Sobrecogedoras psicofonías
El color negro de mi ropa es la perfecta representación de cómo me siento justo ahora. Mi cara es una oda a la amargura. La migraña no me ha dado tregua desde anoche. Mi cabeza podría reventar de un pronto a otro. Camino por las calles atestadas de extraños al ritmo de una anciana. Miro hacia todos lados y hacia ninguno a la vez. Estoy perdida. Una minúscula parte de mí quiere creer que lo sucedido fue solo una broma de pésimo gusto. Pero la parte racional, esa que me tortura siempre pensando en exceso, sabe que no es así. Ni en la más retorcida de las imaginaciones cabría una atrocidad como la que le hicieron a Camila.
Cuando cruzo la puerta del velatorio, lo primero que mis ojos captan es el féretro oscuro en donde yace mi hermana. La gente que deambula por la sala habla en voz baja, casi susurrando. Algunos se me acercan para darme las condolencias, o al menos eso supongo, porque no sé qué me dicen. Sus voces son como estática para mis oídos. No le respondo a nadie y no me importa si se enfadan conmigo por esto. La única persona en quien puedo pensar se halla a unos pocos metros de distancia. Podría parecer morboso, pero necesito ver y tocar el cuerpo de Camila para poder aceptar su partida, así que doy pasos firmes y veloces hacia el ataúd.
Cuando estoy a punto de llegar, una mano se cierra en torno a mi muñeca y tira de mí para detenerme. Giro el cuello por instinto y me encuentro de frente con el rostro compungido de mi madre. Sin mediar palabra, se abalanza sobre mí y me estruja tan fuerte que me duelen las costillas. Sus lágrimas empapan mi blusa en segundos. Los sollozos que ella emite desgarrarían el alma de cualquier persona normal, pero yo no encajo en esa descripción. Por alguna razón, escucharla lamentarse provoca que la rabia en mí se esparza como ponzoña. Mis deseos de arrancarle la vida al asesino con mis propias manos ocupan todo el espacio en mis pensamientos.
Envuelvo a mamá en un abrazo y recuesto la cabeza sobre su hombro. No siento verdaderos deseos de hacerlo, pero me obligo por el bien de ambas. Preferiría escupir las mil interrogantes que me taladran los sesos de una vez. Quiero recabar toda la información posible sobre ese tal Descorazonador. Odio perder el tiempo llorando cuando podría estar pisándole los talones a ese malnacido. Pero es mejor guardar las apariencias por ahora. Lo último que necesitamos en esta ocasión son habladurías acerca de mi insensibilidad.
Varios minutos pasan y el llanto de mi madre por fin merma un poco. Tomo su mano para guiarla hasta un sillón mullido en donde pueda reposar. Le doy un beso en la frente, le paso un vaso con agua y le doy un paquete de pañuelos desechables. Acaricio sus brazos con mucha ternura. Intento transmitirle una pizca de consuelo a través de mis actos. Ella sabe que nunca he sido buena con las palabras cuando estas deben representar sentimientos. Por ello, se limita a observarme con una leve sonrisa triste colgando de sus labios, agradeciéndome mediante gestos. Me levanto despacio del asiento y camino hacia la caja que guarda los restos de mi hermana.
Antes de dar los últimos pasos, respiro hondo varias veces. Necesito claridad mental en este día. Debo encontrar pistas, por más pequeñas que sean, y no podré hacerlo si las emociones bloquean mi juicio. Una vez que destierro el impulso de llorar, avanzo hacia mi destino. Me tiemblan las piernas y la quijada, pero no me detengo. El momento de la verdad ha llegado, no voy a huir. Contengo la respiración y cierro los ojos por un instante justo antes del encuentro con lo inevitable.
En cuanto mis dedos hacen contacto con la madera del féretro, una onda fría se expande por mi piel. Es como si me hubiera metido en el cuarto de congelación de una fábrica. Se me erizan los vellos de la nuca. Incluso puedo ver el aliento que sale de mi boca. ¿¡Qué mierda ocurre!? Volteo a mirar con disimulo hacia quienes me rodean. Nadie muestra síntomas de frío. Es más, muchos se abanican la cara con la mano y buscan agua con hielo para beber. ¿Cómo puede ser que todo el mundo se esté derritiendo de calor mientras yo estoy por congelarme? Debo estar enferma.
