Capítulo 34 {2ª Parte}

Alec conduce el coche de su querida prometida por las calles de Broadchurch. Apenas hace varios minutos que la han recogido y han metido su maleta y pertenencias en el maletero. Cora está sentada a su lado, en el asiento del copiloto. De vez en cuando, ambos dan una ligera mirada a la parte trasera del coche a través del espejo retrovisor interior, donde se encuentra su hija. No han hablado desde que la han recogido en casa, y el trayecto hasta la estación de metro está haciéndose pesado e incómodo para los tres. Pero no tienen nada de lo que hablar. Todo se reduciría a evitar la marcha de la rubia, al fin y al cabo, y ya ha quedado claro que no hay forma de hacerla claudicar. Pasan rápidamente por la Calle Mayor, y en cuanto su mirada azul se posa en el exterior del coche, Daisy se acobarda en su asiento, agachando el rostro y el cuerpo, como si quisiera desaparecer.

—Mierda —musita en voz baja, desviando la mirada nuevamente al exterior.

—¿Estás bien, Dais? —inquiere la pelirroja, antes de seguir su mirada al exterior del coche. Inmediatamente, contempla a los tres muchachos que se presentaron en su casa. Los reconoce al dedillo, y ahora que la tutora de su hija le ha facilitado los datos sobre sus identidades, no piensa cortarse ni un pelo. Esperaba una oportunidad para hacer algo por su hija, y acaba de presentársele—. Ahora vuelvo —sentencia en un tono decidido mientras se desabrocha el cinturón de seguridad, apeándose del coche nada más Alec ha aminorado la marcha.

—¡Mamá! —exclama la estudiante, preocupada por su ademán claramente airado.

—¡Lina! —el hombre de cuarenta y siete años la llama, preocupado porque haya abandonado el coche estando en marcha, pero sus preocupaciones quedan relegadas a un segundo plano en el mismo instante en el que sigue su trayectoria, posando sus ojos pardos en esos muchachos que reconoce. No necesita más de dos segundos para comprender qué es lo que la ha hecho apearse del vehículo.

—Papá, ¿qué estás haciendo? —cuestiona la joven estudiante de instituto en cuanto contempla que su progenitor detiene el vehículo en la carretera sin importarle las reglas de tráfico, antes de desabrocharse el cinturón, con el claro objetivo de seguir a la inspectora con piel de alabastro.

—Quédate aquí —ordena el inspector, saliendo del vehículo en busca de su futura mujer, quien no le saca demasiada ventaja, pues ha aminorado la marcha de sus pisadas de manera consciente, claramente esperando a que la alcance. Quiere que hagan esto juntos, como le dijo que harían.

—¡Mamá! ¡Papá!

—¡Policía! ¡Cállese! —exclaman ambos inspectores en un tono que sube de intensidad a cada palabra, ante el sonido de los cláxones del coche que hay tras el suyo. Tras decir estas palabras, continúan su camino hacia los tres adolescentes, quienes aún se carcajean, completamente ignorantes ante lo que se les viene encima—. ¿Os estáis divirtiendo, chicos? —inquiere la pelirroja con piel de alabastro—. Veamos, Michael Lucas, Reed Richardson y Vincent Winters, ¿verdad? —en cuanto apela a ellos, los chicos dejan de reír y palidecen al momento, pues que una policía, especialmente la brillante mentalista de la Comisaría de Broadchurch, sepa su nombre, no es bueno—. Levantaros, por favor —les pide en un tono inusual y escalofriantemente calmado—. He dicho que os levantéis —insiste en un tono más firme, contemplando satisfecha cómo han palidecido aún más, comenzando a temblarles las piernas levemente.

—¡Levantaos! ¡De pie! —es Alec quien alza la voz, provocando que los jóvenes estudiantes por fin obedezcan, temblando de pies a cabeza—. Cuando un inspector de policía os diga que os levantéis, lo hacéis al momento, ¿¡queda claro!?

