Los cangrejos pueden volar
Somos engañados por la apariencia de la verdad.
Quinto Horacio Flaco.
La mejor vida no es la más larga, sino la más rica en buenas acciones.
Marie Curie.
Tengo que defender mis sueños. El tiempo dirá cuándo podré llevarlos a cabo.
Ana Frank.
Un silencio pesado cayó en la sala, nadie se atrevió a mover un dedo, todos pasando su mirada de un rostro a otro como única muestra de acción, con el repicar de los leños como único ruido acompañándolos. Fue el Maestre Whaloris quien carraspeó, viendo a Clement y luego a sus padres.
—El cachorro no necesita estar aquí.
—Clement, sal —ordenó su padre sin verlo.
—Pero...
—Obedece. Maestre Lordos, llévelo y atienda sus heridas.
—Sí, Lord Celtigar.
Clement no rechistó, el tono Alfa de su padre no dejó lugar a dudas que aquello era serio, temblando un poco al ver tantos rostros largos. Por supuesto, había algo de vida o muerte por discutir. El cuidador se aseguró de que el chico estuviera lo suficientemente lejos para no escuchar, cerrando bien la puerta al volverse hacia Lord Herwell y Lady Samara.
—Me parece entienden la gravedad del problema, el niño reclamó un dragón que es propiedad del rey, eso bien vale una ejecución.
—¡Mi hijo, no! —sollozó la mujer.
—Sin embargo, me parece que tienen algo con qué defender su caso ¿o me equivoco?
—¿Qué? ¿De qué habla? —Lady Samara notó la tensión en el rostro de su esposo y su aroma que cambió, acercándose a él con inquietud— ¿Herwell?
Este tragó saliva, asintiendo. —Sospecha bien, Whaloris —el Alfa se volvió a su esposa, cerró sus ojos por unos instantes, los abrió llenos de culpa tomando sus manos— Querida, hay algo que debes saber. Ese día, cuando nuestro hijo nació... nuestro verdadero hijo murió en mis brazos, él fue quien tuvo un corazón débil. Pese a los esfuerzos del Maestre Lordos, no pudo salvarlo, no hubo nada qué hacer —la voz de Lord Herwell falló— Iba a perderte, estabas muy mal y además ya no podías tener más cachorros, si te decía de él... Sam, yo no quería verte sufrir más, era una carga espantosa. Ya habíamos tenido demasiadas desgracias.
—No, no...
—Un caballero que conocía el Maestre Lordos nos trajo el cachorro, un... bastardo Targaryen —Lady Samara jadeó, apretando con fuerza sus manos primero y luego queriendo zafarse— Según el caballero estaba huérfano. Me pareció como un designio de los dioses. Una vida por otra.
—Entonces el cachorro sí tiene sangre Targaryen —concluyó Whaloris nada sorprendido, manteniendo la calma— De ser así... tal vez pueda ayudarlos, puesto que al ser bastardo, el castigo cambia a solo una penalización. ¿Sabe quienes fueron sus padres, Lord Herwell?
—No nos dijeron y el caballero que nos lo entregó hace tiempo que murió, pero había asegurado que estaban muertos.
Whaloris notó la pelea a punto de estallar en la pareja, asintiendo y haciendo una reverencia a modo de despedida, para dejarlos a solas.
—Así informaré a la corona, con su permiso.
Apenas se cerró la puerta, Lady Samara logró zafar una mano y le dio una fuerte bofetada a su esposo, llorando amargamente con una mirada herida.
—¡TODO ESTE TIEMPO ME MENTISTE! ¡YO...!
—Sam...
—¡NO ME TOQUES! ¡NO QUIERO QUE ME TOQUES!
—¡SAM!
Clement solo vio a lo lejos a su madre correr desesperada y encerrarse en una habitación rompiendo a llorar entre gritos con sus doncellas sin saber qué hacer. Miró a su padre quien salió tras ella, mostrándose asustado como nunca lo había visto, fue corriendo a abrazarlo, inquieto por aquella escena.
—¿Papá?
—Tranquilo, hijo, mamá... solo necesita calmarse.
