Capítulo 23 {1ª Parte}
Alec Hardy ha llegado al restaurante hace aproximadamente dos minutos. Siente que le sudan las palmas de las manos mientas espera sentado en su mesa a que Lina llegue. Se ha despojado de la corbata, guardándosela en el bolsillo interior de la chaqueta de trabajo. Mira de nueva cuenta el reloj: son las 20:31. Ya ha pasado un minuto de la hora a la que habían quedado. La pelirroja suele ser muy puntillosa con la hora, y no soporta llegar tarde a un encuentro. Cuando se veían en Sandbrook —no es que fueran citas en el término formal de la palabra—, no acostumbraba a llegar tarde ni a hacerlo esperar. De hecho, solía ser al revés. Era su joven y brillante subordinada la que llegaba puntual, mientras que él se retrasaba por una razón u otra. La ansiedad poco a poco empieza a aumentar, y tamborilea con los dedos en la superficie de la mesa. Tras suspirar, mira nuevamente el reloj: el segundero está pasando de y cuarto. Piensa en sacar el teléfono y llamarla: ¿y si le ha ocurrido algo? ¿Y si algo le impide llegar al restaurante? Cuando su nerviosismo está a punto de jugarle una mala pasada, instándolo a sujetar su teléfono, unos pasos se detienen a su lado. Un aroma a melocotón llega a sus fosas nasales, provocando que alce el rostro de las manos que aún tiene sobre la superficie de la mesa. Por un momento, cree que se ha quedado con la boca abierta: Lina está peinada y maquillada de manera espléndida, resaltando cada rasgo de su rostro.
—Hola, cielo —lo saluda ella con una sonrisa, provocando que el escocés se levante de su asiento como un resorte, sonriendo de oreja a oreja, antes de compartir un cariñoso beso—. Siento haber llegado tarde... Pero Daisy me ha aconsejado que era mejor dejar un minuto de cortesía.
—Daisy, cómo no... —Alec no puede evitar carcajearse con las ocurrencias de su hija, antes de carraspear—. Permíteme —le indica, pidiéndole permiso para ayudarla a despojarse de la gabardina negra. Ella asiente con una sonrisa perlada, dándole la espalda para permitirle sujetarle el abrigo, cuyo cinturón y botones desabrocha. Una vez lo hace, el hombre de cuarenta y siete años con traje, sujeta la gabardina mientras ella se despoja de ella, dejando al descubierto el vestido que hay bajo ésta. En cuanto los ojos del detective de cabello lacio se posan en el vestido, traga saliva, y no puede evitar que un escalofrío lo recorra de pies a cabeza—. Vaya... —siente que el corazón le late con fuerza en el pecho al contemplar cómo se gira para observarlo, dejando que la falda revolotee ligeramente antes de detenerse. ¿Acaso está soñando? ¿Cómo es posible que exista una mujer así? ¿Y cómo ha conseguido estar con ella? No encuentra respuesta a estas preguntas. Tan absorto está en contemplarla, admirándola en todo su esplendor, que ni siquiera se percata de que, ahora sí tiene la boca abierta por la sorpresa, mientras que las pupilas de sus ojos se han dilatado muchísimo.
Coraline se ruboriza ligeramente, pues es consciente de cómo el vestido resalta su atractivo, además de facilitarle el ocultar su vientre. Sin embargo, lo que más la hace sentirse orgullosa, es el hecho de que los ojos de Alec no se apartan de ella. Recorren cada parte de su cuerpo, como si fuera un elixir del que no puede cansarse nunca de probar. De igual forma, parece haberse quedado momentáneamente sin respiración, por lo que la joven decide romper su ensimismamiento.
—Será mejor que cierres la boca, o acabarás por tragarte una mosca —le aconseja la mujer con piel de alabastro, posando su mano derecha en el mentón de su enamorado, antes de subirlo había arriba, cerrándosela efectivamente. Él parpadea, saliendo de su estupor, antes de tomar la mano que ha sujetado su mentón en la suja, besando su dorso.
—Estás preciosa —consigue articular el halago, antes de soltar su mano, caminando hasta la silla frente a la suya, retirándosela levemente para permitirle sentarse. Cuando va a tomar asiento, se la acerca, y entonces deja colgada la gabardina en el respaldo—. Ese vestido te favorece.
—Gracias —no puede evitar sonreír—. Lo eligió Mamá, hace algún tiempo, cuando supo que estábamos saliendo —le confiesa, y la mirada parda del hombre que ama se torna más suave, sintiéndose reconfortado por el hecho de que Tara Williams apoyase su relación—. Tú también estás muy guapo, por cierto —responde ella, devolviéndole el cumplido, contemplando que se sienta en su propia silla.
—Gracias...
—Cómo imaginaba, únicamente te has quitado la corbata... —hace un esfuerzo consciente por no reír ante lo predecible que es su novio, de modo que se tapa la boca con la mano izquierda. No suprime del todo su risa, pero consigue disimularla un poco. A su modo de ver, Alec es adorable.
El hombre con vello facial parece mortificarse por un momento ante sus palabras, posando sus ojos en su atuendo, evaluándolo. Tras unos segundos, comienza a palidecer visiblemente. Espera no haber metido la pata, o el resto de la noche podría irse por la borda.