—S-sí señor —responde Reed, amedrentado por el ademán de ambos, quienes parecen ser un contraste entre el sol y la luna. Él está iracundo, mientras que ella está demasiado tranquila. Casi pareciera que van a cometer un asesinato allí mismo, mandando a la porra las consecuencias.

—¿Quién de vosotros compartió las fotos de nuestra hija con todo el instituto? —cuestiona Alec una vez se detiene frente a los estudiantes, colocando sus manos en sus caderas en una actitud amenazante. Contempla que su prometida se cruza de brazos, posando su mirada celeste en ellos.

—N-no sé de qué habla —intenta zafarse Vincent.

—Oh, claro que sí que lo sabéis —rebate la pelirroja de piel clara en un tono férreo, no admitiendo ninguna excusa para su comportamiento—. Espero que os quede claro, al igual que a vuestro amigo Michael —en cuanto su nombre sale de la boca de la inspectora, el aludido agacha el rostro, evidentemente avergonzado y nervioso—, que compartir pornografía es un delito federal tipificado en el código penal —una sensación de satisfacción y disfrute malicioso se hace presente en su cuerpo al contemplar cómo palidecen aún más, intercambiando silenciosas miradas—. Podríais ir a la cárcel y cumplir una condena de dos a cuatro años, porque sí, dejadme que os lo aclare... —inhala hondo antes de comenzar a exponer sus argumentos—. Primer punto: a partir de los 16 años podéis ser juzgados como adultos, de modo que el tribunal de menores no os va a salvar el trasero; y segundo punto: compartir fotos íntimas de una persona, sin su consentimiento expreso, en la que se encuentre desnuda o semidesnuda, se considera pornografía.

—No-nosotros no...

—Vosotros, unos bebés que os creéis muy hombres... Habéis herido a nuestra hija —es el turno de Alec para aleccionarlos, de modo que interrumpe al momento las palabras de Reed sin siquiera pestañear, siendo testigo de cómo su futura mujer escribe un mensaje en su teléfono móvil en un ademán concentrado, antes de guardárselo en el interior de la chaqueta: es evidente que tiene algún plan, y no pude esperar a verlo en marcha—. Así que, de ahora en adelante, estaré pendiente de cada cosa que hagáis, cada cosa que hagan vuestros padres o que haga vuestra familia —sabe que podría perder su trabajo por esto, que podrían denunciarlo, pero ahora mismo esto es secundario. Y no le importa nada. Lo más importante para él, son Lina, Daisy y su bebé. Y si para garantizar que estén a salvo y felices debe arriesgarlo todo, así lo hará—. Como a alguno de vosotros se le ocurra siquiera eructar cuando no deba, allí me presentaré.

—¿Nos está amenazando? —inquiere Vincent.

—No, hijo, os estamos informando —sentencia la pelirroja de ojos azules en un tono igual de calmado que el de hace unos minutos, cuando ha expuesto lo que podría pasarles al haber compartido la fotografía.

—¿Sabéis a qué nos dedicamos en nuestro trabajo? ¿Eh? —inquiere de manera retórica, pues piensa dejarles claro que no pueden jugar a ser inocentes con ellos, no cuando su modo de vida consiste en encerrar a criminales y analizarlos—. Tratamos con asesinos, y matones violentos, y agresores sexuales. Y ganamos. Siempre salimos indemnes.

—Así que —intercede la madre de la rubia que espera en el coche—, no penséis ni por un segundo que nos va a costar el más mínimo esfuerzo meteros en vereda.

—Si alguno se acerca, más aún: si os ocurre hablar con... —parece pensárselo mejor, contando hasta diez hasta lograr calmar un poco su temperamento, pues de seguir dando rienda suelta a su ira, sabe que es capaz de esposarlos allí mismo y obligarlos a acompañarlos a comisaría para confesar sus delitos—. No, no... Si se os ocurre volver a hablar sobre nuestra hija, o volver a hacer cualquier cosa que la haga sufrir, os encontraré, y os cortaré vuestras diminutas pollas.