—¿Qué dijo el Maestre Whaloris?
—No pasa nada, mi amor, tu padre lo arreglará.
—Pero...
—Descansa, un poco, te veré en el desayuno.
Eso no le gustó para nada al atemorizado Omega, quien apenas si descansó, tocando a la puerta de su madre sin respuesta. No la vieron en todo ese día y al siguiente, cuando salió ojerosa con el rostro demacrado por tanto llanto, parecía un fantasma, deambulando sin dirigirle la palabra a nadie, evadiendo sobre todo a su esposo. Clement quiso buscarla, pero ella rechazó sus abrazos por primera vez en su vida, gruñéndole cuando intentó sujetar una de sus manos.
—¿M-Mami...?
Para Clement, lo que sucedía era que ella estaba furiosa con él por haber reclamado a Vhagar, pues el castigo era fatal y siendo un cachorro quien iba a responder por su crimen era su padre. Trató de hablar con ella, siempre recibiendo puertazos en la cara o doncellas interponiéndose apenadas por órdenes de su señora inventando pretextos tontos sobre el por qué no podía hablar con su madre. El cachorro lloró con Lord Herwell por el desprecio tan cruel para él, no lo estaba soportando.
—Dale tiempo —era todo lo que decía su cabizbajo padre.
Tampoco le gustaba que ellos estuvieran distantes, Lady Samara no comía ya con ellos, ya no cepillaba sus cabellos ni pedía que bordaran juntos. Clement sintió morirse. Fue con Vhagar a buscar consuelo, hablándole de sus penas como si la dragona tuviera una forma de remediarlos, incluso una noche entera se quedó con ella, llorando sobre sus escamas porque su madre lo odiaba ahora y eso fue el peor de los infiernos para el jovencito. Una tarde ya no pudo más, así que fue a donde el cuarto de armas, buscando uno de esos látigos de nueve lenguas que usaban para castigar sirvientes que habían cometido un delito, llevándolo en manos hasta la sala donde Lady Samara leía junto al fuego, empujando a las doncellas para abrirse paso y llegar a ella, cayendo de rodillas al poner el látigo en su regazo.
—¡Castígame! ¡Azótame! ¡Pero ya no me ignores! —rompió en llanto, haciendo a un lado sus cabellos, dejando libre su espalda— ¡Madre, descarga tu ira sobre mí, pero ya no hagas esto!
Ella se levantó, tomando el látigo con expresión sorprendida, escuchando esas palabras con voz rota del cachorro que buscó de la orilla de su vestido, besándolo y llorándole así como si fuese un esclavo suplicando misericordia. Lady Samara jadeó, apretando el mango del látigo, recordando desde el primer momento en que lo tuviera en los brazos, llamándolo su bebé. Su Clement. Fue para ella su primera sonrisa, sus primeras palabras, sus primeros pasos, no dormía si ella no le cantaba su canción de cuna, o no comía si no le soplaba a su sopa recién servida. Podía ser un consentido con su padre, pero siempre la había buscado a ella, a su madre. La única que conoció como madre. Había reclamado un dragón a costa de morir o que lo ejecutaran por amor a ella.
Lady Samara tembló, sabía desde hacía tiempo que su esposo dejó entrenar al rebelde Omega con la espada y otras cosas a sus espaldas, era imposible que esos dos se lo ocultaran, pero Clement nunca le rechistó sus órdenes. Se aburría cuando iban a reuniones y debía sentarse entre más niños Omegas que solo hablaban de dulces cuando él quería historias de dragones, pero lo hizo porque ella se lo ordenó. Aceptó usar los vestidos, en lugar de andar a gusto con su ropa de caza porque ella así se lo pidió. Practicaba el bordado y la cocina solamente porque su madre lo había comandado. Si alguna una vez la desobedeció, fue solo para salvarle la vida.
—¡Clement! —lloró con su cachorro, lanzando lejos el látigo como si le quemara y abrazándolo los dos ahí en el suelo, apretándolo contra su pecho. Era suyo, era su hijo. Ella lo había amamantado, lo había educado y todas esas risas traviesas como sus lágrimas le pertenecían— ¡Mi bebé!