Pese a lo inaudito de la situación, me esfuerzo por mantener la calma. Solo quiero estar tranquila para ver a Camila por última vez. Cuando por fin me atrevo a mirar su cara, al instante se me revuelve el estómago. Parece una muñeca de yeso arruinada por las inclemencias del tiempo. No queda rastro de la lozanía que la caracterizaba. La tez opaca, blancuzca y demacrada es la señal manifiesta de que esta no es más mi hermana. Lo que miro es el recordatorio de que hay sabandijas despreciables allá afuera regodeándose en la muerte de chicas inocentes. Pero eso no va a seguir así. Me voy a encargar de que al menos uno no vuelva a ver la luz.
Camila tiene las manos entrelazadas sobre el pecho, sosteniendo un ramo de flores blancas. Extiendo el brazo derecho para colocar mi mano sobre las de ella. En el instante en que mis yemas se posan sobre su piel, se me escapa el aliento de golpe. El escaso calor corporal que aún tenía se apaga por completo. Pierdo la sensibilidad en mis extremidades. Mi cerebro entra en pánico y busco la forma de apartarme del ataúd, pero mis músculos no responden al grito de mi mente. Ni siquiera puedo parpadear. Solo mis ojos se mueven de lado a lado. ¡Alguien ayúdeme, por favor!
Para mi desgracia, ninguno de los presentes se percata del calvario que estoy viviendo en silencio. ¿¡Nadie nota que estoy mal!? ¿¡Por qué no me ayudan!? Es la primera vez en la vida que anhelo tener a extraños cerca de mí. Siento la humedad de las lágrimas que descienden por mis mejillas. Sigo congelada en el mismo sitio, incapaz de marcharme. Tengo la sensación de que alguien tomó el mando de mi organismo en contra de mi voluntad. Intento hablar a voz en cuello, pero no me sale nada más que una ligera exhalación. Soy como una marioneta a merced de un titiritero demoníaco. ¡No quiero morir! ¡No puedo morir! ¡Maldita sea! ¡Ayuda!
El llanto que derramo empieza a nublar mi vista. Dejo de mirar de soslayo a otra gente y me concentro en el rostro de la difunta. Al hacerlo, se me forma un nudo en el estómago, me cuesta respirar. Cada fibra en mi interior se tensa. Había estado tan ocupada buscando un posible salvador que mis pupilas no estaban prestando atención a lo que debían. ¡Mi hermana tiene los ojos abiertos y me observa! Escupiría los pulmones en medio de alaridos de pánico si no fuera porque sigo sin poder moverme. Trato de retroceder, aunque sea una pulgada, pero no lo consigo. Estoy atada a este sitio y eso me aterra más que enfrentarme a la mirada de Camila.
No sé cuánto tiempo ha transcurrido desde que dejé de moverme. Siento que llevo cien horas de pie aquí. Al no tener dominio de casi ninguna de mis funciones, me limito a mirar al frente. No aparto los ojos de los de mi hermana. Después de un colosal esfuerzo, logro detener el flujo de las lágrimas. Pese a la angustia que me atenaza el pecho, sé que llorar no me sirve de nada en este momento. Sea cual sea el destino que este retorcido juego me depare, mis lloriqueos no van a salvarme.
—Samara, te noto muy pálida. Me parece que estás temblando... ¿No quieres venir a sentarte un rato? Descansar te hará bien. Puedes regresar con Cami después.
La voz de mi madre es apenas un eco lejano en mis oídos. Aunque está parada a un metro de mí, el sonido que oigo llega amortiguado. Es como si estuviera dentro de un cuarto cerrado y ella me hablara desde afuera. Trato de girarme, de abrir la boca, de mover la mano, de levantar un pie, pero nada de lo que intento funciona. Solo puedo verla de reojo y desgañitarme internamente. Si recuperara el control de mi cuerpo ahora, el velatorio entero escucharía mis alaridos de pavor. Pero mamá, como todo el mundo, no nota nada fuera de lugar. Al no obtener una respuesta, extiende el brazo izquierdo hacia mí.