—No puede decirnos eso —quiere rebatir Vincent—. Ambos son policías.

—Somos padres —recalca el inspector trajeado de cabello y vello facial castaño, logrando que su acento natural tome fuerza, recalcando cada palabra—. Y haremos lo que sea necesario para proteger a nuestra hija.

—Enseñadme vuestros teléfonos, desbloqueados, por favor —ordena la inspectora taheña en un tono firme, pues piensa registrar su contenido gracias al permiso que ha obtenido por parte de la directora del instituto, así como de los padres de estos muchachos, con quienes ha contactado antes de iniciar el interrogatorio para comunicarles lo sucedido con Daisy—. Y antes de que digáis nada, tengo el permiso de vuestros padres y la directora, de modo que no podéis negaros a que realice un registro de vuestra galería... —añade antes de que puedan objetar nada, logrando descolocarlos al momento—. Y no intentéis eliminar nada, porque lo sabré, ¿queda claro?

—¡S-sí señora! —responde Reed, temblando de pies a cabeza.

—A partir de ahora —continúa la madre de Daisy, con una sonrisa de satisfacción en su rostro, mientras acepta los teléfonos de Vincent y Reed—, no solo seré yo quien estará pendiente de vosotros, sino también mi marido, como bien os ha aclarado —finaliza, con una sonrisa de deleite en su rostro al contemplar cómo los jóvenes estudiantes palidecen aún más, ante la amenaza de que serán controlados no solo por Alec Hardy, sino por ella misma.

Conocen de sobra la reputación de ambos inspectores tras la resolución del caso de Daniel Latimer, así como el caso de Sandbrook, siendo figuras famosas y reconocidas en el pueblo, y no quieren jugar con fuego, pues casi con total seguridad, acabarían quemándose. El hecho de que no conectasen que Daisy era hija de estas dos eminencias de la policía, es algo que ahora están pagando con creces.

—¿Y si no lo hago? —inquiere Michael Lucas en un tono ligeramente soberbio.

—¿Qué? —pregunta la pelirroja de ojos azules, sorprendida.

—¿Y si no hago lo que me pide? —especifica Michael negándose a entregarle su teléfono, pues piensa que ahora mismo, no necesita problemas en su vida. El problema que ya tiene entre manos, al haber sido castigado por compartir pornografía en el instituto, es más que suficiente.

—Pues en ese caso —responde la inspectora con un tono sereno y pausado, recalcando cada palabra—, será mi marido, aquí presente, quien se persone en tu casa para hablar con tus padres y detenerte por un delito tipificado por la ley —asegura sin apenas pestañear, pues es una certeza prácticamente inevitable. Contempla cómo los muchachos palidecen aún más ante la amenaza de que sea él quien llame a la puerta de su casa y hable con sus padres, pues su reputación lo precede.

—¿Y si le hacemos caso? —pregunta Reed, nervioso—. Hemos entregado los teléfonos...