—¡Mami, perdóname, perdóname!
—No tengo nada que perdonarte, tú perdona a tu madre, no sabe amarte como mereces.
Clement sacudió su cabeza, sus párpados rojizos por el llanto que su madre limpió con un pañuelo.
—Yo no quería hacer daño. No lo pensé bien. Tenía miedo por ti.
—Sshh, ya, lo sé mi amor —Lady Samara besó su frente, sus cejas, sus mejillas— Eres mío ¿entendido? Mi cachorro.
Hasta las doncellas lloraron, aliviadas de que al fin la tormenta hubiera pasado. Lady Samara buscó a su esposo, corriendo a sus brazos que ya la esperaban, disculpándose con él por la distancia que puso esos días entre ellos. Clement se les unió en un abrazo familiar, celebrando ese reencuentro con una cena. Ya cuando el jovencito no estaba, durmiendo al fin agotado de tantas penas, ella habló seria con Lord Herwell.
—Hay que decirle la verdad, ¿no crees que se hará preguntas si no hay castigo severo por lo de la dragona?
—Me temo que ha llegado ese momento.
—Será duro para él, pero es nuestro hijo ¿cierto, Herwell?
—Jamás dejará de serlo, Sam.
—Lo has dicho, los dioses nos lo entregaron, no lo soltaremos pues fue su voluntad que estuviera con nosotros.
Ya Clement estaba preguntándose porque no llegaban verdugos de Desembarco del Rey por su cabeza, o por qué los cuidadores no decían nada, ahora que se habían mudado al castillo porque Vhagar se quedó a un lado, dejó la playa para estar más cerca de él. La explicación vino luego de otra cena, sus padres lo llamaron a una sala, sentándose cada uno a su lado para hablarle de un tema importante. El cachorro escuchó la narración, abriendo sus ojos cada vez más, quedando boquiabierto, temeroso, confundido, viendo a uno y otro por turnos, temblando porque eso explicó la ira de su madre y su posterior distanciamiento, o que su ejecución nunca llegara.
—Tú eres nuestro hijo —afirmó Lord Herwell— Más nuestro que si llevaras nuestra sangre.
De cierta forma, hubo un atisbo de alegría en su corazón al saber la verdad, no más corazones enfermos ni cuidados fastidiosos. Nada que celebrar en realidad, porque ahora era un bastardo. Lo que llamaban una Semilla de Dragón. Clement tragó saliva, sujetando las manos de sus padres, viéndolos por turnos.
—¿Qué va a pasar conmigo?
—Nada, mi amor, todo sigue igual —respondió su madre.
—Pero... ¿no dirán los demás algo? ¿No habrá problemas por Vhagar?
Lord Herwell asintió. —Escucha, mi niño, es verdad que no podremos ocultar tu sangre y origen, porque no existe forma de explicar el reclamo sin que haya muertes. Pero tenemos una solución, tu madre y yo vamos a pedirle al rey legitimar tu nombre, así serás oficialmente un Celtigar.
—Eso tardará porque habrá que hacer muchas cosas que nos corresponden —siguió Lady Samara, acariciando su mejilla— Mientras tanto, deberás ser muy valiente, mi bebé, porque a partir de ahora los demás ya no te verán igual y serán groseros contigo. Solo no olvides que nosotros te amamos, y siempre vamos a protegerte.
—Puedo hacerlo —asintió, mirándolos— Resistiré. Yo quiero soy un Celtigar.
Claro que vino ese cambio, incluso entre la servidumbre había cuchicheos a sus espaldas, mirándolo con cierto desprecio porque en Poniente se tenía a los bastardos en muy mal concepto. El golpe también vino para sus padres una vez que solo se dio el edicto de que Vhagar era suya, con un pago en recompensa al rey por reclamarla sin mayores represalias ya que era Semilla de Dragón. Lady Samara empezó a ser rechazada en sus invitaciones, recibiendo cartas de otras damas que le pedían ya no visitarlas. O bien decían que ella era una adúltera o que su esposo lo era. Lord Herwell también perdió clientes, sin mencionar que fue llamado por Lord Bartimos para explicar lo de Clement, pero el señor de la Casa Celtigar era de otros principios, él no lo rechazó, tan solo quiso escuchar la verdad y la explicación de cómo había terminado en esa familia.
