Prólogo

Prólogo


Sus pequeños pies apresurados y malheridos atrapados en sus viejos zapatos que le quedan demasiado chicos se arrastraron por los pasillos del oscuro orfanato. La oscuridad lo acompaña en su mayoría a excepción de la pequeña franja de luz que se filtra por debajo de la puerta de madera del final a la derecha, la habitación de Madre.

Ella no es su verdadera madre, no es pariente suyo ni de ninguno de los cientos de niños que están ahí, sin embargo la vieja mujer se hace llamar de esa manera, tanto de los niños como de las monjas que están bajo su mando.

Tener que llamar Madre a una señora que está lejos de ser la suya no es del agrado del pequeño Jimin, por supuesto que no, muchos niños que llevan más tiempo que él le dicen que pronto se acostumbrará, que ella será su madre también, que serán una familia.

Jimin no quiere eso, no quiere otra madre, él tiene la suya, en alguna parte, él lo sabe, ¿por qué debe llamar así a otra persona?.

Jimin tiene apenas 7 años pero carga con tantas cosas sin saberlo como una persona de 40. Jimin tiene recuerdos, vivencias, golpes de los que puede revivir el escozor en la piel si piensa en ello y la visión rojiza de su madre sobre la fría madera tan vívida que puede oler la esencia metálica del desagradable líquido rojo, puede sentir ese calor viscoso sobre él si piensa en ello, aunque en muchas ocasiones—más de las que puede contar—tiene esos "sueños", como él los llama, donde revive ese momento una y otra y otra vez, con escenarios ligeramente diferentes pero siempre con el mismo desenlace, el mismo fatídico final:

Su madre con los ojos muy abiertos sobre la madera pulida mientras está el rojo por todas partes.

Desde entonces le desagrada el rojo.

Esa noche ha vuelto a soñar con ello, él lo ha hecho está vez y ha despertado aterrorizado, con las mejillas mojadas por las lágrimas, la ansiedad y desesperación provocándole sacudidas nerviosas mientras intenta respirar. Por eso ha salido de la cama, por otro "ataque", como Madre dice y aunque le desagrade va rumbo a su habitación porque el pequeño Jimin no tiene a alguien más en el mundo, está solo y desamparado.

El sonido de la peculiar música que le gusta a Madre se escucha más claro cuando sus piecitos se detienen frente a la puerta iluminada y con sus pequeños nudillos golpea la dura madera marrón.

La puerta se abre y la canosa mujer la da una mirada cargada de empatía en sus ojos negros mientras le ofrece una apretada sonrisa; ella se hace a un lado para que él entre.

Viene todas las noches así que las preguntas de por qué está fuera de la cama a esas horas ya han quedado en el olvido, Jimin sabe que cada noche que la anciana lo recibe su expresión no es la correcta, ella no está alegre de verlo, ni asombrada como estuvo los primeros días, ahora es como si se estuviera resignado mientras que la esperanza de que los "sueños" desaparezcan va muriendo a pasos agigantados, los sueños obviamente no desaparecieron, la esperanza, por supuesto, lo hizo.

—¿Qué deseas que escuchemos hoy, Jimin?—preguntó la mujer, como cada noche, siguiendo esa extraña rutina que se había terminado creando, su voz era desgastada pero tenía los matices dulces correctos para ser reconfortante.

Y como de costumbre el pequeño Jimin dio la misma respuesta, la habitual.

El vinilo azul.

La mujer asintió y se movió hacia el viejo tocadiscos que tenía en el rincón al fondo, elevando la pequeña palanca para que el disco que estaba sonando detuviera su música y entonces proceder a colocar el vinilo azul—como Jimin lo llamaba—que siempre tenía apartado de la gran pila de discos que poseía.

Lo colocó y soltó la palanquilla sobre el vinilo. La música comenzó.

La música de opera antigua traqueaba con fuerza a través del viejo altavoz esta vez, no conoce el nombre de la canción, tampoco quien la canta, solo sabe que le gusta esa canción, le ha gustado en los últimos 13 años.

En sus 20 años de vida, si Jimin se pone a pensar en algo que le guste le sobrarían casi todos los dedos, solo uno haría la excepción—porque solo hay algo que le gusta realmente—la opera, fue un "gusto" inculcado por su abuela—quien en realidad es la monja dueña del orfanato en el que estuvo cuando era un niño—aunque siempre escuchaba la misma deprimente canción, una y otra vez, por horas, cada que una pesadilla se apoderaba de él o simplemente los pensamientos eran demasiado pesados.