—Pues en este caso —responde la madre de la joven estudiante que aún espera en el coche—, no será mi esposo quien se presente en vuestras casas para hablar con vuestros padres, sino que seré yo la que lo haga, para asegurarme de que os imponen una medida disciplinaria —dice con un tono sereno, antes de esbozar una breve sonrisa, comprobando que los chicos parecen más aliviados al saber que han hecho lo correcto. Quieren evitar por todos los medios a su alcance que Alec Hardy vaya a su casa y aporree la puerta para detenerlos. Tras unos segundos, la mentalista de piel de alabastro y ojos celestes toma el teléfono de Michael en sus manos, quien se ha acobardado ante la idea de que vayan a detenerlo por incumplir la ley—. Muchas gracias por vuestra colaboración —les dice al cabo de unos segundos, posando su mirada en las pantallas de los teléfonos. Rápidamente se desplaza por los menús y entra en la galería de cada uno. Una vez encuentra la fotografía comprometedora de Daisy, se deshace de ella permanentemente—. Bien —les devuelve los teléfonos tras teclear un mensaje con uno de ellos—, he borrado la fotografía de vuestras galerías después de hacerle una captura de pantalla, enviándome a mi teléfono las pruebas, en caso de que se os pase por la cabeza el intentar negar la acusación —los estudiantes intercambian miradas preocupadas—. Por otro lado, he escrito un mensaje en el chat grupal del instituto que dice así: «A la atención de todos los estudiantes: soy la Inspectora Coraline Harper. Me dirijo a vosotros porque se ha notificado a la policía de Wessex la difusión de una fotografía íntima y personal de una alumna que roza peligrosamente la línea de lo pornográfico. La posesión y distribución de contenido pornográfico de cualquier tipo, incluyendo una fotografía explícita como esta, será tratado ante la ley como un delito grave, con una apertura de expediente criminal por parte de la policía, y un cumplimiento de hasta cuatro años de cárcel. Se insta a todos aquellos que aún tengan la fotografía en su poder, que acudan al despacho de la directora para confesar el delito, sometiéndose a la consiguiente sanción disciplinaria. Deberán asimismo, borrar la fotografía frente a la directora del centro, que dará constancia de ello al departamento de policía, evitándose así, la apertura de un expediente policial grave. Aquellos que no lo hagan, que no cumplan con la directriz que he expuesto aquí, serán tratados como delincuentes, detenidos por la policía, y enviados a la cárcel tras un juicio rápido por un particular» —lo recita de memoria, y los jóvenes que tienen delante agachan el rostro, claramente avergonzados por sus acciones—. Quiero que, delante de nosotros, ratifiquéis que vamos muy en serio, y que de no hacerlo, deberán asumir las consecuencias —ve cómo los muchachos asienten al momento, evidentemente no queriendo incurrir en su ira, que pese a ser diferente a la del inspector de cabello castaño, está latente en sus palabras y ademán. Es como estar frente a un depredador, que espera pacientemente a que su presa cometa un error para hincarle los dientes en la yugular. Inmediatamente, los ve escribir de manera acelerada en el grupo del instituto, y por lo que puede leer al revés, están afirmando que la policía ha mandado este mensaje, y que deben hacer lo que se les pide, o de lo contrario será muy serio lo que suceda—. Bien hecho —los halaga, contemplando que guardan los teléfonos en sus bolsillos al terminar de escribir sus mensajes. Una vez pasan cinco segundos, se escuchan claramente el sonido de multitud de notificaciones, dejando claro que los estudiantes están, como mínimo, acojonados por la idea de ir a la cárcel. Sin duda alguna, su manipulación del comportamiento ha dado resultado, y no cree que vayan a volver a molestar a su pequeña en lo venidero—. Ah, y también he enviado un mensaje al grupo de padres de todo el instituto, de modo que no esperéis una cálida bienvenida cuando lleguéis a casa... —nuevamente, contempla con evidente satisfacción cómo los rostros, hasta hace unos segundos aliviados de los chicos frente a ella, palidecen y se estremecen con sus palabras.

—¡Y ahora, marchaos! —exclama Alec en cuanto se asegura de que su querida Lina ha acabado con su rapapolvos, logrando que los estudiantes salgan de allí despavoridos. Una vez recupera el aliento, intercambia una mirada orgullosa con su prometida y madre de su bebé—. ¿De verdad crees que esto funcionará? —pregunta mientras ambos inspectores regresan al coche.

—Sin duda —asevera con un tono lleno de seguridad—. No van a volver a hacer algo como esto jamás —asegura con confianza, pues conoce de sobra el carácter de esta clase de chicos, y a juzgar por los mensajes que han recibido al momento, está claro que el miedo ha hecho su trabajo. Cuando cierran las puertas del coche tras llegar a él, ambos se vuelven hacia la estudiante, quien los observa con una mirada entre nerviosa, agradecida y temerosa—. ¿Me dejas ver tu billete? —pide la analista, extendiendo su mano derecha. Como esperaba, la rubia de ojos azules le entrega el billete al momento, y Coraline se asegura de que vea cómo lo rompe es dos pedazos, echándolo por la ventana del vehículo, evitando cualquier posibilidad de que pueda marcharse de Broadchurch.

