La noche antes de la tormenta


"La guerra es una masacre entre gentes que no se conocen, para provecho de gentes que si se conocen pero que no se masacran."

Paul Valéry.

"Para hacer la paz se necesitan dos; pero para hacer la guerra basta con uno sólo."

Arthur Neville Chamberlain.

"En la guerra como en el amor, para acabar es necesario verse de cerca."

Napoleón I.



En la tienda solo se podían escuchar gemidos y gruñidos en igual número, junto con el inconfundible aroma de una pareja apareándose. Sohol rió para sus adentros al ser el causante de semejante música brotando de los labios abiertos, hinchados y ensalivados de su Omega quien estaba perdido en el más delirante placer, retorciéndose entre sus brazos sobre la cama de pieles donde habían estado retozando unas horas luego de que el sol apareciera en el horizonte. Clement no dejaba de aullar su nombre, rasguñando su espalda al estremecerse bajo su cuerpo, sus piernas apretando con bastante fuerza sus caderas, esos talones temblorosos espoleando el trasero del comandante para que se enterrara más y terminara de enviarlo al paraíso de los orgasmos.

Gruñó complacido, mordiendo ese cuello rojizo por sus previos ataques, provocando el último de los éxtasis por ese día de su hermoso esposo cuya espalda hizo una linda curva al correrse entre sus cuerpos con espasmos que apretaron el miembro del Alfa para exprimirle hasta la última gota de su semilla cuando también acabó, imposible no hacer con semejante espectáculo tan escandaloso como deliciosamente aromático, una oda a la vida y los placeres mundanos que también servían para alimentar los espíritus. Las feromonas de Clement habían madurado, ahora poseían un toque más suave y al mismo tiempo esa ferocidad de su Sangre de Dragón. Ya solo un loco podría afirmar que no era el hijo de dos Targaryen porque tenía toda la pinta y olor de uno.

—Duerme —susurró contra los labios que murmuraron incoherencias inducidas por el placer.

Sohol esperó a que el Nudo desapareciera para dejarlo reposar a sus anchas, envolviéndolo bien bajo las pieles, olfateándolo otro poco de su cabeza para disfrutar de su logro cómo esa linda piel lechosa y empapada de sudor apestaba a él igual que sus cabellos enmarañados sobre una almohada. Clement se quedó dormido al instante, roncando de forma tierna por lo agotado, la culpa era de este totalmente, el Omega había despertado travieso, buscando la entrepierna del Tigre de Hielo para provocarlo, aunque ya sospechaba que cuando el hambre lo sacara de la cama, le reclamaría haberlo tomado tan apasionadamente por mucho que oliera a otra cosa.

El Alfa se enfundó en pantalones y una camisa suelta para salir a refrescarse o sus ansias volverían porque ese aroma volvía loco su instinto de querer poner un cachorro en ese vientre fértil lleno de fuego para crear una vida. Todavía no, primero debían terminar esa jodida guerra que aún no encontraba su camino final. Sohol miró a lo lejos a Lord Herwell como siempre madrugando y poniendo orden en ese campamento apostado en el Tridente donde ahora esperaban para lo que podría ser el último y definitivo ataque. Fue a saludarlo como si nada, sonriendo descarado cuando su amigo arrugó la nariz, rodando sus ojos luego.

—¿En serio?

—Tú me pediste que lo hiciera feliz.

—No quiero saber, no quiero.

—¿Qué tal todo?

—Bueno, los cuervos dicen que en dos días tendremos encima a los Lannister.

—Trasquilamos a los leones y vamos a Desembarco ¿cierto?

—Es la idea.

—Si todo va bien, antes de invierno estaremos celebrando en tu isla.

—Los Siete te escuchen, Sohol.

El comandante vio una figura por encima del hombro de Lord Herwell, apuntándolo con la mirada para que el otro Alfa se girara, notando al príncipe Daemon caminar hacia ellos.

—Por favor, ¿es mucho pedir que no pelees con él? —casi suplicó Herwell.

