18|Mehmed.

Los aghas dejaron las cosas de Kösem en el suelo de la habitación y salieron, con tan poco tacto como cuando entraron.

Un suspiro apareció en los labios de la omega, era de frustración más que nada, pero, teniendo en cuenta cómo era Humasah y su poco tacto con los demás, debería sentirse halagada. Pese a que no se cumplió lo que ella pidió, al menos tenía una habitación con luz del sol y no toda oscura, como las del antiguo palacio.

Miró con desdén a su alrededor. Sí, eso le pasaba a ella por confiar en Humasah, teniendo en cuenta que ella solo pensaba en su bienestar. Caminó hasta sentarse en su cama y dejó escapar otro suspiro. No era nada bonita en comparación con su habitación cuando era la esposa legal de Hurrem y era mil veces más pequeña que aquella habitación; tranquilamente podría ser la habitación de alguna favorita de una noche.

"¿Y mi habitación? ¿Mükerrem duerme ahí? ¿La estará cuidando bien? ¿Habrá cambiado el color de las paredes? ¿Los retratos, muebles y adornos seguirán ahí? ¿Y mis joyas? ¿Mis vestidos? ¿Mis coronas? ¿Las cartas de mis pequeños estarán ahí?" 

Esos fueron algunos de los pensamientos que tuvo Kösem al mirar un punto fijo de la pared, pues aunque le gustara admitirlo o no, ella había sido realmente feliz en Topkapi y aquel palacio había sido su hogar durante muchos años de su vida.

Una triste sonrisa apareció en sus labios cuando surgió el recuerdo de cuando creía que viviría muchísimos años en ese palacio, junto a Hurrem y sus hijos. Nunca codició el puesto de Valide o Haseki; sus únicos dos deseos eran ver a sus niños crecer lo suficiente como para verlos partir a sus provincias y vivir menos que Hurrem. Deseaba vivir menos que ella para no tener el dolor de sufrir con su partida.

Pero el sucio destino tenía sus planes y todos sus deseos quedaron en simples fantasías, porque lo más probable era que nunca viese a sus niños crecer y convertirse en valientes príncipes. Era más posible ver cómo una caravana de tumbas desfilaba por todo el imperio. Y sobre Hurrem, bueno, no había forma de cambiar el pasado.

Escuchó el sonido de las puertas abrirse y se mantuvo en su posición. Solo escuchó cómo una kalfa le traía vestidos de parte de Humasah y luego se fue. Se acercó hasta los vestidos y se quedó en silencio cuando vio cómo lucían; definitivamente esa mujer no tenía ni la mitad del buen gusto que tenía su amada pelirroja, aunque claro, Humasah ni la quería ni siquiera tres tercios de lo que lo hacía Hurrem.

Los vestidos eran tan sobrios y neutros como los de una concubina cualquiera recién llegada al harén, sin bordados de oro ni de plata, mucho menos perlas o telas llenas de vida y brillo. Para nada eran vestidos acordes a su rango, el de una sultana.

Y fue en ese preciso momento en que sus neuronas hicieron conexión y sus ojos se agrandaron. Luego soltó una maldición por lo bajo, entendiendo el punto al que quería llegar Humasah: ella no era más que una concubina ante sus ojos, una hatun cualquiera y sin importancia. Aunque ella le diese un alfa, la situación sería la misma; no la subiría de rango ni le daría una habitación más grande o vestidos bonitos como solía acostumbrar.

—Kösem Hatun. —Habló la misma kalfa que entró hace un momento a dejarle los vestidos.—Nuestra sultana me ordenó que viniera a recoger sus pertenencias.

—¿De qué pertenencias hablas, mujer? Si no tengo nada.

La kalfa miró con cierto rencor a Kösem y, luego de guardar silencio por unos instantes, sonrió.

—Aún tiene su collar y su corona, los anillos de sus manos y el vestido lleno de bordados de oro.

—Es normal que use vestidos así, soy una sultana, no una concubina. Puedes decirle a Humasah que se lleve sus vestidos y mande a traer los míos, que aún están en el antiguo palacio.

—¿Es que no lo entiendes? Tú no eres una sultana, dejaste de serlo el mismo día que murió Hurrem, el mismo día en que fuiste al antiguo palacio y el mismo día en que se te negó el derecho de cuidar a esos niños.

Kösem se levantó indignada ante esto, controló sus ganas de querer matar a la omega y tiró la corona de su cabeza al suelo. Arrancó el precioso collar de rubíes y también lo tiró. Se despojó rápidamente de los anillos y el vestido rojo, y se colocó uno gris de los que le había traído Humasah. La kalfa sonrió complacida y, recogiendo todo, salió de la habitación con una sonrisa radiante.

Una vez estuvo sola de nuevo, gritó todo lo que tenía que gritar, aventó todas las almohadas, las sábanas, los muebles, y una vez hecho un desastre la habitación, con un solo pensamiento en la cabeza, salió de ella y comenzó a caminar por los pasillos con determinación. Agradecía conocer este palacio como la palma de su mano. Llegó al lugar donde lavaban las ropas, tomó un velo blanco antes de que cualquiera se diera cuenta de que estaba ahí, se lo colocó y volvió a correr por los pasillos hasta la cocina. Tomó una bandeja con pan y un poco de sopa y salió.

Quien sea que la veía pensaba que era una sirvienta más, por lo que nadie se atrevió a preguntarle nada o siquiera detenerla. Y una vez estuvo frente a la puerta, los aghas le abrieron la habitación como si fuera lo más normal del mundo. Una vez que escuchó cerrar las puertas mientras dejaba la bandeja con los panes y sopa sobre una pequeña mesa, sonrió. Lo había logrado.

—Señorita, ¿es nuestra nueva kalfa? —preguntó una vocecita que conocía a la perfección.

—Sí, así es —dijo, volteándose para encontrarse con aquellas caritas inocentes que tanto amaba.—Mi amado Mehmed, tu madre está aquí.

Y con solo esas simples palabras, el joven príncipe corrió a los brazos de su madre para fundirse en un fuerte abrazo, sin querer separarse nunca más.

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