—¡Mamá! —exclama Daisy con un falso tono molesto, pues no hay nada que la haya hecho sentirse más segura, querida y orgullosa que el ver a sus padres defendiéndola y poniendo en jaque de tal manera su trabajo con tal de protegerla. Era justo lo que esperaba que hicieran para evitar que se marchase, y la alegría la invade de pies a cabeza, aunque ahora mismo no quiera expresarla para no romper el ánimo decidido de su padre, cuyo rostro decidido contempla por el espejo retrovisor interior.

—Vas a quedarte aquí con nosotros —asevera Alec con un tono firme, antes de descolgar el teléfono móvil, el cual no deja de sonar con el tono de una llamada entrante, dentro del bolsillo interior de su chaqueta—. Miller, Lina y yo estamos ocupados.

—Nish acaba de hablar con Laura Benson —le comunica su buena amiga y compañera de trabajo al otro lado de la línea telefónica—. Llamó al servicio de asistencia en carretera de Jim Atwood antes del ataque —ante sus palabras, el inspector escocés intercambia una mirada significativa con su pareja, quien advierte al momento que algo no va del todo bien, por lo que, con certeza, deban hablar con uno de su lista de sospechosos.


Cerca de las 10:00h, una vez han dejado a Daisy en casa, con la rubia abrazándose a sus padres para darles las gracias por lo que han hecho por ella, la pareja de inspectores se ha reunido nuevamente con Ellie Miller en la comisaría de policía. Les ha comentado cómo es que, con la lista de datos que ha recabado ella del taller del mecánico, al preguntarle a Laura Benson si conoce la compañía, ésta ha afirmado dicha información. De ahí la coincidencia que deben investigar, pues ahora a Jim Atwood se lo puede relacionar no solo con la agresión de Trish Winterman por haberse acostado con ella anteriormente, habiéndose encontrado además muestras de su ADN en ella, sino con la agresión de Laura Benson, al haber acudido en su ayuda, prestándole sus servicios antes de la agresión. Ese es el motivo que los ha llevado a subirse en el coche de la veterana agente de policía de cabello castaño, dirigiéndose hacia la residencia de los Atwood. Han preguntado en el taller, y los subordinados del marido de Cath les han asegurado que ha ido a su casa. Por el camino Ellie no ha podido evitar advertir que el humor y el ademán de sus dos amigos y futuros cónyuges ha aumentado significativamente, lo que solo pude significar una cosa: ha pasado algo bueno. Y espera que tenga que ver con Daisy, porque se merecen vivir todos juntos allí, como una gran familia feliz. Y no lo piensa solo porque vaya a ser la madrina del bebé que viene en camino.

—Solo digo que es mucha comida para un fin de semana —escuchan decir a Jim Atwood en un tono bromista, contemplándolo cargar con las bolsas de la compra en sus manos, una vez se apean del vehículo de Miller.

—¡No es mucho...! —niega Cath en un tono animado, antes de que su expresión divertida, al verlo cargar con tantas bolsas, se borre de un plumazo al aseverar con sus ojos cómo los inspectores a cargo del caso de Trish aparecen literalmente en la puerta de su casa, con expresiones además, nada agradables en el rostro.

—Entra en casa, Cath —le pide el mecánico a su mujer tras carraspear y rodar los ojos, pues después de la visita de la Inspectora Miller a su lugar de trabajo esperaba que, tarde o temprano, vinieran a hablar con él sobre sus servicios de atención en carretera.

—No.

—¿No pueden dejarnos en paz?