—Él comienza.

—Son como cachorros maleducados en lugar de dos hombres criados en batallas.

—¿Quieres nalguearme?

—Ya, primero vienes con tu pestilencia y ahora esto, eres imposible.

—Bueno, debo regresar, tenemos que alistar todo para recibir a los Lanistas.

—Lannister.

—Es igual, poco importa el nombre si perderán.

—Vete.

Daemon entrecerró sus ojos, su cuello y mandíbula se tensaron al alcanzar a olfatear el aroma de Sohol que contaba lo que había hecho con Clement, tomándose unos instantes para calmar ese instinto paterno y no sacar Hermana Oscura y castrarlo, prefiriendo dirigir su atención hacia Lord Herwell quien lo saludó respetuosamente, ofreciéndole un poco de leche tibia en un cuenco junto con una hogaza de pan a modo de desayuno.

—Gracias —musitó, recibiéndolo.

—¿Cómo está la reina?

—Sobrellevándolo.

La guerra seguía cobrándose las víctimas inocentes, el príncipe Jacaerys estaba muerto, el heredero de la reina ya no estaba entre ellos. Había regresado jubiloso a informar que Cregan Stark bajaba de inmediato para apoyarlos, volando hacia Rocadragón con el fin de hacérselo saber en persona a su madre cuando un barco de la Triarquía pagado por el rey Aegon lo emboscó con aguijones asesinos de dragones en un ataque sin piedad pues fue una lluvia de esos arpones que no supieron evadir. Vermax cayó al mar junto con su jinete, uniéndose a la suerte de su hermano Lucerys. Esta vez, Clement no pudo hacer justicia inmediata, se encontraba en el continente rechazando el avance del contingente Hightower que iba a Desembarco.

Sería el propio Daemon quien arrebataría la vida de la princesa Helaena como venganza, enviando la cabeza de Dreamfyre a la fortaleza con la amenaza de que la siguiente sería del Usurpador. Ahora Rhaenyra se había quedado solo con dos herederos: el príncipe Joffrey y el bebé Viserys. Las cosas no pintaban muy bien de ese lado, el que los sucesores estuvieran desapareciendo del lado de los Negros era mal augurio, y hacía crecer una idea que Lord Herwell jamás creyó aparecería, pues notaba la ansiedad en el Rey Consorte por hablar con la verdad y revelar a Clement como su heredero legítimo. Si algo les sucedía a los príncipes, podría pasar y no lo deseaba pues era perder a su niño

—Lady Baela y Lady Rhaena no permitirán más daño. Y están con la princesa Rhaenys cuidando la isla.

—¿Nervioso, Herwell?

—Claro, veo en tus ojos una decisión que no tiene mi aprobación.

—Solo es eso, una idea vaga igual que un fantasma.

—No.

Daemon bufó, mordiendo el pan con fuerza. —Eres un cangrejo, caminas en reversa.

—Y tengo el caparazón duro como las pinzas más peligrosas.

—Tus amenazas ya no tienen efecto.

—Si lo haces, lo condenarás a muerte.

—¿Por qué?

—Porque se convierte en el blanco a eliminar a toda prisa. ¿Un heredero con edad para nombrarse Príncipe de Rocadragón? Todos los esfuerzos de los Verdes se enfocarían en él, no podría ni dormir de estar cuidándose las espaldas ni yo encontraría sosiego de buscar la manera de salvarlo.

—Lo que te consterna es que dejaría tu estúpido apellido de sirviente.

—El mismo que lo ha mantenido a salvo ¿o no? —Herwell frunció su ceño, no estaba ofendido, ya entendía cómo trabajaba la mente del rey consorte— ¿O debo sumarles a las penas de la reina una más al presentarle mi queja?

—Sí que tienes pelotas, Herwell.