—¿Está mal?
—No, no —niega la analista al momento, impidiendo que se sienta mal—. Estás muy elegante, y me gusta mucho... Bueno, en realidad, me gustas de cualquier manera —recalca, corrigiéndose a mitad de frase, consiguiendo que la autoestima del escocés suba a niveles estratosféricos—. Voy a ser sincera contigo —entrelaza sus manos sobre la mesa, no pudiendo impedir el mover el pie derecho contra el suelo de manera rítmica, pues necesita dejar salir su ansiedad de alguna manera—: estoy nerviosa, ¿y tú? —quiere saber si él también se siente como ella, desconcertado y nervioso sobre cómo actuar en una cita romántica, especialmente porque, que ella recuerde, no ha estado en ninguna.
—Sí... —Alec no tarda en responder con la verdad, habiendo colocado de nueva cuenta las manos en la superficie de la mesa, sintiendo que le tiemblan ligeramente—. Me tiemblan las manos y siento sudores fríos —le confiesa, y ella inclina levemente la cabeza a un lado, contemplándolo en silencio, escuchando sus palabras con cierto alivio: de modo que él también se siente desconcertado y nervioso por este momento... Eso la tranquiliza. Significa que ambos están en la misma página, que sienten lo mismo, que desean que esta noche sea fantástica—. Sé que es una tontería porque somos tú y yo, pero... —el hombre de delgada complexión deja escapar una carcajada irónica—. No debería sentirme así.
—Yo creo que es normal —lo tranquiliza ella, alargando su mano derecha hasta posarla sobre la izquierda de él en un gesto afectuoso—. Es la primera vez que salimos así, tranquilamente, de noche y a cenar... Es un ambiente muy distinto al que estamos acostumbrados.
—Y tan distinto... Es abrumador —concede él tras carraspear.
—Alec —ella le dedica una sonrisa cálida—, no pasa nada porque estemos nerviosos: lo importante es que estamos juntos y vamos a disfrutar de esta noche.
—Claro, tienes toda la razón —afirma el escocés antes de suspirar hondo, consiguiendo asimilar sus palabras, que caen sobre sus hombros como un bálsamo—. Creo que la mejor manera de empezar esta noche es escogiendo la bebida —sugiere con algo de inseguridad y torpeza, siendo algo característico en él que la pelirroja adora. Tras unos segundos, él toma la carta de vinos y bebida, entregándole una segunda a su pareja, quien la recibe con gusto—. ¿Hay algo que te llame la atención?
—En realidad... —la mujer con cabello semirrecogido ha escaneado rápidamente la carta antes de negar con la cabeza: sabe perfectamente que no debe tomar alcohol en los primeros meses de su embarazo, y no solo porque pueda ser peligroso para el bebé, sino que podría provocarle un aborto espontáneo—. Creo que por esta noche voy a tomar agua, si no te parece mal... —espera que él no advierta su flagrante negativa a beber alcohol, pues no quiere estropear la sorpresa, y para su alivio, su querido protector sonríe, de esa manera que ella adora, dejando ver sus dientes, antes de asentir con vehemencia.
—Voy a acompañarte —asevera, cerrando la carta de bebidas, dejando claro que él también va a escoger agua como bebida—. Al fin y al cabo, es más saludable, y no nos conviene ingerir alcohol teniendo en cuenta que podrían llamarnos del trabajo en cualquier momento... —en cuanto sus últimas palabras cruzan sus brazos, contemplando cómo los ojos de Lina se abren ligeramente con pasmo, Alec cierra los ojos con fuerza, chasqueando la lengua—. Mierda, lo siento... No debería haber dicho eso: nada de hablar de trabajo.
—Eh, eh —Cora al momento niega con la cabeza, sonriéndole con dulzura—. Es nuestra cita, nuestra cena, y nuestra noche, ¿no es así? —el Inspector Hardy asiente al escucharla—. Tenemos derecho a hablar de lo que queramos, ya sea de trabajo o no —añade con un tono suave y lleno de cariño. Como esperaba, su querido escocés no ha podido evitar mencionar su trabajo, pero si no lo hubiera hecho, se habría planteado seriamente si se encuentra bien. Alec y su trabajo están interconectados, y es muy poco probable que resista el impulso de hablar de él. Pero así es su novio, y ella lo adora como es—. ¿Alguna novedad en el caso? —cuestiona tras ojear la carta con el menú, preguntándose que podría ser apetitoso para el bebé y ella. Advierte al momento que los hombros del hombre que ama descienden, aliviado de que no lo haya reprendido por sacar el tema. Es evidente que se encuentra más cómo hablando de trabajo.
—Hemos conseguido el permiso para vigilar a Aaron Mayford —le comenta, pues a diferencia de Ellie y él, su brillante novia no ha estado presente en la comisaria desde el partido de futbol de la playa—. He enviado a Katie y a Steve a vigilarlo —añade, antes de revisar el menú con algo de impaciencia: es consciente de que no es recomendable hablar de trabajo, especialmente en su primera cita como Dios manda. Cierra los ojos momentáneamente: tiene que desconectar su mente—. ¿Qué te parece tomar una ensalada entre los dos como entrante? —sugiere, decidiendo dejar de lado el trabajo, a fin de enfocarse en su pareja y en su cita.