—Tenemos preguntas nuevas —asevera la brillante y sagaz analista del comportamiento en un tono factual, habiéndose cruzado de brazos, antes de posar su mirada cerúlea en las bolsas que el mecánico, y ahora sospechoso, lleva en ambas manos—. Pero antes de eso... ¿Les importaría dejar las compras en casa? No es buena idea abandonarlas a la intemperie con este sol de justicia —utiliza adrede ese juego de palabras con el fin de poner algo nervioso al marido de la mujer rubia, y parece funcionar, pues palidece ligeramente ante sus palabras, y traga saliva, incómodo.


Cuando se ha asegurado de que sus hijas han desayunado finalmente algo con fundamento, Beth suspira con pesadez: tiene que hablar con Mark, hacerle ver que puede salir de esta rueda autodestructiva, porque ella comprende lo que es pasar por una depresión. Sí, puede que ella no estuviese tanto tiempo metida en ella porque encontró un propósito por el que seguir viviendo, pero eso no quita que no pueda empatizar con él y hacerlo razonar. Necesita evaluar en qué estado se encuentra, y qué deben hacer para asegurarse de que no vuelve a intentar quitarse la vida. Primero de todo, deben llevarlo a un lugar tranquilo y seguro, para que recobre no solo la fuera física, sino la mental. Y para ello, tiene que hacer un esfuerzo por buscar la voluntad de curarse.

—¿Estás bien, Mamá? —pregunta Chloe en un tono preocupado, pues la ha notado muy callada desde que han bajado a desayunar a la cafetería.

Mientras desayunaban de hecho, ha recibido un mensaje de Daisy, diciéndole que va a quedarse en Broadchurch, que sus padres han intervenido y les han dado un tirón de orejas a los responsables de difundir su foto. Al menos hay una noticia capaz de alegrarle el día, o eso piensa la rubia.

—Sí, tranquila —responde Beth mientras asiente lentamente, entregándole a la infante a los pocos segundos—. ¿Te importa esperar aquí con Lizzie mientras hablo con tu padre? —le pregunta con un tono confidente, pues lo que tiene que discurrir con Mark no es algo que deban escuchar sus hijas—. Prometo no tardar demasiado —añade con cariño, besando las frentes de sus hijas, quienes la contemplan con gran amor y adoración.

—Mamá —Chloe la llama, y ella detiene su caminar hacia los ascensores de la segunda planta, donde se encuentra la habitación de su marido—. ¿Por qué no somos suficiente?

La pregunta hace que se le encoja el corazón, pues su hija es más astuta de lo que parece. Ha sabido reconocer que su vida, su placida vida y su compañía, no son suficientes para hacer que Mark pase página. Y lamentablemente, aún no es capaz de darle una respuesta a su pregunta, pero espera, tras hablar con él, conseguir una que pueda justificar todo esto.

—¿Qué esperabas conseguir de él? —le pregunta una vez se sienta junto a su cama, habiéndose quedado a solas tras permitir que los médicos hagan su trabajo, monitoreando sus constantes y estado—. ¿Qué fue lo que te hizo ir hasta allí para verlo y hablar con él?

—Quería oírselo decir, ¿sabes? —inmediatamente, la joven madre sabe perfectamente a qué se refiere. Quería que le dijera cómo vivió Danny sus últimos momentos. Cómo fue que se encontró con ese terrible destino, que nunca debería haberlo tocado—. Quería que confesara, como no hizo durante el juicio... Lo que le hizo a Dan, lo que le hizo a Cora —el nombre de su amiga y mayor apoyo sale de sus labios y Beth siente que se estremece: comprende y aprecia que las acciones de su marido estuvieran motivadas no solo por conseguir respuestas y justicia, sino por amistad y lealtad. Lealtad a su familia, a su querido hijo, y a su apreciada amiga, que tanto arriesgó por ellos—. Intenté grabarlo con el móvil para dárselo a la policía, pero me lo quitó.

—¿Y qué te dijo? —aunque haya pasado tanto tiempo, tantos meses y años, mentiría si dijera que ella no desea saber qué es lo que le pasó a su hijo aquella fatídica noche. Puede que sea macabro, pero conseguir respuestas es mejor que mantenerse en una ignorancia perpetua.