—Voy a ser sincero, nada me daría gusto que verlo con una corona, al final, ¿no es el sueño de todo padre el que sus hijos alcancen la montaña más alta? No me importaría que dejara mi nombre, ya no verlo más porque sus obligaciones lo alejarían de su madre y de mí. Pero ahora, justo ahora, si hacen eso, todos se irán en su contra, querrán verlo morir porque además sería un perfecto extraño al que de pronto prodigan toda clase de favores como una burla para aquellos que nacieron bajo el título de príncipes. Y antes de vanagloriarme porque mi cachorro se convierta en el próximo Señor de los Siete Reinos, prefiero verlo vivo con un apellido de sirviente.

Daemon sacudió su cabeza, como siempre lo hacía para terminar esa clase de discusiones, alejándose de ahí tendiendo el cuenco intacto a un sorprendido y recién despierto soldado. Lord Herwell suspiró hondo, sacando de su armadura un trozo de mechón de cabellos, uno de Lady Samara y otro de su niño. Él no estaba peleando por un trono, estaba asegurando la vida de su familia, pero eran cosas que a un Targaryen se le hacían incomprensibles pues nunca habían estado en ese lado ni lo estarían. Eran más cercanos a los dioses que a los hombres, así que sus pies jamás habían tocado el suelo ni comprendían los sentimientos de un hombre común como él.

—Milord —un mensajero apareció— Carta de Isla Zarpa.

—Samara...

Su esposa estaba a salvo, en el castillo principal en resguardo con las demás mujeres Celtigar. Todo estaba bien por allá pero Lady Samara estaba angustiada por su bebé quien había sido derribado en la última batalla cuando una lanza lo alcanzó. Nadie de ese ejército sobrevivió, claro, su Alfa pavimentó todo el camino con los cuerpos de los insolentes que lo lastimaron, pero la noticia la alcanzó y ahora quería saber cómo estaba Clement. Rió al pensar en la peste de Sohol, a nada de escribirle para decirle que su hijo estaba en excelentes condiciones porque era la Sangre de Dragón y sanaba espantosamente más rápido que una persona normal, tanto que estaba haciendo obscenidades con su esposo en pleno campamento sin detenerse a pensar en su viejo padre.

Te extraño —prefirió escribir, tranquilizándola con sus palabras.

La gente del comandante quiso hacer una pequeña celebración, pues ellos estaban acostumbrados a agradecer al Dios de Muchos Rostros porque les daba la oportunidad de ofrecer sus vidas una vez más en el campo de batalla y aunque hubieran perdido compañeros, al final, lo importante era que estaban cumpliendo la misión de llevar almas con su dios. Era algo ajeno a las tradiciones de Poniente, pero Lord Herwell los apoyó, después de todo, en el campamento necesitaban algo de distracción con tantas lunas ya peleando y durmiendo en el suelo fangoso, campamentos provisionales o sobre los caballos e incluso caminando a veces bajo lluvia o neblina fría. Beber y bailar les vendría bien, aclararía mentes y estarían listos para enfrentar un enemigo duro como eran los Lannister.

Se encendió una enorme fogata, con coronas de raíces y musgo para todos los participantes, algunos de los cuales no eran parte de la tripulación del comandante más se unieron porque bailar era bailar. Clement buscó a su padre para darle una de esas coronas y jalar su mano llevándolo sonriente con él. A la luz del fuego, Lord Herwell tuvo una revelación paternal: su cachorro había dejado de serlo. Ya era todo un guerrero forjado a base de peleas, un Omega maduro y feroz que estaba creando su propio camino. Le dolió, porque recordó todos esos años cuando fue tan solo su cachorrito desobediente y curioso que se rebelaba ante el hecho de tener una condición débil. Escabulléndose en la cocina por las noches para robarse un pastelito o una tartita de limón, escondiéndose en sus brazos al caerse por travieso, enfadado consigo mismo al haber sido tan torpe.

—¿Papá? —Clement abrió sus ojos cuando lo detuvo para abrazarlo con fuerza, casi dejándolo sin aliento.