—Me parece una buena idea —responde Cora con una sonrisa, apreciando el esfuerzo consciente de su querido compañero para dejar de hablar de trabajo, a pesar de que claramente, se encuentra más cómodo hablando de ello, que de cualquier otra cosa—. De primer plato pensaba pedir un gazpacho, de segundo un solomillo a la plancha... —no lo advierte, concentrada en revisar correctamente el menú, pero los ojos pardos de Alec la observan con inconmensurable cariño, maravillados, fijos en su rostro, como si fuera lo más bello que ha contemplado en mucho tiempo—. En cuanto al postre, creo que me quedo con una manzanilla: me ayudará a asentar la comida en el estómago... —finalmente, la muchacha alza el rostro de la carta, percatándose de que sus ojos están fijos en su rostro—. ¿Qué pasa?
—Nada, es solo que estaba pensando... En lo hermosa que estás en este momento —admite él, logrando hacerla ruborizarse lentamente ante semejante cumplido—. Si te viera todos los días para siempre, Cora, te aseguro que recordaría este momento... —las palabras salen de su boca antes siquiera de poder retenerlas. Momentos después, traga saliva de manera incómoda, puesto que dejar que sus emociones expliquen lo que realmente siente y piensa de ella, no es lo suyo—. N-no he podido evitar quedarme absorto, lo siento —se disculpa como puede, tratando de cambiar de tema antes de hacer un esfuerzo por fijar la vista en el menú. Intenta desesperadamente disimular lo que cree que es un desliz—. L-lo que ha escogido m-me parece interesante... —se traba momentáneamente con sus palabras, antes de conseguir dominar sus nervios—. Creo que tomaré lo mismo que tú para el primer plato, aunque de segundo me decanto por una lubina a la plancha, y de postre, con un café con leche.
—Una buena elección —la pelirroja de ojos cerúleos alaba su elección, sintiendo que el corazón aún le late a cien por hora debido a las palabras tan sinceras que le ha dirigido su novio.
Una vez la cena les es servida, los ánimos parecen calmarse, y la tensión que se había instalado momentáneamente entre ellos comienza a deshacerse. La inspectora vestida de orquídea no pierde la oportunidad, y se abre más acerca de su pasado y su niñez, dejándole a Alec echar un vistazo.
—Mamá seguro que no se cansó de decirte que era muy traviesa...
—Sí, eso me dijo aquel día, cuando me enseñó ese álbum de fotografías —se carcajea el escocés de cabello castaño lacio, recordando la expresión tan avergonzada de su pareja al encontrarse con ese panorama—. Solías llegar a casa con los zapatos y la ropa llenos de barro.
—En mi defensa diré, que el jugar a policías y ladrones entrañaba cierto riesgo...
—Qué pronto empezaste... —apostilla Alec, riéndose—. ¿Desde niña quisiste ser policía?
—Sí —afirma la joven de treinta y dos años, satisfaciendo la curiosidad de su novio—. Desde pequeña fui incapaz de soportar las injusticias, por muchas palizas o golpes que me llevase por parte de niñas mayores que yo: si veía algo que me parecía injusto, protestaba por ello... —niega con la cabeza, antes de añadir con un tono añorante—. Mi madre me llamaba «La Defensora de Causas Perdidas», porque no importaba lo que sucediera, o lo complicado que fuera el asunto, siempre intentaba defender a quien lo necesitase.
—Empiezo a comprender por qué —el escocés comprende ahora la motivación que desde niña ha impulsado a su pareja a defender a los débiles y a los necesitados. Sin duda, su vocación era trabajar como inspectora—. Por lo visto también hiciste de las tuyas en muchas ocasiones, incluyendo el esconderte dentro del coche de tu padre para ir con él a su trabajo.
—Sí, reconozco que sentía curiosidad por su trabajo como doctor, así que me escaqueaba de mis clases particulares para ir con él a su consulta —rememorando aquellos días, no puede evitar pensar en su padre, aunque pronto, la imagen de la carta de Nadia llega a su mente, sofocando sus recuerdos. Le es difícil no pensar en su aventura con Ivy, y aunque no guarda ningún rencor hacia sus hermanos, sí lo hace hacia su padre. Tardará tiempo en perdonarlo, pero el aceptar sus hechos es el primer paso—. Recuerdo que siempre que me pillaba, me hacía prometer que no le diría nada a Mamá: cargaba él con la culpa, diciendo que mis clases podían esperar, que tenía toda la vida para aprender, mientras que quizás no podría pasar tanto tiempo con él.
—Por ser médico militar.
—En efecto —asiente la analista—. Ese razonamiento siempre convencía a Mamá, puesto que era consciente de que, si llamaban a mi padre para servir en el frente como médico, probablemente no lo vería en meses, quizá años... —suspira con pesadez—. A pesar de rememorar con viveza el día en el que lo vi por última vez, cuando discutí con él al decirle que su trabajo era más importante que nosotras, ahora solo recuerdo las cosas buenas: cuando jugaba conmigo a los médicos, el hacerme reír con sus chistes absurdos, el que me dejase maquillarle el rostro... —los recuerdos se vuelven difíciles de soportar, de modo que traga saliva, intentando no dejarse vencer por las lágrimas. Siente cómo Alec posa su mano derecha en su mejilla, acariciándola con afecto.