—Iré al muelle por cosas —anunció su madre una mañana— No tardaré.
—¿No quieres que te acompañe, mami?
—Será ida y vuelta, bebé, espera. Mejor me ayudas a prepararle una tarta a tu padre.
—Está bien.
El cachorro quedó inquieto, esos desaires no eran nada buenos y dejar sola a su madre ya fue algo que no consentía desde lo de su secuestro. A veces, se preguntaba quiénes habrían sido sus padres que lo botaron así, por mera curiosidad, no sentía nada por ellos, estaban muertos si había entendido bien. Tan solo se preguntó qué pasó para ser rechazado así. Dejó eso, viendo a Lady Samara marcharse del castillo. Se paseó de un lado a otro, luego saliendo del castillo llamando a Vhagar para que lo siguiera. Ya no abandonaría a su madre nunca más, ni tampoco iba a permitir otra grosería a su persona. Espió a lo lejos su figura, caminando sola por entre los puestos, con los demás criticándola a sus espaldas. Gruñó, entrecerrando sus ojos, sin moverse de su escondite hasta que unos hombres la detuvieron.
—Lady Celtigar... sería mejor si enviara a sus doncellas.
—¿Eh? ¿De qué se trata esto?
—De la decencia.
Los demás se alejaron, como temerosos. Su madre se giró notando esto, encarando a aquellos hombres tan valiente como ella podía ser.
—Puedo andar donde yo quiera, nada tengo que esconder.
—Debería. Nadie quiere ver a la madre de un bastardo.
—¿Cómo se atreve...?
—Largo de aquí —un segundo hombre sacó su espada.
—¡ATRÉVETE, MALDITO HIJO DE PERRA! —rugió Clement saliendo de su escondite, corriendo al lado de su madre, plantándose sin más frente a los hombres— ¡ELLA ES LADY SAMARA CELTIGAR, DE LA CASA CELTIGAR! ¡AMENAZARLA MERECE UN CASTIGO!
—¡Tú cállate, maldito bastardo!
Unos gritos hicieron brincar a los hombres, Vhagar se asomó con sus fauces abiertas. Todos los demás salieron despavoridos. Clement solo torció una sonrisa con su mirada clavada en ellos.
—Di todo lo que quieras sobre mí, escupe sobre mi nombre, pero no te atrevas a ofender a mi madre porque en ese momento mi dragona te quemará a ti y a toda tu familia. No dejaré tu sangre viva, entonces veremos quien termina siendo más bastardo.
—¡Clement! —Lady Samara jadeó, abrazándolo por detrás.
—¡Esto es para todos! —bramó, envalentonado por la presencia de Vhagar— ¡Próxima vez que yo escuche o sepa de un desaire a mi madre, arderán bajo el fuego de mi dragona!
Tomó la mano de su madre, marchándose de ahí con su dragona todavía rugiéndoles a los hombres, un par se había orinado en sus pantalones y quizás hubo uno que se desmayó. Ella no lo castigó por semejante bravuconería, aunque sí le pidió más templanza. Lord Herwell solo se carcajeó, escuchando divertido la anécdota.
—Bueno, es que una cosa es atacar a un cachorro ordinario y otra a nuestro hijo.
—¿No se supone que deberías llamarle la atención, querido esposo?
—Se lo merecían, yo hubiera hecho lo mismo.