—Te amo, hijo mío, siempre lo haré. Nunca olvides a tu viejo padre.

—¿Por qué... por qué hablas así? —el joven Omega se separó asustado, acariciando su rostro— Eres mi papá, el mejor que pudieron darme los dioses. ¿Papá?

Unas lágrimas corrieron por el rostro de Lord Herwell, negando y besando la mano que intentó tocarlas.

—Solo estoy sentimental porque me enorgullece lo que ahora eres. Te has convertido en todo un Celtigar, nuestra casa no pudo tener mejor representante que tú.

Clement se sonrojó. —No he hecho nada especial.

—Ya tienes batallas que contar, glorias que llevan tu nombre grabado con fuego.

—La única gloria que busco es poder ser digno de llevar tu apellido —esta vez fue el turno del muchacho para abrazarlo— Pero no dejes de ser mi papá, sin ti estaría tan perdido como una hoja que es llevada al viento sin que nadie la detenga.

—De acuerdo. Te amo, Clement.

—Te amo, papá.

—¡Oh! Pero ¿qué es esto? ¿Un momento familiar? Yo tengo que unirme.

Los dos rieron al sentir el abrazo de oso del comandante quien apareció oportunamente, haciendo una reverencia algo cómica a Lord Herwell.

—Milord, ¿me concede la mano de su cachorro para una pieza de baile?

—Concedida.

Todavía riendo, Herwell dejó que la pareja continuara con esa danza alrededor del fuego, cantando en la lengua de Braavos en honor a un dios extraño, compartiendo besos rápidos y esas miradas que decían cuánto ya se querían, lo felices que serían juntos porque se habían enamorado lo suficiente para enfrentar lo bueno y lo malo de la vida sin que eso menguara su afecto. Conocía esa mirada, porque así era como Lady Samara lo veía a él. Se alejó con un largo suspiro, cruzándose de brazos tras la espalda mientras las figuras se movían entre brincos y movimientos algo absurdos, el vino comenzando a hacer su efecto entre los felices danzantes.

—¿Cómo puedes dejar que esa bestia lo toque?

Se carcajeó de buen grado a la pregunta de Daemon, girando su rostro hacia él cuando se pegó a su costado con una bota de vino en mano.

—Porque es el único que lo hace reír así.

El Tigre de Hielo levantó por sus caderas a su Omega, los dos dando vueltas de esa forma a la luz de la fogata que iluminó ese rostro jubiloso del Omega. Clement estaba eufórico, riendo a pierna suelta con sus brazos rodeando el cuello de su esposo a quien besó repetidas veces antes de ser puesto en el suelo para otros besos antes de continuar dando de brincos entre cantos. Daemon chasqueó su lengua, dando un trago a su bota.

—Mm, tal vez.

—¿Eso que escucho es una aceptación, Su Gracia?

—No.

Herwell rió apenas, negando. —Conozco a Sohol, sangraría por toda una playa antes de permitir que una lágrima rodara por la mejilla de Clement. ¿No acaso se deshizo de un ejército porque lo hirieron? —hubo un silencio curioso en Daemon, un asentimiento rápido casi imperceptible— Él nunca fallará, ni en honrarlo ni en amarlo, dos regalos que no todos los esposos pueden dar a sus parejas.

—Yo no lo pondría en peligro, no le haría eso. De repente si tengo el impulso de quererlo a mi lado y nombrarlo mi heredero, pero es una llama fatua que se apaga enseguida. No le haría tal cosa, su felicidad también es importante para mí.

—Qué bueno, estaba comenzando a cuestionarme si pudiese darle unas monedas a la dama Alys Rivers por un discreto y mortífero veneno.

La siguiente carcajada fue del rey consorte, bebiendo de la bota de vino que convidó a Lord Herwell, mientras ambos observaban no sin celos paternales, a una pareja intercambiar besos y coqueteos bajo la luz de unas llamas danzantes con la bendición pagana que habría de protegerlos del siguiente peligro. 

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