29| ¿Ejecución?
Hurrem estaba de pie junto a la ventana, mirando hacia el horizonte con una mezcla de nostalgia y determinación. El tiempo se le había escapado entre las manos, y ahora, el peso del pasado y la incertidumbre del futuro se cernían sobre ella. El pequeño palacio donde se encontraba oculta con Suleiman e Ibrahim había sido su refugio, pero ahora, ese refugio se sentía más como una jaula.
Şah entró en la habitación, su presencia irradiando una energía inconfundible. Sus rizos negros caían con elegancia sobre sus hombros, y sus ojos brillaban con la intensidad de alguien que había visto y hecho más de lo que cualquiera podría imaginar.
—¿Entonces, hermana? —dijo Şah, cruzando los brazos mientras se recargaba casualmente en la puerta—. ¿Tienes todo listo para volver a tomar lo que es tuyo, o planeas hacerlo a lo loco?
Hurrem soltó un suspiro, todavía mirando hacia afuera, pero con el peso de la pregunta colgando en el aire. Se volvió lentamente hacia Şah, la preocupación visible en su rostro.
—He pasado cinco años de mi vida creando planes y estrategias —respondió Hurrem, su voz cargada de una frustración contenida—. Cinco años sin saber la verdadera situación del Imperio. Todo lo que había ideado, cada plan que tracé, está desfasado, inservible. Así que ahora... toca improvisar.
Şah parpadeó un par de veces, su expresión primero sorprendida, luego irritada. Sin previo aviso, agarró un cuaderno grueso que estaba sobre la mesa cercana y, con un movimiento rápido, se lo lanzó a Hurrem, golpeándola en la cabeza.
—¡Ah! —exclamó Hurrem, llevándose una mano a la cabeza mientras miraba a su hermana con una mezcla de sorpresa y molestia—. ¿Qué te pasa, Şah?
Şah se acercó a ella, sus ojos llenos de reproche, pero también de una profunda preocupación.
—Para eso hubiera sido mejor que vinieras antes —le espetó—. ¿De qué te sirve ahora todo ese tiempo perdido? ¡Cinco años, Hurrem! ¡Cinco años desperdiciados cuando podrías haber hecho algo mucho antes!
Hurrem la miró con una mezcla de resignación y tristeza, sintiendo el peso de sus errores.
—No podía recordar nada antes, Şah —dijo con voz baja—. No podía pensar en nada más que en sobrevivir. Y cuando finalmente recuperé mis recuerdos, el miedo, la incertidumbre... me paralizaron. No sabía en quién confiar, no sabía si aún había algo por lo que luchar. Y ahora, cuando por fin estoy lista, parece que todo se me escapa de las manos.
Şah dejó escapar un suspiro, suavizando un poco su postura. Se acercó a Hurrem y le tomó las manos.
—Lo sé, hermana. Pero ya no estamos en una situación donde podamos permitirnos dudar. Si vas a improvisar, entonces tendrás que hacerlo mejor que nunca. No podemos permitirnos fallar.
Hurrem asintió, apretando las manos de Şah con determinación renovada.
—Lo sé. Y no fallaré, Şah. Con tu ayuda, sé que podemos retomar lo que es nuestro. Lo que es mío.
Şah le devolvió el apretón, sus labios curvándose en una leve sonrisa.
—Entonces, dejemos de perder el tiempo —dijo Şah con un tono firme—. Porque el Imperio no va a esperar a que estemos listas.
Humasah caminaba furiosa de un lado a otro en sus aposentos, sus pensamientos eran un torbellino de ira y frustración. Las noticias sobre el creciente descontento en el pueblo, el clamor por un nuevo sultán y el peligro inminente que representaban Mustafá y Mehmed para su trono la hacían hervir de rabia.
—¡No permitiré que nadie me arrebate lo que es mío por derecho! —gritó, arrojando una copa de cristal contra la pared, que se hizo añicos al impactar.
Respiraba con dificultad, intentando controlar la furia que la consumía. Se detuvo de golpe, sus ojos brillando con una oscura determinación. Había llegado el momento de tomar una decisión definitiva. Si el pueblo quería a Mustafá o a Mehmed como sultanes, entonces simplemente habría que sacarlos del juego, de manera permanente.
—¡Agha! —vociferó Humasah, su voz resonando en el pasillo.
Un Agha entró apresuradamente, inclinándose ante ella.
—Mi sultana, ¿qué ordena? —preguntó con voz temblorosa, temiendo la furia de Humasah.
—Llama a los verdugos —ordenó ella, su voz helada como el acero—. Arrebatarán la vida de Mustafá y Mehmed, ambos deben ser eliminados antes de que este día termine.
El Agha la miró con sorpresa y temor, pero sabía que no podía cuestionar la voluntad de la sultana.