—Puede que cometiera errores, pero era tu padre, y te quería...
—Gracias por decir eso —la pelirroja sujeta la mano que acaricia su mejilla con afecto, antes de propinarle un beso. La llegada de la comida deja la puerta abierta a nuevas confidencias y recuerdos, además de ser la oportunidad perfecta para que la taheña con piel de alabastro le confiese al hombre que ama acerca de su embarazo. Ésta decide abrir la boca, pero antes de poder plantearle la cuestión, el escocés se le adelanta, confesándole algo que la deja estupefacta.
—Ya que estamos hablando acerca de la familia, creo que es el momento de que yo te hable de la mía: como sabes mi anterior matrimonio no acabó demasiado bien, y perdí la mayor parte de mi felicidad y alegría, pero no todo se reduce a eso... El origen de todo se encuentra en mi padre —su pareja lo contempla en silencio mientras toma una cucharada del gazpacho, manteniéndose silenciosa—. Mi madre y mi padre se conocieron en la universidad. Ella estudiaba química, y él gestión de empresas... Se enamoraron, o al menos eso es lo que siempre dijo mi madre, y tras graduarse, me tuvieron a mí —ambos se terminan el primer plato, comenzando a degustar el siguiente—. Pero pronto se dieron cuenta de que, incluso habiendo tenido un hijo, su matrimonio no podía ser más dispar: apenas tenían nada en común y se pasaban la mayor parte del tiempo discutiendo. Mi madre, a pesar de trabajar durante la mayor parte del día, siempre venía a casa a tiempo para ayudarme con mis tareas y para leer conmigo sus historias favoritas, claro que, si no terminaba los deberes no me permitía levantarme de la mesa, incluso aunque fuera la hora de cenar... Mi padre por el contrario apenas nos dirigía una mirada o palaba amable, con la excusa de llegar siempre cansado a casa, a pesar de que él trabajaba únicamente hasta la hora de comer —no detalla con demasiada precisión su relación con sus padres, pero basta para que la taheña se haga una idea de su dinámica familiar—. Debido a su trabajo y horarios, ella ganaba un poco más de dinero que él, y eso él no lo podía soportar. Empezó a darse a la bebida a cuenta de esto, y como te podrás imaginar, este era uno de sus principales temas de discusión. Luego estaban las amantes de mi padre, claro... El muy idiota pensaba que mi madre no se enteraba de nada, pero ella era más lista que el hambre —deja escapar una carcajada irónica, pues aunque fuera muy estricta con él, siempre tuvo claro que lo quería más que a nada—. Cada vez que lo pillaba, él imploraba su perdón, rogándole que no lo echara a la calle, que no tenía a dónde ir, y mi madre, que sabía que ni ella ni yo podríamos subsistir incluso con sus ingresos, no tenía más remedio que callar y aguantar —Coraline lo contempla con una ingente cantidad de compasión, pues ahora entiende por qué motivo su pareja odia tanto la infidelidad, y cómo es que tuvo el buen corazón de permitirse cargar con las culpas de las acciones de Tess: lo aprendió de sus padres—. Mi padre fue despedido de su trabajo por sus encuentros cada vez más frecuentes con el alcohol, y en un momento dado, empezó a pagar su frustración con lo primero que tenía delante.... —cierra los puños con fuerza al recordar el pasado—. Yo —las manos de su pareja se posan sobre sus puños, acariciándolos con delicadeza, tratando de evitar que se haga daño—. No era más que un niño, pero ponto aprendí a encajar los golpes, hasta que llegó un punto en el que ya dejaban de doler. También me volví un experto en soportar sus comentarios, de modo que, cuando no respondía o los ignoraba, lo enfadaba aún más... Normalmente terminaba tumbado en mi cama con un ojo morado, el labio partido y las costillas ardiendo por los golpes —la imagen mental es tan vívida y dura que el hombre con cabello y vello facial castaño cierra los ojos pesadamente—. Mi madre falleció debido a un fallo cardíaco, aunque yo siempre he pensado que las palizas de mi padre y su depresión acabaron con su vida... Pero nunca he podido demostrarlo, y ahora no importa —el relato de su pasado es tan terrible que la joven de treinta y dos años se pregunta cómo pudo soportar todo aquello sin volverse loco. La mayoría de los niños que sufren abuso cambian su personalidad o se tornan violentos, porque solo han aprendido a relacionarse de esa manera, pero no Alec. Probablemente gracias al cariño y amor de su madre, aunque fuera estricta con él, consiguió mantenerse firme y salir adelante—. Cuando mi madre murió, yo apenas acababa de cumplir quince años, pero para ese momento, ya me había endurecido, me había vuelto hosco, y de trato difícil debido a lo que había tenido que soportar en el pasado... Apenas se había enfriado su cadáver cuando mi padre se casó con una de sus amantes, que tenía un hijo de mí misma edad —incluso aunque hayan pasado muchos años desde entonces, el rencor y la ira en su voz no han disminuido, y Hardy hace un esfuerzo consciente para calmar su ánimo, pues no quiere amedrentar a su novia—. Tuve que vivir con ellos hasta cumplir la mayoría de edad, y los comentarios degradantes y abusivos solo empeoraron. No por parte de ella, claro, quien siempre me trató con educación y cariño, a pesar de mis continuos desplantes por el temor a acercarme a una persona... Pero sí por parte de su hijo y mi padre —suspira con pesadez—. Esa desgraciada mujer pronto se percató del monstruo con el que se había casado, y de qué manera estaba afectando a su propio hijo. A pesar de que le habría gustado abandonarlo, no tuvo las agallas para hacerlo... A diferencia de mí, que me marché de casa al cumplir los dieciocho años, y nunca he mirado atrás desde entonces.
