baño. En total había tres habitaciones... una de ellas debía pertenecer al matrimonio, pero ¿las otras dos?

— ¿Habita aquí alguien más?— pregunté.

— Sí, nuestro hijo. Él está en un campamento de verano ahora, pero regresará en unas semanas— explicó Hilary mientras abría la puerta del cuarto de su hijo. Me asomé para ver lo que había en el interior. Las paredes eran color celeste oscuro. No había mucho qué observar... los únicos muebles en la habitación eran un gran armario color blanco, una pequeña mesada, y una cama. Todo parecía normal, nada extraordinario. Por esto, a los pocos segundos, me retiré con desinterés.

Entonces, la dueña de casa me condujo hacia la otra habitación. Era el cuarto de huéspedes. Lucía casi igual al anterior, pero las paredes eran blancas. Sobre la pared junto a la cama había una ventana por la cual entraba la luz del día e iluminaba el espacio con luz natural. Asentí satisfecha, era un lugar agradable, y estaba segura de que disfrutaría mi estadía allí.

— ¿Necesitas algo?— me preguntó Hilary, quién había estado observando mi reacción desde el umbral de la puerta. Meneé mi cabeza, y sonreí para indicarle que todo estaba bien. Sonrió y se fue cerrando la puerta tras ella.

Miré hacia la ventana. Podía ver la calle abarrotada de autos, y a la gente caminando por allí. De pronto, comencé a sentirme acalorada. Me examiné con la mirada y todo se aclaró.

— Necesitaré ropa nueva— mascullé mientras me quitaba la bufanda que había estado cubriendo mi cuello durante toda mi travesía. Luego, opté por retirar el gorro que llevaba en la cabeza, y por último, mi abrigo. Me pareció sorprendente que ni Hilary, ni Robert hubieran comentado o preguntado algo al respecto. Sonreí para mis adentros, quizá no habían querido parecer entrometidos. Estaba completamente orgullosa y segura de mi decisión respecto a ellos. Era gente buena, y estaría bien mientras permaneciera bajo su custodia.

Me senté sobre la cama. Era demasiado cómoda, y la almohada parecía bastante mullida. De repente, todas aquellas horas de interminable caminata me cayeron encima. Dormir se me hacía muy apetecible, en especial en ese lugar. No pude evitar soltar un bostezo, y sentí como mis párpados se abrían y cerraban. Quería dormir, lo necesitaba... y por primera vez, pude preguntarme a mí misma:

— ¿Qué evita que lo haga? Ya no hay nada de qué huir, nada de qué escapar— me dije a mí misma de forma tranquilizadora y persuasiva. Poco a poco fui perdiendo la conciencia y me sumergí en un mundo de sueños en el que por primera vez no intervendría una pesadilla.


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