—Me lo contó todo —resume Mark rápidamente, posando sus ojos azules en su mujer—. Me contó cómo conoció a Cora, cómo es que llegó a abusar de ella... Y me contó cómo murió Dan —revela poco a poco, sin dar mayores detalles, pues por un lado, ya ha enviado la carta con el contenido de la confesión a la inspectora taheña, y por otro lado, quiere evitarle a Beth un mayor sufrimiento—. Y luego se disculpó —la ironía de esa disculpa aún sigue latente en su mente: que fuera incapaz de admitir su culpa y de disculparse por lo que hizo en el juicio, pero que fuera capaz de hacerlo frente a él, en una conversación... No hay dudas ahora acerca de que su auténtica naturaleza es la de un psicópata sin humanidad ni moral. Sabía perfectamente lo que estaba haciendo, y aun así, lo hizo, independientemente de las excusas que ponga ahora por medio para intentar aliviar su aparente sentimiento de culpa.

—Entonces... —Beth traga saliva—. ¿Has conseguido lo que querías? ¿Lo que necesitabas?

—Creía que era lo que necesitaba, pero ahora solo me siento... Más vacío —admite el fontanero en un tono apático lleno de melancolía—. No estoy bien, no creo que vaya a estarlo, al menos por un tiempo...

—¿Querías quitarte la vida? —la pregunta hace que le tiemble la voz.

—Estoy tan cansado, Beth... No puedo pensar en el futuro —se expresa con el corazón en la mano, dejando claro sus sentimientos sobre su propia vida y su situación. Aunque para ella, es como si ahora no estuviera hablando su marido, sino su depresión—. ¿Sabes? Sería más fácil si todo desapareciese.

—¿No puedes hablar con nosotras? —debe saber que puede contar con ellas—. ¿Conmigo?

—Ya hablamos, contantemente de hecho, pero no he sentido que me ayude —niega él, sintiendo que los ojos se le humedecen, poniéndosele borrosa la vista—. Quería hacer algo... Porque me siento tan impotente...

—Siento mucho que estés sufriendo tanto, Mark, de verdad —Beth se sincera con él, deseando poder ayudarlo en todo lo que sea posible—. Siento que estés perdido, siento que te sientas solo... —nota cómo le tiembla la voz y se le hace un nudo en la garganta, producto de la tristeza y la compasión—. Quiero que sepas que siempre puedes acudir a nosotras, siempre puedes hablar con nosotras, porque intentaremos ayudarte... Pero Mark, mientras tu dolor te siga abrumando, mientras sigas negándote a recibir ayuda, a hablar con alguien sobre ello, no podremos ayudarte, y no podrás superar esto —intenta razonar con él, utilizando su entrenamiento como asesora en delitos sexuales, además de su empatía y sus tácticas para empatizar con la persona que tiene delante—. Por favor, créeme, hay gente, profesionales del ámbito, que pueden ayudarte.

—Lo he intentado.

—Pero ahora es diferente, porque nunca habías llegado a este punto, ¿no lo ves? —le dice la joven madre en un tono determinado—. Vamos a cuidar de ti, a llevarte a casa hasta que te recuperes física y mentalmente como para decidir qué quieres hacer a continuación —sugiere con un tono lleno de determinación, pues no piensa abandonarlo cuando más las necesita. Cuando más necesita que alguien lo salve—. Porque ahora no eres capaz de tomar una decisión acertada, ya que no estás en tu mejor momento —sabe que tiene razón en su predicamento, de modo que habla en un tono más sereno, intentando dominar el temblor de su voz—. Y no me malinterpretes, te comprendo, te apoyo, pero ahora tienes que pensar en ti y en tu salud, en tu futuro.

—¿Qué hay de Paul? —él supone que ha estado viviendo con ella hasta ahora, y no quiere crear una situación incómoda con su presencia en la casa. Para su sorpresa, contempla que Beth sonríe con amabilidad.