—Dios mío, lo siento tanto, Alec...
—Bueno —el escocés carraspea antes de suspirar pesadamente, tomando las manos de su amada en las suyas, acariciando sus dorsos lentamente—. Si algo tengo que agradecerle a ese cabrón que tengo por padre, es que si ahora soy así, es gracias a él... Pero también gracias a mi madre, y eso es algo que siempre tengo en mente —se sincera con la persona que ama, quien ahora comprende mucho mejor cómo es que llegó a ser el hombre que es actualmente. Pronto, la expresión facial del escocés de cabello lacio cambia, tornándose mortificada—. En mi interior temo que, debido a mi pasado, y a pesar de lo mucho que he mejorado estando contigo, pueda llegar a convertirme en alguien semejante a él...
—Alec, escúchame: tú no eres tu padre, y nunca lo serás, te doy mi palabra —el hombre con vello facial castaño toma un sorbo del vaso de agua, procesando sus palabras—. Sí, puede que su comportamiento haya podido influir de alguna forma en ti, pero tú decides quién quieres ser, y todas las decisiones que has tomado te han llevado a este momento, y puedo asegurar, sin ningún atisbo de duda, que eres todo lo contrario a ese ser despreciable: eres una persona cariñosa, dispuesta a dar y recibir cariño —posa una mano en la mejilla de él, acariciándola—, dispuesta a defender a aquellos que están sufriendo de cualquier forma, dispuesto a hacer lo que sea por tu familia y seres queridos... —los ojos pardos de él se tornan vidriosos al escucharla, sintiéndose aceptado y seguro en su compañía—. Eres una persona maravillosa, y nadie puede decir lo contrario.
—¿Aunque no seas exactamente imparcial...?
—Aunque no sea exactamente imparcial —responde ella con una sonrisa llena de ternura. La tensión del momento se deshace gracias a sus palabras y sus gestos, recuperando ese ambiente familiar lleno de calma que los caracteriza—. Alec, ¿puedo hacerte una pregunta?
—Claro.
—¿Alguna vez te han localizado o intentado contactar contigo?
—En muchas ocasiones, tanto él como Violet y Garret... Pero no los quiero cerca de mi familia: ni de Daisy, ni de ti, y por supuesto, tampoco los quiero cerca de mi persona —se expresa, terminándose el segundo plato al mismo tiempo que su pareja, quien asiente en silencio, comprendiendo la necesidad de mantener a esas personas tóxicas lejos de su vida—. Me basta con estar junto a vosotras —le asegura, sonriéndole con inconmensurable cariño, provocando que ella corresponda esa sonrisa cálidamente—. Vosotras sois mi familia, y es lo único que necesito para ser feliz...
Una vez finalizan su postre, terminándose la cena, Alec Hardy y Coraline Harper salen del restaurante, con el escocés ayudando a su pareja a vestirse con la gabardina, antes de ofrecerle su brazo, caminando juntos por el nocturno pueblo. Las estrellas brillan en el firmamento, y el hombre con cabello castaño suspira, preguntándose cómo debe proceder.
—Ha sido una cena estupenda —asegura la joven inspectora con un tono realmente satisfecho, apoyando su cabeza en el hombro de su enamorado, antes de cerrar los ojos, reflexiva. "No he podido encontrar el momento adecuado en la cena para decírselo... ¿Debería lanzarme?", piensa para sus adentros, sin percatarse de cómo Alec sonríe de manera disimulada al escucharla.
—¿En serio?
—Sí.
—¿A pesar de que el camarero haya tirado la jarra de agua sobre la mesa y nos hayamos tenido que cambiar de sitio para tomarnos el postre?
—Sí.
—¿Y a pesar de que haya hablado de un tema tan deprimente como mi familia?