—Samarita, sé cuánto te duele esto. A ambas nos destroza, pero no te fuerces...
En el instante en que sus dedos rozan mi antebrazo, un destello carmesí centellea en los ojos de Camila. Sus párpados se cierran de golpe mientras súplicas y chillidos comienzan a inundar mi cabeza. Se trata de una voz femenina ininteligible, pero la reconozco de inmediato. Mi corazón late desbocado al caer en cuenta de lo que está ocurriendo... ¡Es mi hermana quien grita! La pobrecita está implorando que se le perdone la vida una y otra vez. A través del espejo presencié su muerte, pero acá, frente a su féretro, las psicofonías amenazan con enloquecerme. Las espantosas imágenes que vi se conectan con esta perturbadora secuencia de sufrimiento.
—¡Samara! ¿¡Qué pasa!? ¿¡Qué tienes!?
Sin previo aviso, mi madre tira de mí para que me voltee. Debido a la rigidez involuntaria de mis miembros, caigo al suelo como un peso muerto. El fuerte impacto desata un insoportable ardor en toda mi piel. El dolor escala en cuestión de segundos hasta hacerme convulsionar. El infierno me aprisiona entre sus llamas hambrientas para torturarme. Me estremezco de arriba abajo, pongo los ojos en blanco y me atraganto con mi propia saliva. De repente, un aullido agudo brota de mí. Una punzada en el corazón, esa que me lastima cada vez que me despierto en las madrugadas, señala el momento en que vuelvo a ser dueña de mí misma.
—¡Camila! —exclamo a todo pulmón—. ¡Espérame, por favor!
Sin comprender el porqué, siento la necesidad de sacudir mi cuerpo frenéticamente. ¡Este hormigueo es desesperante! Golpeo mis prendas con ambos brazos repetidas veces. Me muevo como si tratara de apartar un enjambre de abejas embravecidas. Estoy hiperventilando y siento martillazos en la cabeza. ¿Acaso seré la siguiente en morir? Un gemido lastimero se me escapa mientras me acuclillo. Cierro los ojos y me cubro los oídos con las manos.
—Samita, mi niña —dice mamá en tono compasivo.
Me abraza con fuerza y entona una vieja nana que me trae recuerdos agridulces. Solía cantarla para Camila y para mí cuando éramos muy pequeñas. No entiendo ninguna de las palabras que pronuncia, pero tienen un poderoso efecto en mí. El malestar físico y mental comienza a evaporarse hasta desaparecer. Cuando la canción de cuna termina, me siento renovada. No queda rastro del dolor que me poseyó hace apenas unos minutos. Ya no escucho los ecos de pesadilla de mi hermana atormentada. Sin embargo, en lugar de alegrarme por ello, me aparto de golpe de mi madre. El recelo y la confusión se mezclan en la mirada que le dedico.
—Ya pasó todo, hijita, ya pasó —asegura ella—. Será mejor que te lleve a casa para que comas algo y duermas.
No espera a que le responda. Simplemente me toma de las manos para levantarme del suelo. Entretanto, las personas que nos rodean me observan escandalizadas. Cuchichean y me señalan sin disimulo. Quisiera soltar exclamaciones ofensivas y mandarlos a la mierda a todos, pero me contengo por respeto a los restos de Camila. Además, no vale la pena gastar las pocas energías que tengo en estos imbéciles.
En cuanto estemos a solas, mamá tendrá que revelarme los secretos que me ha estado ocultando, le guste o no. Fingir ignorancia es estúpido a estas alturas. Ya no soy la mocosa ingenua que puede creer a ciegas en los adultos. Las cosas insólitas de las que fui testigo hace diez años en verdad sucedieron. Mi imaginación infantil no era tan retorcida, ahora lo sé. Hay demasiados cabos sueltos y, por extraño que parezca, todos se relacionan de alguna forma con la muerte de mi hermana.
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