—Como ordene, mi sultana —respondió con un tono servil, inclinando la cabeza antes de retirarse rápidamente para cumplir la orden.
Humasah volvió a quedar sola en la habitación, su respiración se fue calmando, pero la tensión aún la embargaba. Estaba decidida a mantener su poder, a cualquier costo. Sin embargo, en su furia y determinación por eliminar a los dos candidatos más fuertes, olvidó un detalle crucial: la existencia de Mihrimah.
Mihrimah, hija de Kosem y Hurrem, era una alfa como Humasah. Una alfa con la astucia de Hurrem y la nobleza de Kosem, una combinación peligrosa y, posiblemente, la candidata perfecta al trono. Pero Humasah, cegada por su odio hacia Mustafá y Mehmed, no la tomó en cuenta.
Mientras Humasah se hundía en sus pensamientos, los verdugos se preparaban. Sogas en mano, se dirigieron en silencio hacia la kafes, donde se encontraban los prisioneros. Sabían que la orden que estaban a punto de cumplir cambiaría el curso del Imperio, y quizás no solo eso, sino también el destino de todos los que aún se aferraban al poder.
El destino de Mustafá y Mehmed pendía de un hilo, un hilo que Humasah estaba dispuesta a cortar sin piedad.
El aire en la kafes estaba cargado de tensión, pero una calma inusual reinaba entre los presentes. Kosem y Mahidevran, acompañadas por sus hijos, conversaban en susurros, intentando aferrarse a una normalidad que ya parecía lejana. Fue entonces cuando el sonido de pasos pesados, firmes y decididos, resonó por el pasillo.
Las puertas de la kafes se abrieron de golpe, y un grupo de verdugos entró con expresión sombría, sus ojos fríos y calculadores clavados en la familia imperial. Kosem y Mahidevran intercambiaron una mirada llena de preocupación antes de ponerse de pie, instintivamente colocando a sus hijos detrás de ellas.
—¿Qué desean? —preguntó Kosem con voz firme, aunque su corazón latía con fuerza en su pecho.
El líder de los verdugos dio un paso adelante, su tono seco y sin emoción—. Son órdenes de la sultana Humasah. Venimos a cumplir con nuestro deber.
Mahidevran, presa del pánico, avanzó un paso y, en un acto de desesperación, se quitó su corona y la ofreció temblorosa a los verdugos.
—Por favor, tomen esto —suplicó, su voz temblando—. Pero déjennos en paz. Dejen que vivan.
El verdugo miró la corona con desdén y luego sus ojos volvieron a Mahidevran.
—No es una cuestión de riqueza, sultana —dijo con una frialdad que helaba los huesos—. Es la vida de ellos o la nuestra.
Detrás de sus madres, los príncipes y princesas comprendieron, con una claridad dolorosa, la gravedad de la situación. La desesperación y el miedo se apoderaron de ellos, sus mentes intentando asimilar lo que estaba ocurriendo.
Ayse, con la voz temblorosa y la mirada perdida, preguntó casi en un susurro—: ¿Y Turhan? ¿Dónde está mi hermana?
Los verdugos, sin una pizca de compasión, respondieron con crueldad—. Está muerta.
El impacto de esas palabras fue devastador. La cara de Kosem se contrajo en una mueca de dolor, y Mahidevran, confundida, miró a los verdugos sin comprender del todo quién era esa Turhan, pero el dolor de Kosem no le pasó desapercibido. El miedo, mezclado con la desesperanza, llenó la atmósfera. Esa breve muestra de vulnerabilidad fue suficiente para que los verdugos sintieran que era el momento de actuar.
Sin más preámbulos, los verdugos se lanzaron hacia los príncipes, dispuestos a cumplir con su tarea. El caos estalló en la kafes. Mehmed, Mustafá, Mihrimah, Selim, Ayse y Bayaceto lucharon con todas sus fuerzas, aferrándose a la vida con uñas y dientes. Gritos y sollozos llenaron el aire mientras las madres intentaban proteger a sus hijos, golpeando y arañando a los verdugos con una furia nacida del instinto más primario.
Kosem, con el corazón desgarrado y la desesperación al límite, se lanzó contra uno de los verdugos que intentaba sujetar a Mehmed, su hijo mayor. Mahidevran, por su parte, se interpuso entre los verdugos y Mustafá, gritando con todas sus fuerzas para que se detuvieran.
Pero los verdugos estaban entrenados para esto. Con brutalidad y precisión, lograron inmovilizar a los príncipes uno a uno, el suelo manchado de sangre, lágrimas y el dolor de una familia que se desmoronaba ante la despiadada voluntad de Humasah.
La lucha continuó, con los príncipes dando todo de sí para resistir, pero la violencia de los verdugos, la crueldad de sus golpes y la implacabilidad de sus acciones parecían ir desmoronando cualquier esperanza.
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