—No digas eso —lo alecciona ella con un tono firme, propinándole un apretón al brazo que tiene sujeto mientras caminan lentamente, disfrutando del ambiente y su mutua compañía—. Me alegra que me hayas hablado de ello... Ahora me siento más cerca de ti —asevera sin tapujos, antes de sentir que unos cálidos labios se posan en su frente, sintiendo al mismo tiempo la inconfundible sensación de su barba pinchando levemente su piel, produciéndole cosquillas—. Pero sí, a pesar de eso también, la cena ha sido estupenda —asevera con confianza, antes de percibir que algo surca el cielo—. ¡Oh, mira! —exclama la joven de treinta y dos años, contemplando el cielo—. ¡Parece que hoy hay lluvia de estrellas fugaces! —añade, habiendo llegado al puerto cercano al restaurante, soltando su brazo, antes de caminar de manera excitada al muelle, apoyándose en la barandilla. Sus ojos celestes brillan como los de una niña pequeña que acaba de descubrir un tesoro escondido—. Son preciosas... —se maravilla, contemplando cómo las estrellas surcan el cielo antes de caer por el horizonte, casi pareciendo que caen al agua oscura del mar, donde su luz se refleja igual de pura que en el firmamento.
El hombre de delgada complexión trajeado, la contempla con admiración. "Sí, lo es...", asevera en su mente, asimilando todo su esplendor. Su cabello cobrizo, que brilla con un aura plateada por la luz de la luna, revolotea suavemente gracias a la brisa, y por un momento, Alec teme que se trate de una singular criatura fantástica, a punto de desaparecer si parpadea. Pero incluso tras hacerlo, ella sigue ahí, etérea y sonriendo de tal manera, que la calidez que desprende podría derretir incluso el hielo del invierno. No puede evitar preguntarse nuevamente qué ha hecho en su vida para merecerla. Ni siquiera sabría encontrar la respuesta a esa pregunta, pero sea cual sea, ahora no importa. Suspira hondo, metiéndose la mano izquierda en uno de los bolsillos del pantalón. Alza el rostro, contemplando cómo varias estrellas fugaces surcan el cielo nocturno. "Dadme algo de suerte", desea para sus adentros nada más ver esas estrellas. Puede que sea un pensamiento propio de un niño pequeño, pero quiere imaginar que su madre y la madre de su pareja velan por ellos esta noche, y que esta lluvia de estrellas es la señal que estaba esperando.
Coraline, que aún se mantiene absorta en las estrellas, no capta el movimiento a su espalda, y antes de poder darse cuenta de ello, unas cariñosas y cálidas manos se han colocado en su cadera, obligándola a girarse. La colonia característica de su persona amada llega a sus orificios nasales, provocando que su corazón haga cabriolas en su pecho, pues la embriaga al instante. Cierra los ojos para disfrutar de su cercanía, sintiendo que la calidez del cuerpo de Alec se irradia al suyo. Cuando los abre, y sus ojos celestes se encuentran con los pardos de su querido protector y confidente, siente que se le corta la respiración unos segundos: hay tantas emociones contenidas bailando en ellos, luchando por escapar, que apenas puede distinguirlas todas. Agradecimiento, deseo, inseguridad... Amor. Las manos que hasta hace unos segundos se encontraban posadas en su cadera se deslizan expertamente hacia sus manos, tomándolas con delicadeza, como si fueran de cristal, temiendo romperlas con aplicar la más mínima presión. La taheña nota al momento cómo las manos de su pareja están algo frías, y lo contempla respirar algo agitadamente. Hace el amago de abrir la boca para hablar, pero las palabras quedan aprisionadas en su garganta por el dedo índice que el escocés de cabello castaño ha posado sobre sus labios.
—Lina, hemos pasado juntos por muchas cosas, buenas y malas... —la mujer con piel de alabastro asiente ante sus palabras, pues sabe que está en lo cierto—. Nos hemos reído, hemos llorado, e incluso nos hemos enfadado, pero a pesar de todo, hemos conseguido mantenernos juntos. Hemos superado todas las adversidades que se nos han presentado, incluyendo los casos y los comentarios de Ellie —él deja escapar una carcajada tras decir estas palabras, provocando que ella sonría con dulzura, sintiendo que el corazón en su pecho comienza a palpitar un poco más rápido—. Cuando a mi alrededor no había más que oscuridad, cuando creía que mi vida ya no tenía sentido, cuando quería que todo acabara, apareciste en mi vida. Y todo cambió desde ese primer encuentro en la playa: lo pusiste todo patas-arriba —mediante las palabras que salen de su boca, empieza a expresarle a la taheña lo importante que es para él, provocando que los ojos de Coraline se tornen vidriosos—. Puede que no lo recuerdes, pero aún lo tengo grabado a fuego en mi memoria: allí fue donde nos vimos también por primera vez hace años, de niños —ella asiente en silencio, pues ese recuerdo ha estado presente en su memoria, desde el día en que supo que él veraneó en Broadchurch, pero ahora, saber que ese niño con el que jugaba tan alegremente era él después de tanto tiempo, hace que aparezca un nudo en su garganta—. Incluso entonces, cuando mi vida apenas había empezado, fuiste un faro de esperanza, y lo has seguido siendo desde entonces. A cada decisión que me enfrentaba, tú estabas ahí, dándome el apoyo que tan desesperadamente necesitaba, o dándome el tirón de orejas pertinente —nuevamente, ambos ríen con sus palabras—. Lo que intento decir, a mi manera, es que te