En esos momentos Jimin encendería la vieja grabadora con una única canción y la escucharía hasta que la pila se terminara o simplemente los vecinos llamaran a las autoridades, ya hartos de él y su mierda. Aunque igualmente algún vecino tocaría su puerta para quejarse, lo ignoraría, si la policía llegaba entonces abriría.

A veces la curiosidad sobre su fijación por la misma canción de opera lo abordaría ,se preguntaría cómo y por qué seguía escuchándola a pesar del tiempo, entonces recordaría a esa anciana que le daba sonrisas tristes cuando era un niño y le dejaba escuchar el mismo vinilo hasta que cayera inconsciente por el cansancio. También le gustaba por la melancolía que transmitía esa canción, la voz, el instrumental, todo era como una caída en el abismo, triste, nefasto y desastroso, una caída llena de dolor y con un aterrizaje devastador, sin embargo todo ese dolor y tristeza reunida le darían un lugar seguro, ¿acaso no era así su vida?, si, lo era, la caída al abismo fue su crecimiento, su aterrizaje devastador...esa fue la adultez.

Tal vez sea la manera en que la inmensa tristeza transmitida lo hace sentir en casa, como si ese fuera su elemento, uno a la par del otro y el mundo exterior no es más que los colores que solo observa imperturbable a través de la única ventana existente en el carcelero de su pobre corazón.

Está cansado y sus pensamientos hacen que una oleada de incomodidad lo recorra, esa sensación tan familiar que es la necesidad de salirse de su propia piel, de él mismo.

La piel de su pecho escoce en ese momento sin una razón aparente y su mano va sobre el lado izquierdo de su pecho, donde la tinta se encuentra y su corazón late-que lo haga tampoco tiene una razón aparente, sin propósito - y entonces se sostiene el pecho con fuerza, apretando los ojos a la par y perdiéndose del mundo, el pitido se apodera de su audición y entonces solo están los gritos, esos malditos gritos, las voces, los recuerdos y el rojo.

Demasiado rojo.

Demasiada desesperación.

Demasiado tiempo.

Demasiado él.

El ruido de su puerta siendo golpeada con fuerza lo regresa a la realidad. Una voz se escucha distorsionada debido a la elevada música, alguien está gritando.

En cualquier otra ocasión hubiera ignorado a quien quiera que fuera—seguramente sería alguno de sus vecinos imbéciles a intentar quejarse otra vez—sin embargo su cuerpo se movió robóticamente, como si simplemente debiera hacerlo, como condicionado para ello, sus pies descalzos lo llevaron hasta la grabadora y apagó la música, entonces poco después estaba caminando hacia la puerta. Al pasar por la cocina los vidrios rotos que seguían en el suelo del vaso que se le había roto hace unos días se enterraron en las plantas de sus pies, sin embargo, la sensación, ese dolor solo lo hizo sentir más despierto, más ahí, más desastrosamente él una vez más.

Un caminillo de sangre lo seguía de cerca con cada paso que daba, entonces abrió la puerta.

Un tipo alto y qué parecía más un armario que cualquier otra cosa estaba ahí.

—Me alegra de que me escuchara, incluso pensé que había salido de casa y había dejado la música—dijo el tipo, su mirada mostraba irritación inminente, sin embargo, le había mostrado una enorme sonrisa que dejaba ver todos sus dientes blancos.

Jimin automáticamente lo odió.

Aborreció esa puta sonrisa más de lo que aborrecía al mundo exterior. Odió a ese tipo en ese instante.

Lo odió porque era literalmente lo contrario a si mismo, el era bajo, el tipo era jodidamente alto. Su piel era demasiado pálida debido a que nunca salía de casa, el tipo tenía un bronceado como si fuera un jodido surfista. Jimin tenía cabello negro como el azabache, el tipo tenía hebras de un mismísimo rubio tirando a plata.

Los ojos del tipo eran bastante grandes para una persona asiática—seguramente tendría alguna ascendencia extranjera—los ojos negros brillantes similares a si tuviera un par de galaxias en las cuencas, Jimin tenía pequeños ojos avellanas tan vacíos como el abismo mismo.

El tipo sonreía como si estuviera en un show de comedias, de una manera tan casual y con intentos de poseer una alegría contagiosa. Jimin no sonreía desde los siete.

Así que odió ese encuentro, al estúpido oficial y ese fatídico día en que le había abierto la puerta de su casa, y sin saberlo, de su vida.

Suicide & Suicida.

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