Al menos la advertencia sirvió, ya no supo de más ofensas a sus padres, si bien las cosas ya habían cambiado, ellos estuvieron más tranquilos y eso le bastó. Fue el tiempo de volar con Vhagar con más soltura, disfrutando de recorrer los cielos de los mares Celtigar a sus anchas, aprendiendo a no chocar con aves, entender cómo su dragona se movía, sus humores y señales. Siempre llegaba todo despeinado y con las ropas húmedas por cruzar nubes, pero feliz. Al carajo si le llamaban bastardo, dolía, sí, pero a cambio tenía consigo a la Reina de los Dragones y ellos jamás tendrían nada. Y no todos fueron malos con él, Aldren siguió escribiéndole, curioso de cómo era volar a lomos de una bestia de fuego, haciéndolo sonreír al decirle que con más razón debía ser un caballero pues tendría que partir hocicos. El tío Barti los visitaba regularmente para saber si ya había aprendido a controlar a Vhagar y saber si los despreciaban.
Otra cosa que agradeció es que las propuestas matrimoniales se esfumaron igual que humo en el viento. Como era un bastardo obviamente ya nadie lo quería en su familia. Mejor. Clement no quería parejas de momento, todo lo que ansiaba era otro día volando con Vhagar, recorriendo los mares y pensando bien en qué podría ayudar a su familia para recompensarlos por ese trance. Durante uno de su vuelos de entrenamiento, terminaron metidos en una de las tormentas cercanas a Bastión, ahí el cachorro tuvo problemas, porque ya no vio por dónde ir y el pánico lo dominó con la lluvia estrellándose contra su rostro. Entonces apareció otro dragón entre los relámpagos, primero creyó que era una visión, luego se dio cuenta de que estaba tratando de que lo siguiera.
Clement ordenó a Vhagar ir a donde ese hermosísimo dragón dorado que tenía un jinete con cabellos claros. Salieron de la tormenta para terminar en una pequeña isla sin habitar, donde bajaron. Empapado y agradecido, fue a donde el otro dragón para dar las gracias por el gesto. Un joven Alfa de cabellos de plata en un traje negro con el escudo Targaryen en el pecho descendió, sonriéndole al inspeccionarlo.
—Así que tú eres el bastardo de los Celtigar.
Se encogió un poco al nombre, sin reclamar. No conocía al jinete, pero todo gritaba Targaryen y en las reglas del reino él no era nada frente a alguien de esa familia. Asintió apenas, mirándose todo mojado.
—No lo dije burlándome —corrigió el príncipe— Solo es un hecho, aprende a usar lo que consideras un defecto como armadura y nunca más alguien volverá a herirte.
—Am, gracias... Alteza.
El otro rió divertido, sacando un pañuelo seco que le tendió para que secara su rostro. Lo aceptó con otra reverencia apurada, escuchando al príncipe -porque tenía que serlo- darle algunos consejos.
—Un dragón tan viejo no necesita que lo apures, sabe qué hacer, cuando te sientas perdido, deja que sea ella quien te guíe, créeme, conoce Poniente del Norte al Sur y de Este a Oeste.
—Se me olvidó.
—Me doy cuenta, pero tienes excusa porque nadie te ha enseñado a volar.
—Pues no.
—Yo puedo enseñarte, claro, si quieres. Es una deshonra para los Targaryen que haya un jinete tan torpe.
—¿De verdad? Es decir, gracias, milord.
—Ahora me queda claro por qué ella te eligió, eres feroz aunque tontuelo —el joven Alfa ladeó su rostro sin dejar de sonreír— ¿Mañana a la misma hora está bien para ti?
—¡Seguro! Gracias, Alteza.
—Cuídate, bastardo.
—Mi nombre es Clement.
El príncipe se carcajeó, dándose vuelta para regresar a su dragón. —Clement Celtigar, te esperaré.
Se quedó con el pañuelo, sin alcanzar a decirle sí se lo devolvía o se lo quedaba porque lo había tocado. Fue el encuentro más raro que tuviera, pero que lo había entusiasmado mucho, alguien le hablaba de cosas que sí le interesaban montones. Clement olfateó el pañuelo, tenía el fuerte aroma Alfa del príncipe, fuego y sangre con algo de canela quizás. Incienso. No supo bien, pero era un aroma dominante aunque estaba como apagado. Sonrió ampliamente con mejillas sonrojadas viendo el cielo por donde el dragón de nombre Sunfyre se perdía ya entre las blancas nubes.
Había conocido nada menos que al príncipe Aegon Targaryen.
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