quiero. Te quiero cuando impulsivamente, me sonríes como si fuera lo más maravilloso del mundo. Te quiero cuando rebates mis opiniones, porque es tu forma de mantenerme anclado en el presente. Te quiero cuando lloras al ver una película, porque no tienes miedo a demostrar tus emociones. Adoro la manera en la que, tras despertar, te acurrucas un poco más contra mí, porque me hace sentir tu presencia y tu calidez. Me encanta la forma en la que te implicas en los casos, porque es parte de tu personalidad. Adoro la forma en la que enarcas las cejas cuando reflexionas sobre un caso. Te quiero cuando, después de pasar todo un día contigo, mi ropa huele a tu perfume y a ti. Te quiero, porque eres la última persona con la que hablo antes de dormir, y la primera con la que lo hago al despertar —la analista del comportamiento, cuyo corazón late ahora desbocado en su pecho por tal declaración de amor, es incapaz de emitir sonido alguno, pues el nudo en su garganta se ha vuelto mucho más intenso. Sus ojos vidriosos poco a poco comienzan a dejar caer las lágrimas por las mejillas. Al ver esto, Alec colocando sus manos en ellas, se deshace de las lágrimas con los pulgares. Su toque provoca que el cuerpo de la mujer de treinta y dos años empiece a arder, al mismo tiempo que una sensación cálida se instala en su pecho—. Llegué a creer que nunca volvería a enamorarme, pero has embrujado de tal manera mi cuerpo y mi alma, que ahora no puedo dejar de pensar en ti cada segundo del día —el Inspector Hardy toma aliento, tomando en sus manos las de su pareja nuevamente—. Soy un hombre irascible, obstinado, en ocasiones grosero, y algo taciturno, pero tú me completas... Haces que quiera ser la mejor versión de mí, y, con mucha suerte, ese es el hombre que espero llegar a ser algún día —desvía momentáneamente sus ojos al firmamento, contemplando que las estrellas brillan fuertemente. Tras armarse de valor, vuelve su vista a los hermosos orbes azules de Coraline, quien lo contempla con adoración y amor—. Cuando te das cuenta de que quieres pasar el resto de tu vida con alguien, deseas que el resto de tu vida empiece lo antes posible, ¿no es así? —el hombre con cabello y vello facial castaños suelta las manos de su pareja, hincando una rodilla en el suelo. Tras unos segundos, saca una pequeña caja de terciopelo, antes de abrirla. En su interior hay un precioso anillo plateado con un diamante en el centro—. El tiempo que quiero pasar a tu lado no se puede medir... De modo que, empecemos con un «para siempre» —su querida mentalista de cabello carmesí, cuyo corazón ahora parece a punto de salírsele del pecho, se lleva las manos a la boca, sorprendida y emocionada—. Coraline Harper Williams —siente que la voz le tiembla al decir su nombre completo, temiendo ser rechazado—, ¿me harías el honor de convertirme en tu esposo?
La inspectora de policía siente que le tiemblan las rodillas, y su corazón late rápidamente en su pecho, como una locomotora que se mueve sin frenos. La adrenalina se le ha disparado por completo, acelerando su respiración. Tiene la boca seca, pues aún está procesando las palabras que acaba de escuchar. "¡Sí, por supuesto que sí!", piensa para sí misma, sin siquiera percatarse de que su boca no ha sido capaz de pronunciar las palabras. Cuando se da cuenta de que aún no ha respondido a su pregunta, se esfuerza por deshacerse del nudo en su garganta, tragando saliva. Su mente se ha quedado unos segundos en blanco al escuchar esa estremecedora y bella confesión. Siente como si estuviera flotando por la dicha que la invade, antes de asentir lentamente, y Alec, que por un momento temía ser rechazado por su sepulcral silencio, contempla que, incluso con sus manos tapando su boca, sus hermosos orbes azules irradian felicidad.
—¡Sí! —asevera con una exclamación, esta vez con un tono audible para ambos, apartando las manos de su boca mientras asiente una y otra vez. Las lágrimas vuelven a caer por sus mejillas sin poder evitarlo, y es testigo de cómo las comisuras de Alec, que hace unos segundos estaban tensas, se elevan poco a poco en una dichosa sonrisa—. ¡Naturalmente que sí!
Su, ahora prometido, acorta la distancia entre ellos, colocándole el anillo de pedida en el dedo anular de la mano derecha, antes de estrecharla contra su pecho, rodeando su cuerpo con las manos. Lo siguiente que la pelirroja nota, con sus sentidos embotados por la felicidad, es una sensación cálida en sus labios. Inmediatamente cierra los ojos. El beso es cariñoso, suave y lleno de consideración, pero pronto, debido a la felicidad que los embarga a ambos, se torna intenso y pasional. Cora acaricia la barba de su prometido por unos instantes antes de rodear su cuello con sus brazos, intensificando el beso, además de aproximarse más a él, si eso es posible. Ella puede oler su colonia y saborea en sus labios el café que ha tomado. Él es capaz de oler su perfume a melocotón, saboreando en sus labios la manzanilla. El escocés la mantiene sujeta contra su firme pecho en todo momento, evitando que las rodillas de ella venzan debido a las emociones intensas que la recorren por todo el cuerpo. Sus manos acarician la espalda de ella, además de su cabello, haciéndola estremecer placenteramente. El beso que rápidamente corta el aire, hace que la mujer de ojos celestes se sienta temblorosa, mientras que el hombre con vello facial se siente invencible.