—Es muy amable por tu parte que te preocupes, pero ya está todo hablado —le revela en un tono suave—. Ahora mismo, lo importante es que tú estés bien, en un espacio cómodo y seguro, y Paul lo entiende perfectamente.

—¿De modo que me vas a obligar a ir a casa? —pregunta él, sintiendo un nudo en la garganta.

—No. No te voy a obligar a hacer nada —le asegura ella con calma, negando con la cabeza antes de suspirar, pues si algo tiene que reconocerle a su todavía marido, es su testarudez—. Pero quiero que vengas con nosotras, que te recuperes, para rescatar algo del antiguo Mark.

—No soy capaz de superar esto.

—No voy a obligarte a hacerlo —concede ella, intentando mantenerse paciente—, pero tampoco voy a permitirte que hagas alguna locura hasta que te encuentres mejor, y creas que puedes afrontarlo —no piensa dejar que se escape de su vista, porque no quiere que vuelva a intentar acabar con su vida.

—¿Y qué pasa si no me recupero?

—Entonces, te dejaré marchar, pero solo si me das tu palabra de que te vas a cuidar, que vas a recibir ayuda, que vas a permitir que estemos en contacto contigo y que nos preocupemos por ti.

—No puedo prometerte nada.

—Puedes, y lo harás —insiste ella, ocultando su miedo de que no pueda cumplir esta promesa—. Por favor, Mark.

—No puedo —susurra él con tono apático.

—No puedes, o no quieres —le corrige ella, dándole un tono más firme a su voz—. Porque tienes que elegir: o vienes a casa con nosotras e intentas recuperarte, o te marchas y te olvidas de todo y de todos, de todo lo que hemos vivido y conseguido hasta ahora... —le da un ultimátum, pues sabe que en estos casos, con un paciente así de testarudo, solo puede mantenerse firme para ayudarlo a razonar—. Por favor, Mark, piensa en las niñas.

—Es irónico —susurra él con tono taciturno—. La verdad es que tengo miedo —consigue admitir—. Miedo de no volver a ser yo mismo, pero estoy cansado de ser un estorbo, de no poder ser feliz, de no poder ser como tú... —señala él de manera acusatoria—. Tú eres feliz, Beth. Y eso me hace sentir tan miserable, tan inútil... —no puede más y suelta una carcajada llena de amargura—. No puedo ser como tú, y eso me hace sentir que no merezco ser feliz, y que las niñas tampoco merecen que esté en sus vidas...

Beth siente un nudo en la garganta, y un dolor agudo en el corazón, al oír las palabras de su marido. Ahora la que está perdida es ella. Se ha quedado sin recursos, sin argumentos. No sabe qué decirle, no sabe qué hacer, no sabe cómo ayudarlo. Siente que Mark se está perdiendo en un vacío lleno de oscuridad, que está desapareciendo sin que ella pueda evitarlo, y eso la llena de miedo. Por su parte, Mark se siente agotado, exhausto. No sabe cómo superar esto, no sabe si podrá superar esto. Solo sabe que necesita ayuda, pero no sabe si está dispuesto a recibirla.

Finalmente, Beth decide hablarle con franqueza, de modo que se cruza de brazos.

—Mark, necesitas ayuda —recalca cada palabra con un tono férreo—. Y no solo de nosotras, sino de profesionales. No puedes seguir así, no puedes seguir viviendo en un círculo vicioso de autodestrucción. Tienes que permitir que te ayuden, tienes que permitirnos que te ayudemos —le aconseja, posando sus ojos pardos en los azules de su marido, logrando, quizás por primera vez en meses, recuperar parte de esa conexión que habían perdido desde la muerte de Danny—. Y tienes que permitirte ser feliz, porque te lo mereces, y porque las niñas te necesitan.

Tras reflexionar durante unos segundos Mark asiente en silencio, y Beth suspira aliviada para sus adentros, pues siente que por fin ha conseguido llegar hasta él. Este es el primer paso para que consiga recuperarse de esta horrible depresión.

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