Cuando el beso se rompe por falta de aire, el hombre trajeado no puede evitar sujetar a la mujer que ama por la cintura, elevándola un poco del suelo, antes de comenzar a dar vueltas con ella, carcajeándose con alivio y felicidad a partes iguales.
—¡Alec! ¡Alec, bájame! —exclama la taheña mientras se carcajea también, con él aun dando vueltas con ella—. ¡Alec, por favor, me estoy mareando...! —exclama, sintiendo que, a pesar de sentir que es la reina del mundo, acabará por echar la cena por la boca. Ante sus palabras, el escocés la baja al suelo, sujetándola aún por la cintura con una sonrisa de oreja a oreja—. Tienes que ser más cuidadoso conmigo —él la contempla con una mirada interesada a la par que confusa, inclinando su cabeza hacia un lado y frunciendo el ceño, sintiendo que el corazón le late con algo de rapidez en el pecho—. Quería decírtelo antes, pero me temo que no he tenido la oportunidad de hacerlo... —la mujer de ojos celestes desvía su mirada al suelo, nerviosa, sintiendo que, de nueva cuenta, su corazón late con fuerza en su pecho. Es evidente que le tiembla la voz, pero ha llegado el momento de sincerarse. Tentativamente, sujeta las manos de su prometido en las suyas, antes de colocarlas sobre su vientre, que empieza a abultarse. Inmediatamente, como respuesta a este gesto, los ojos pardos y la boca del castaño se abren con pasmo—. Estoy embarazada.
Alec Hardy siente que el mundo se detiene a su alrededor en cuanto esas palabras salen de la boca de su amada Lina. La mente se le queda en blanco por unos segundos, con su cerebro intentando procesar sus palabras a marchas forzadas. No puede siquiera escuchar el sonido del agua golpeando contra la pared del puerto. Tampoco escucha el latir desbocado de su corazón. Toda su atención está ahora fija en las manos que tiene sobre el vientre de ella, sintiendo cómo ha cambiado poco a poco. Traga saliva, acariciando su vientre con suavidad y lentitud. A los pocos segundos, una sonrisa llena de dulzura aparece en sus labios, y apoya su frente contra la de Cora. Ésta, que estaba nerviosa por su reacción, siente que las lágrimas vuelven a aparecer en sus ojos, feliz porque la noticia lo haya emocionado. El hombre trajeado seca sus lágrimas mediante besos que le propina en las mejillas, antes de colocar nuevamente su frente contra la de ella, acariciando su vientre. Ahora parece que sus manos son incapaces de dejar ese pequeño lugar de su cuerpo. La brillante analista del comportamiento vuelve a acariciar su vello facial con ternura. Ambos se observan en silencio, pero con sonrisas que transmiten perfectamente sus sentimientos.
—Vamos a tener un bebé... —es lo único que Alec puede musitar al cabo de un minuto, con su voz entrecortada por la emoción de esta noticia, que va a cambiar sus vidas de una manera increíble. No puede evitar sonreír, sintiendo que empiezan a dolerle las comisuras de la boca.
—Sí, cariño, vamos a ser padres... —Cora reafirma sus palabras con una carcajada llena de felicidad, antes de sentir nuevamente la inequívoca sensación de un beso, que roza sus labios delicadamente, antes de ver cómo Alec, en un gesto que la hace enternecerse, se agacha levemente, posando otro beso en su vientre, habiendo apartado la gabardina. Cuando se incorpora, la estrecha contra sus brazos, esta vez con sumo cuidado, ahora perfectamente consciente de que no debe ser brusco con ella, para no dañar al bebé.
—¿De cuánto estás?
Ante su pregunta, Cora siente que un ligero escalofrío la recorre: sabía que iba a hacerla, pero no por ello siente menos temor. La idea de que reaccione mal ante la noticia de habérselo ocultado por tanto tiempo, la aterra, pero consigue sobreponerse a su ansiedad. Alec le ha propuesto matrimonio: la ama, y quiere estar con ella para siempre. No tiene nada por lo que preocuparse.
—Cinco semanas...
—¿Cómo no he podido darme cuenta antes? —se pregunta el escocés con ironía, antes de suspirar, rompiendo el abrazo para besar su frente—. Yo y mi visión de túnel... —es capaz de adivinarlo a los pocos segundos antes de poner los ojos en blanco, hastiado de que su enfoque en los casos lo haya distraído tanto de ver lo que tenía frente a él—. Aunque en mi defensa, me engañaste diciéndome que era una gastroenteritis —asevera con un tono algo amonestante, que, a los pocos segundos pierde su intensidad—. Eso ya da igual: lo que importa es que estés bien —asegura, logrando enternecer a la pelirroja, quien empieza a ver pequeños retazos de cómo va a preocuparse y a protegerlos al bebé y a ella. Se pregunta si hizo lo mismo con Daisy—. Vamos a casa, querida —le propone, antes de besar sus labios, con Coraline asintiendo a los pocos segundos, tomando el brazo que le ofrece para caminar a su lado. Tras una noche tan dichosa y productiva, lo único que quiere ahora es llegar a casa para descansar y acurrucarse a su lado.
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